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RECUERDOS SUELTOS
La noche quedó atrás
Por Pío Moa
Me parece una excelente noticia la reedición de La noche quedó atrás, de Jan Valtin, aunque habría venido bien una nueva traducción, pues "la de siempre" es francamente mala. Leí este libro hacia los 18 años, y muy pocos me han impresionado e influido tanto. La faja de portada lo presenta como "el mejor retrato del fanatismo político". No creo que el fanatismo sea el tema. También suele presentársele como "un alegato antinazi", pero es todavía más un alegato anticomunista, y sin embargo en mí surtió el efecto contrario.
Valtin, seudónimo de Richard Krebs, escribió a los 36 años el relato de su vida como agente de la Comintern y la GPU, tras haber escapado de las garras de ésta y de la Gestapo, a costa de perder a su mujer, probablemente fusilada en un campo de concentración nazi. Krebs, un marinero alemán de cultura bastante sólida (adquirida durante su estancia de tres años en la prisión californiana de San Quintín y por la típica presión teorizante marxista), demuestra unas excepcionales dotes de escritor: su obra es absorbente y queda para la literatura del siglo XX como un hito, por mucho que el mal gusto progresista lo haya condenado al olvido durante décadas. Recuerda al genial Viaje al final de la noche, de Céline, también autobiográfico en buena medida, pero con el espíritu opuesto.
Céline narra un proceso de derrumbe moral cargado de cinismo y amargura, mientras que Valtin sale de su odisea sintiéndose moralmente vencedor. Ya lo indica el título original del libro, Out of the night, o "saliendo de la noche", tomado del célebre poema "Invictus", de W. E. Henley, un personaje retorcido física y moralmente pero que acertó a componer este poema inspirador, de un estoicismo algo exaltado: "Doy gracias a los dioses, los que sean, por mi alma indomable".
Hijo de un empleado socialdemócrata de la marina mercante alemana, Valtin participa, con 14 años, en las revueltas que acompañaron y siguieron a la derrota alemana en la I Guerra Mundial, sufre las miserias de la época y se embarca poco después para América (narrará sus andanzas por Panamá, Chile, Argentina y Usa). Vuelve a la convulsa Alemania de 1923, se afilia al Partido Comunista Alemán y participa en acciones de contrabando, huelgas y, finalmente, en la insurrección de ese año en Hamburgo. Como correo de la Comintern viajará, a veces como polizón, por el Extremo Oriente, que conocía de la niñez, y por América, donde participa en un intento frustrado de asesinato, ordenado por la GPU, que le llevará tres años a San Quintín. Y así una constante agitación a lo largo de aquellos años, hasta la plena irrupción en escena del partido nazi y la rivalidad con él, que no excluía la colaboración para destruir la "democracia burguesa".
El libro alcanza su tono más sombrío al narrar la feroz lucha clandestina después de la llegada de Hitler al poder, las maniobras de los jefes comunistas y finalmente la caída del autor en manos de la Gestapo. Se salva éste por poco de la condena a muerte, y por orden de la GPU consigue engañar a los nazis ofreciéndose como agente suyo, si bien la Gestapo retiene como rehenes a su mujer, Firelei, y a su hijo. Una creciente desconfianza, ligada a la negativa de sus jefes (Wollweber, que dirigirá años después los servicios secretos de Alemania Oriental) a rescatar a su esposa e hijo, le llevará a la ruptura definitiva, tras lograr escapar del secuestro por la GPU, en Dinamarca, y el envío a la URSS, donde le esperaba una muerte más que probable.
¿Qué hay de verdad en toda esta narración? Siempre me quedó alguna duda sobre ciertos episodios. Así, las torturas de la Gestapo, tal como las expone, podrían haber aniquilado a una persona, o al menos dejado en ella serias secuelas, pero da la impresión de que el autor pronto logró recuperarse mental y físicamente. Otros sucesos suenan a novelados, aun cuando la vida de Valtin ya resulta en verdad novelesca.
Un autor alemán, Ernst von Waldenfels, escribió en 2002 un libro sobre "la vida secreta del marinero Richard Krebs", el cual no ha sido traducido de su idioma a algún otro que yo pueda leer. Me dan una idea poco favorable de Waldenfels varios trozos recogidos de internet, con alusiones al "fanatismo anticomunista" de Valtin una vez huido a Usa, en una onda muy común por aquí entre los progresistas complacientes hacia el régimen del Gulag, ellos sí bastante fanáticos (pienso ahora en Ángel Viñas y su desdén por testimonios como el de Krivitski).
De todas formas, el libro de Waldenfels debe de ser interesante, pues parece seguir con cuidado las peripecias de su biografiado y haber contado con varios archivos soviéticos. Valtin escribe con mucha precisión en cuanto a nombres y detalles, por lo que en su tiempo debió de ser bastante fácil comprobar los datos. Comprobación mucho más ardua hoy, cuando han desaparecido todos los testigos y numerosos archivos. Sin olvidar que sólo una pequeña parte de la vida queda consignada en documentos.
Waldenfels sugiere que Valtin pudo haber pertenecido a la Gestapo no como agente doble, sino convencido, pero de ser así se explica mal su huida a Usa. Tal vez –pero habría que verlo con más detalle– Valtin noveló partes de su historia o presentó como vividos por él sucesos que sólo conocía de oídas, según indica su biógrafo; no obstante, la narración del marinero comunista resulta muy coherente y creíble, y el paisaje general, psicológico, organizativo y político, muy reconocible para quien haya conocido la vida del revolucionario profesional.
Waldenfels achaca a Valtin atribuirse una importancia superior a la real en la Internacional y en la GPU, crítica extraña porque la imagen que el comunista ofrece de sí mismo no es la de un preboste del movimiento, sino más bien la de un hombre de acción, experto en organizar huelgas, espionaje y acciones de masas: un elemento intermedio en la jerarquía, con acceso ocasional a los grandes jefes, algo muy verosímil. Y su lenguaje nunca es el de un fanático. Los personajes de su relato, amigos o enemigos, parecen personas, no caricaturas de propaganda.
En fin, sea de ello lo que fuere, el libro me empujó hacia el comunismo, como ya dije, de un modo que entonces no sabía explicar bien. A aquella edad yo no estaba muy adaptado, ni siquiera muy adaptable; no podía explicarme por qué encontraba tan asfixiante el ambiente de Vigo. Desde los 15 años había dejado de sacar buenas notas y me repugnaba la perspectiva de una vida cómoda, tranquila y próspera, con sus pequeñas alegrías y disgustos, sus excitaciones controladas por diversiones comunes. En suma, no me gustaba el ideal horaciano. Ideal necesario, pues de otro modo la sociedad se volvería muy inestable, pero de todo tiene que haber en la vida.
Tampoco me atraía el clima social que había descubierto en mis andanzas por Europa. Ni la aventura por la aventura: tras el pasajero entretenimiento de las series televisivas de sobremesa, sobre todo del Oeste, como por ejemplo El Virginiano y Caravana, me invadía una depresiva sensación de falta de sentido y de paso del tiempo en pura pérdida.
Mas he aquí que el ideal comunista daba salida a aquel profundo y poco inteligible malestar: ofrecía la aventura no banal, a la vez el riesgo y la causa superior que lo justificaba. Paradójicamente, el aventurismo era una de las herejías más odiadas en los partidos comunistas, cuyos líderes pretendían en cada momento saber qué y cómo hacer, de modo "científico" –burocrático, propiamente–, para alcanzar el poder y desde él organizar la sociedad "sin explotadores ni explotados".
He escrito que al ideal falangista de "mitad monje, mitad soldado" correspondía el comunista de "mitad burócrata, mitad policía", frase no del todo justa. En las filas comunistas, pude comprobarlo, sobreabundaban los burócratas policíacos, los cuales siempre han terminado, además, imponiéndose y marcando la pauta. La misma mentalidad, atenuada por la aversión al sacrificio y una mayor afición al vil metal, refulge entre los socialistas y los compañeros de viaje o progres: miren a nuestros simpáticos titiriteros.
Pero no faltaban otras actitudes, como, ya digo, la de la aventura desinteresada, justificada por el objetivo sublime. Valtin lo expresaba cuando ya estaba a punto de romper con la Comintern:
A pesar del cinismo que crecía en el corazón de los hombres que habíamos dedicado nuestras vidas a la causa, amábamos a nuestro partido y estábamos orgullosos de su poder, orgullosos de nuestro propio servilismo, porque le habíamos dado toda nuestra juventud, toda nuestra esperanza, todo nuestro entusiasmo y todo el altruismo que poseíamos.
El comunismo ofrecía el cauce y justificación para dar lo mejor de sí mismo; creo ahora que por eso me atraía. No me hacía gracia, claro, la posibilidad de sufrir una suerte parecida a la del marinero Krebs a manos de la Gestapo, pero esos cálculos nunca debía hacerlos una persona comprometida.
Sin embargo, ¿no estaba bien claro, a esas alturas, el balance del comunismo? ¿No lo denunciaba clamorosa, vivísimamente, el Muro de Berlín? Había al menos tres argumentos contrarios que, mejor o peor, me satisfacían. En primer lugar, la coherencia del marxismo parecía tal que si la realidad no se sometía a ella debía ser culpa de la realidad; en segundo lugar, los fallos en la aplicación de la doctrina cabía achacarlos a la juventud y novedad histórica del grandioso experimento: ya se corregirían, ¡no todo podía salir a pedir de boca!; y, en fin, ¿no estaba derrotando a la superpotencia useña el pueblo vietnamita, atrasado y pobre pero guiado por el partido y la luminosa teoría del marxismo-leninismo? Las cosas no son tan sencillas.
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