Autores como James Frazer (en La rama dorada) o Jean Pierre Vernant (Mito y tragedia en la Grecia antigua) se refieren al funcionamiento de este ritual (el sacrificio del pharmakos no sólo se celebraba mediante este ritual, sino que también se llevó a cabo de forma improvisada en épocas de crisis social), que consistía básicamente en la elección de dos pharmakoi, uno para los hombres y el otro para las mujeres, que eran dirigidos en procesión por la ciudad. Durante la misma eran sometidos a distintas agresiones, que aumentaban de forma progresiva: se los insultaba, golpeaba en los genitales (con cebollas, higueras y otras plantas) y luego, finalmente, eran sacrificados, mediante lapidación. Posteriormente, su cadáver era quemado y sus cenizas dispersadas. Los pharmakoi eran escogidos entre individuos de las clases bajas, huérfanos o lisiados (que por algo las deformaciones físicas siempre han sido uno de los criterios sacrificiales más utilizados a la hora de escoger víctimas). Nos encontramos con una operación que es universal: la expulsión de la exterioridad, de aquello que se demoniza por ser exterior o se cataloga de externo por ser previamente demonizado. Se buscaba (o construía) en ellos elementos llamativos que los diferenciaran de la mayoría de los ciudadanos. La idea era señalar una diferencia y dotarla de contenido para que a partir de ella la identidad propia se consolidara con más fuerza. Al final, contra la víctima, individualizada y excluida por la fuerza, se unía toda la población, lo que propiciaba una unanimidad que alejaba, aunque sólo fuera de forma momentánea (los ciclos sacrificiales siempre están en marcha), las tensiones internas que amenazaban con romper el orden social. Ésta es, básicamente, la finalidad de los ritos expiatorios.
Sin embargo, en estos casos no todas las víctimas eran escogidas entre lo más bajo de la sociedad, sino que en ocasiones los candidatos se seleccionaban en ámbitos más elevados. René Girard, por ejemplo, ha analizado esta cuestión en las monarquías africanas (La violencia y lo sagrado), en las que eran tradicionalmente los reyes los designados para el sacrificio. Esto podría parecer, en un principio, algo extraño, pero tiene su lógica: el rey, como el mendigo o el mutilado, se mantiene en un estatus distinto al de la mayor parte de la comunidad, y es esta diferencia decisiva la que los hace candidatos tan idóneos para propiciar, en su exclusión (ya sea por muerte o expulsión), su contrario: la identidad, la unidad, el orden. El rey excede a la mayoría por arriba, mientras que el mendigo o el lisiado lo hacen por abajo. A este tipo más ‘elevado’ de víctima corresponde el caso de Edipo, analizado brillantemente entre otros por los citados Vernant y Girard. Recordemos también el caso de los tupinamba, ya citado en este Nickjournal).
Esta mecánica de expulsión se da en dos ámbitos: en el empírico-social y en el inteligible. En el caso del sacrificio del pharmakos se constituye la clausura del sistema, de la propia comunidad que pretende preservar una cierta pureza interna. El orden (que se opone al desorden) y la identidad (opuesto a diferencia), en forma de unanimidad conseguida contra la víctima propiciatoria, retorna a la ciudad después del momento perturbador del caos y de las violencias recíprocas. Todo se (re-)configura alrededor del proceso expiatorio, tanto a nivel cultural como social. En este caso la verdad también se da como clausura y como exclusión de la diferencia. El pharmakos es un purificador (kathársios), gracias al cual la clausura del sistema permite ser blindada con sangre y vísceras. La dinámica ambivalente que lleva primero a demonizar víctimas y luego, tras matarlas, a divinizarlas, se corresponde con la esencia del pharmakos (y con casi toda víctima sacrificial). Aquel a quien se responsabiliza exclusivamente de los males de la población es después también el responsable, con su muerte catártica, de la liberación de los mismos males. Esta capacidad que se les atribuye de provocar lo peor y lo mejor es lo que los acaba convirtiendo en dioses. La ambivalencia y sus poderosos efectos definen básicamente tanto la divinidad del pharmakos como lo mágico del phármakon.
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