El rey Alejandro, cuando guerreó y se apoderó de todos los reinos del mundo y temblaba ante él todo el mundo habitado, llamó a los magos y les preguntó: «Decidme vosotros que poseéis las escrituras del destino, ¿qué puedo hacer para vivir muchos años, para disfrutar el mundo una vez que lo hice mío por completo?». «Mi rey, así vivas muchos años. Grande es tu poder», respondieron los magos, «pero lo que ha escrito el destino no puede borrarse. Sólo hay una cosa que puede hacer que disfrutes tu reinado y tu gloria, a saber, que quieras volverte inmortal para vivir lo mismo que las montañas. Pero es difícil, muy difícil». «No os pregunto si es difícil, sólo si hay algún modo», dijo Alejandro. «¡Ay, mi rey, conforme a lo que mandas está el agua de la inmortalidad, que aquel que la bebe no teme la muerte! Pero quien vaya a cogerla debe pasar entre dos montes, que continuamente chocan el uno con el otro. Y ni el pájaro alado logra pasar. ¡Cuántos célebres príncipes e hijos de gobernantes no habrán perdido la vida en aquella terrible trampa! Cuando pases los dos montes, hay un dragón que nunca duerme custodiando el agua de la inmortalidad. Has de matar al dragón y cogerla.»
Al momento, ordenó Alejandro que le trajeran a su caballo Bucéfalo, que no tenía alas pero volaba como un pájaro. Sube al caballo, pica espuelas a su corcel negro y parte. Y de un brinco pasó al otro lado. Mató al dragón que nunca dormía y cogió la botellita con el agua de la inmortalidad.
Pero ¡he aquí que rey, alabado sea, tan pronto como volvió a palacio no supo ser precavido! Su hermana ve la botellita y sin pensárselo dos veces vierte el agua. Dio la suerte de que cayó sobre una cebolla silvestre, y por eso las cebollas nunca se secan.
Alejandro, transcurrido tiempo suficiente, va a beber el agua de la inmortalidad, pero ¿dónde está? Pregunta a su hermana, y ésta le dice que no tenía nada y que la había volcado. El rey enloquece de furor y angustia y la maldice de forma que se convierta en pez de cintura para abajo y la condena a quedarse hasta el fin del mundo en medio del mar.
Dios le escuchó, y desde entonces quienes pasan en barco la ven mecerse en las olas. Con todo, no odia a Alejandro: y si ve algún barco pregunta: «¿Vive Alejandro?». Y si el patrón del barco es inexperto y responde: «Ha muerto», la muchacha, llevada por su gran pesar, remueve con sus manos y con sus rubios cabellos sueltos el mar, y hunde el barco. Los que están enterados, en cambio, responden: «Vive y reina»; y entonces la sufrida muchacha se transforma en un corazón hermoso y canta alegre dulces canciones.
Allí aprenden los marineros las nuevas melodías y se las llevan consigo.
(Nicolaos Politis, Tradiciones neogriegas).
No pero sí pero no. Del Poema de Gilgamesh a Blade Runner, la estructura de fondo siempre es la misma: alguien intenta escapar de la mortalidad y descubre que es posible esquivarla si se localiza a la persona o sustancia adecuada. Sin embargo, en el momento crucial, algo sucede: un descuido o la constatación de que, después de todo, la inmortalidad no es lo que parecía.
En la versión que depende del descuido, interviene un agente externo que arruina la empresa. Gilgamesh, a pesar de haber fallado en la prueba crucial, recibe como premio de consolación una planta que le mantendrá eternamente joven. Mientras rema de vuelta al hogar, una serpiente (prima de la edénica) asoma la cabeza y le roba el remedio. En la leyenda griega, es la hermana de Alejandro quien echa a perder el agua de la inmortalidad, regando con ella las cebollas. La narración alcanza su forma más delicada en ese cuento de Fernando Arrabal en que el narrador lleva siempre al cuello un pequeño tarro cerrado. Un día lo olvida entre las sábanas, y al volver de la oficina encuentra a su novia preparando mermelada con el contenido. Resignado, prefiere no aclararle que acaba de confitar su alma.
La segunda familia de versiones es menos complaciente. Tras una larga peregrinación, un hombre encuentra, en el curso de sus viajes, el país donde nadie muere. Los lugareños lo reciben con los brazos abiertos, y el recién llegado disfruta allí, olvidado del reloj, todos sus sueños. Cuando concluyen las ilusiones, ocupa su lugar una añoranza implacable: volver a ver a sus padres, la tierra natal, los amigos que dejó atrás. Le advierten de lo que le espera, pero él se obstina, y nadie le impide emprender el viaje de vuelta. Antes de llegar a su patria, ya ha descubierto que no logra entenderse con nadie: sus palabras suenan viejas, arcaicas. Al final, le llevan hasta un viejo varias veces centenario, al que le lleva minutos enteros pronunciar una sola palabra. Él le confirma lo que ya sospechaba: mientras él se entretenía unas horas, los siglos han destruido su mundo. Sin heredero, su linaje se extinguió. El mar cubre lo que fue su casa. Fuera de la tierra encantada, el hechizo que lo protegía va cediendo. Para cuando el viejo termina, el protagonista le gana en solera: ya es ceniza.
El inmortal de Borges y los vampiros de Ann Rice recuperan el planteamiento: tras la inmortalidad, acecha el tedio, la muerte como última golosina. Una vez alcanzada la divinidad, se comprende mejor la figura del deus otiosus: la cacareada muerte de Dios sería en realidad un exceso de barbitúricos, un sueño eterno del que la conciencia podría despertar, pero prefiere no hacerlo.
Hay, claro, una puerta de salida –pero la entrada ya es demasiado larga. Quizá otro día.
(Escrito por Al59)
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