El día que lo visité por primera vez, en Febrero de 1994, nevaba de forma inmisericorde. A la hora del lunch, trajeados ejecutivos de la industria de confección lanera se arrimaban a la barra, codo con codo con enormes, colorados representantes de la más genuina working class inglesa; al mismo tiempo, algunos miembros del claustro universitario, tópicamente vestidos con chaquetas de tweed, descoloridos jerseys y corbatas con los colores de Oxford, Durham o el King’s College, bebían su pinta de Black Sheep, Director’s o Double Diamond. El meódromo del Fighting merecería una instantánea: como en muchos otros pubs, carece de tazas individuales y dispone, en cambio, de un corrido, largo artefacto de aluminio, con chorritos de agua a cada yarda, donde los caballeros se alivian sin posibilidad alguna de intimidad o protección visual de los respectivos aparatos. Y allí verás, sacudiéndosela con cuidado, a toda la variegata tribu de pobladores que hacen del pub una plaza pública, un ágora infinita mareando sobre las mejores corrientes cerveceras del Reino Unido. La decoración interior, austera, la componen fotografías de hermosos Golden y Labrador Retrievers que han ganado diversos premios como perros-guía para ciegos. Los propietarios del pub patrocinan a una asociación de criadores y entrenadores de tan beatíficos animales y conceden todo tipo de galardones: al más listo, al más dócil, al más rápido…
Tras la sinuosa barra, tres o cuatro bartenders se afanan en servir y cobrar lo más rápidamente posible. Si deseas comer algo (white or brown bread?), te dan un papelito con el número correspondiente a tu comanda y, luego, aparece Doreen con varios platos y cuencos en sus poderosos brazos, tan pelirrojamente pecosos como sólo pueden serlo los brazos de una yorkish de varias generaciones, literalmente gritando el número correspondiente en un inglés que no se aprende en ninguna Escuela Oficial de Idiomas. Y, entonces, desaparece el frío y no queda más remedio que pedir una segunda pinta, ya que la primera se habrá consumido en la espera. Allí está. En un cuenco gris granito, con un hermoso color anaranjado, el Chili con Carne.
Para elaborar este plato con el secreto de Doreen, dispondrás de buena carne de cordero (de cordero, sí, no de vacuno: ahí está el fet diferencial, la madre del susodicho ovino) que habrás picado –con la inestimable colaboración del robot o de la miniprimer– un momento antes. Sofríe media cebolla cortada por lo menudo y, cuando comience a hacerse, añade el cordero picado. Dale una vueltecilla y, así que el color rojo comienza a desaparecer, pon en la cacerola un majado de ajo, orégano (poquito) y cayena. Sofríe un poco más, mezcla bien, y cúbrelo con tomate natural triturado. Entonces, pon unas judías pintas que hagan un fifty-fifty con el resto. Estas judías pintas pueden ser (¡son, de hecho!) de bote. Evitarás así largas cocciones, que arruinarían el cordero y, sobre todo, postprandiales males mayores en forma de gases infectos. Mezclado bien todo el guiso, añade un poco de agua y una generosa ración de salsa Worcester de Lea & Perrins. En unos quince minutos de ebullición a fuego lento estará listo el quitafríos. Para acompañar, cerveza. Inglesa, a poder ser. Se encuentra fácilmente en cualquier lado. Yo suelo comprar Boddington’s (The cream of Manchester) que viene en latas de una pinta dotadas de un dispositivo interno (un pequeño depósito de nitrógeno gaseoso) para darle la característica espuma permanente de la hand-pulled beer. No es lo mismo, claro, pero lo parece.
(Escrito por Protactínio)
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