Sospecho conocer el arcano secreto de la escritura de Goslum. Es probado que se ha dedicado, con precisión de parapsicólogo, al análisis del nacimiento del humor en el lenguaje escrito a fuerza de desmenuzar chanzas y poner la gracia bajo el microscopio, pero, principal y singularmente, su secreto es una característica de una fuerza fabulosa: el autor ha conocido la lengua catalana.
Fui iniciado en estos misterios del humor leyendo el artículo El ironista catalán, escrito en el 2007 por Ucelay-da Cal (que es un Enric) para Revista de Libros y, que al hilo de una recensión que acometía sobre un libro de Pla, colaba de matute la afirmación indiscutible de ciertas peculiaridades ‘catalanas’ y ‘ampurdanesas’ apreciables de las letras del terruño; signos inapelables que le llevaba a husmear concetos sublimes, como el ‘humor catalán’, el ‘articulista catalán’, el ‘punto de vista catalán’, el “malicioso estilo catalán de conversación”, el ‘catalán profesional’, el ‘espíritu burlón del catalán’… a más a más.
Y con esta sucesión de tipismos no es extraño que nos saliera el hombre con la socorrida comparación catalana, o ‘momento arcadi’ al hablar de la escritura de Pla: “siempre con el genio de la lengua, que se vuelve, cual cola de escorpión y pica, una y otra vez”. Quiá! el movimiento escorpionista catalán llamando a las puertas de nuestro querido ironista. Porque, señores, este genio de la lengua no es otro que el genio propio que habita dentro del idioma catalán (¡y el derecho al genio propio!). Y el ‘genio de la lengua catalana’ que el autor destapa es una suerte de cualidades generadas por las propias palabras, descubrimiento que debería llenar de gozo a todos sus hilarantes usuarios. Y es que vivir en Cataluña debe ser un no parar de reír, a la vista de las afirmaciones del Ucelay, pues el la lengua catalana portadora de una propensión extraordinaria al sarcasmo -“el gusto por la befa irónica surge de cada símil o metáfora”- y ello merced a que “la lengua goza de una aguda precisión descriptiva, que la predispone a redondear cualquier tipo de narración, sea creativa o analítica: comparen, si no, la diferencia entre ser ‘leído’ y ser lletraferit." Bueno, el desbarre alcanza otras cotas magníficas, pero hasta aquí quería llegar.
Pla, el mejor discípulo moderno de Montaigne, según Felix de Azúa, seguramente no habría pasado por alto el ejemplo de Ucelay, pues es lógico suponer que habría leído el párrafo de los Ensayos que les voy a transcribir a continuación. Tengo que avisar que este párrafo se encuentra, en alguna oscura traducción, en el capítulo XXIV, libro I, con el título, adrede, Del pedantismo, mientras que en la edición de Cátedra B. Aúrea habrá que buscarlo en el capítulo XXV que lleva el título de Del Magisterio. A saber capítulo y título en la nueva edición de Acantilado y cómo diablos ha quedado el texto. Aventuremos que incluso es posible una solución transaccional, a la vista de este ejemplar de la primera edición de 1580. Pero, a lo que vamos, que el texto guardará algún parecido con éste:
«El sencillo habitante del Perigord llama con mucha gracia lettreferits a esos sabios de pacotilla, algo así como si dijerais lettre-ferus, es decir, aquellos a los que las letras han dado un martillazo. En verdad que a menudo parece que han perdido hasta el sentido común. Pues al campesino y el zapatero los vemos seguir sencilla e ingenuamente su camino, hablando de lo que conocen; aquéllos por querer elevarse y armarse de ese saber que sobrenada en la superficie de su cerebro, enrédanse embrollándose sin cesar. Se les escapan hermosas palabras, mas que las ordene otro. Conocen bien a Galeno, mas no al enfermo. Os llenan la cabeza de leyes, cuando no han entendido el meollo de la cuestión. Saben la teoría de todo; buscad al que la ponga en práctica.»
Y uno con estas cosas al fin descubre el Mediterráneo, que ya estaba todo dicho y advertido, para variar.
Por cierto, la edición de Acantilado –todo a un clic de google, por supuesto- con “el magnífico prólogo de Antoine Compagnon” (les sonará Compagnon, sí, el amigo de los Nuños) que dice Quiñonero, se basa en un texto que, como nos cuentan aquí (pág. 33), y ya se venía observando desde el siglo XVIII, no reproducía con exactitud la obra de Montaigne. Sorprendentemente, parece que en los últimos diez años los editores han cambiado la opinión sostenida desde hace unos siglillos, cuando se sospechaba que debía ser la última corrección de la obra realizada por Montaigne, con sus tachaduras y acotaciones manuscritas al margen, el texto de referencia. Según nos explicaba Otilia López el problema con este texto, llamado Ejemplar de Burdeos, es insoluble. Al parecer está incompleto en algunos fragmentos y se han perdido frases y palabras. Lo que no obsta a que en Internet encontremos trabajos espectaculares, como el proyecto emprendido por la Universidad de Chicago, donde se examinan varias de sus ediciones junto con las correcciones del autor, trabajos que nos auguran un ansia infinita de ediciones definitivas para los próximos milenios. Y eso sin meternos en la salsa de las traducciones, claro.
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