Viene este introito, nacido de la experiencia, a cuento de que una de las señales que pueden (o no: allá cada uno y sus cadaunadas) reflejar la digestión del fracaso es la del gusto por hacer cosas nuevas. Me divorcié joven, a los veintiocho años, y nunca me planteé, entonces, cocinar nada más allá de las sopas de sobre, los macarrones con tomate de bote o, a todo estrozo, el pollo al limón. Sin embargo, al poco tiempo del exitus, cuando aún gobernaba el fracaso, entablé relaciones con una señorita de cierto interés. Tenía, además, una cuadrilla de amigas que se reunían una vez al mes para comer. Esto no tendría nada de particular a no ser porque, en tan señalado día, un caballero, invitado por una de ellas, debía elaborar la comida, cuyos ingredientes pagaba de su propio peculio, encargarse de limpiar los artefactos y marcharse rápidamente de la casa antes de que el mujerío comenzara la pitanza. El plato a elaborar, además, debía ser sugerente. ¿El premio? Su amor eterno, claro, y un vinillo tomado durante la cochura que pagaban, éste sí, las alegres señoritas. Cuando fui invitado, y tras mucho cavilar y consultar, se me ocurrió prepararles conejo con almejas, plato cuyo nombre pareció alto, sonoro y significativo y del que paso a darles cuenta. Ni que decir tiene que la coyunda con la referida señorita no duró; sin embargo, afiló mi interés por la cocina (el plato fue muy alabado) y eso me quedó de élla. La oportunidad vino algo más tarde. Pero vino.
La elaboración del plato es parecida a la del conejo con caracoles, del que ya di cuenta, con algunas salvedades y diferencias. Pon a abrirse unas almejas grandecitas (medio kilo por cada conejo) y, con cuidado, reserva el caldillo que suelten. Apaga el fuego en cuanto se abran todas, y no las pases de cocción. Pon a pochar abundante cebolla y, al tiempo, fríe los hígados del roedor. Cuando la cebolla esté transparente, añade un poco de harina y remueve bien. Sofrita ésta, maja el hígado y échalo en la sartén cebollera. Por luego un vaso de vino blanco y, cuando pierda el alcohol, el caldito que han soltado las almejas y, si fuese menester, un poco de agua para que no quede muy espeso. Dale un mínimo hervor y retira del fuego. Pasa todo por el chino, y tendrás la salsa para el conejo. En una cacerola grande, por buen aceite, una hoja de laurel y un par de dientes de ajo a los que habrás dado un corte. Salpimenta las tajadas de conejo y fríelo hasta que esté bien dorado. El fuego, que sea escaso el principio y más vivo al final. Así se harán por dentro y por fuera. Cuando lo juzgues oportuno, añade la salsa que antes preparaste y las almejas abiertas. Dale unas vueltas para homogeneizarlo y a la mesa.
El día de autos, creo recordar (¡hace tánto tiempo!) que las mentadas señoritas tomaron el plato acompañado de cava. No es mala elección. Tampoco lo sería un albariño verdadero.
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