En los cerca de seis años que llevo en esta carrera de obstáculos que llaman internet, ya he brincado la valla de los salones de chat, la del apasionamiento en la administración y participación de/en foros; me he merendado la amistad hecha piña de aquellos primeros tiempos y por comerme, hasta me zampé los huevos que me tiraron mis trolls. En cuestión de amores, empezando por las tapias más bajitas del chulo de malas artes hasta las más altas, el escalofriante murallón del señor casado, ya conozco casi todo el ramillete de ofertas, riesgos y consecuencias emocionales. He tenido enormes admiradores y tenaces detractores, amigos, amigas, conocidos, conocidas, amantes, parejas, un sinfín de momentos dotados de una hermosura que fuera de este indeterminable entorno jamás hubiera disfrutado, preciosas declaraciones, juegos, derrames dialécticos, enfrentamientos verbales, calentones mayúsculos, momentos de gran lucimiento personal y sí, mucha risa (ya sabemos las facilidades que para según qué cosas, nos brinda la palabra escrita). Se puede decir que mi experiencia no ha estado mal, que la carrera ha sido una cosa... bien.
Pues después de todo cuanto nació, se reprodujo y murió en la red, deduzco que esa capacidad para extendernos, sin fronteras, más allá de nuestro domicilio, práctica a la que llaman globalización y que se desentraña entre los cuatro costados del monitor, consigue alienarnos a una completa ausencia de materia a la que, además, asistimos maravillados tanto de las bondades como de los milagros de la tecnología.
Sobones:
A pesar de esto (ver párrafo anterior), se presentan ocasiones para saltarse todas las barreras físicas y al fin, conocerse. Pero conocer a aquéllos con los que has intercambiado alguna línea (e incluso un bingo), no implica tener que tocarse. Y mucho menos sobarse. ¡Y mucho menos meterse mano! A mí, por ejemplo, no me gusta que me toquen. Entiéndase, no me gusta que me toquen los desconocidos. Natural. No me gusta que me llamen cariño, ni guapa, ni chica cuando me atienden en una compra. Me resulta especialmente molesto descolgar el teléfono y escuchar la pregunta, ¿es usted la señora de la casa? Para que inmediatamente después, se me pregunte el nombre de pila con la ignominiosa intención de empezar a tutearme. Aborrezco a las dependientas que irrumpen en los probadores aunque el tiempo transcurrido haga evidente que no hay probabilidad alguna de encontrarte con la prenda puesta (llevándose la palma en este sentido las de las lencerías, que sin mediar presentación alguna te tocan, te ajustan un tanga o te recolocan armónicamente las tetas). Pero es que tampoco me gusta que me tuteen los camareros y por supuesto, prefiero estrechar la mano que dar dos besos al primero que se presenta. Es una cuestión de respeto, de respeto al espacio vital de los demás. No me gustan las personas que sabiendo perfectamente que no hay confianza suficiente, te ponen la mano en un brazo, o te acarician un hombro mientras te hablan. Mira, no.
Los desconocidos son desconocidos precisamente por su condición de no conocidos, y cuando alguien no es conocido no puede, no debe, el primer día que se pone ante tus barbas, permitirse invadir tu espacio vital. Y no es una manía mía, ni un capricho, ni patológico, no tiene nada que ver con edad, ni con las muchas o pocas ganas de tratar con los demás. Sin justificarme más allá de esta línea, a mí me gusta la gente, así, incluso a bulto. Esto no tiene nada que ver con eso, es un problema de miopía. Esto es que la gente no ve la raya, narices. Pero la hay. Vaya si la hay. Y de lo que más hay, es tiempo para saltársela, dejar de verla y olvidarla cuando hay ya razones para ello. Y entonces sí. Entonces es una delicia tocarse.
Melón de alberca:
La necesidad que tienen algunas personas de que les aclaren estos conceptos básicos es a estas alturas, imperiosa. Porque ojo, hay quien precisa que se le coja con pinzas y se le meta en un baño de claridad, así, así, con varios aclarados. Los hay que confunden los términos, que confunden los fines, los propósitos, las personas, los lugares. Los hay en definitiva, que no saben manejarse y se mueven como elefante en cacharrería bajo la atenta y descojonada mirada de quienes les observan, sin acabar de enterarse, ajenos a sus torpezas y al tremendo papelón que están haciendo, de la penita que despierta verles patinar y patinar, sin solución de continuidad. Aquí, en este caso, la sinceridad se convierte en una labor humanitaria. Cristiana, incluso. No hay nadie con un corazón en el pecho que vea a otro ser humano hundirse en estos barrizales y que le prive de una mano auxiliadora. Que no es eso.
En la mayoría de estos casos es fundamental contar con un receptor con ojos y orejas. Captar las señales de aviso y derivarlas al terreno de lo útil es fundamental. Los hay que no cogen una, ni al vuelo. Y siguen a lo suyo. Dando el cante a la vista de todos y haciendo a estos desear arrancarse un brazo para darse con él en la cabeza, antes que seguir contemplando tan triste panorama. Tan pocas luces. De estos personajes, auténticos torpes elevados a la enésima potencia —a los que un profesional de la salud mental, con diez segundos de observación podría apellidar más ampliamente— puede esperarse cualquier extremo. Con un poco de suerte derivan en un torpón vocacional: un pato (todos tenemos alguno en la familia, pero inaccesibles al desaliento, seguimos dándoles oportunidades una navidad tras otra pidiéndoles por favor y que con mucho cuidado, lleven la fuente de pavo al curry a la mesa). Y en otras, con peor suerte y algo más de empeño: en un gilipollas. Los gilipollas aprovechan su torpeza para además, engalanarse con fechorías del tipo pues ahora te vas a enterar, con falsete de voz, que ellos mismos ven convertidas en medallitas, que válgame, se cuelgan ¡pam! como aquel mago, ¡ah, sí! el Magic Andreu, que no tenía ningún pudor. Son más previsibles que un semáforo y es mejor dejarlos a su aire porque en el pecado llevan la penitencia, y además, ¡qué leches! que les den.
At last, entre el pato vocacional y el gilipollas galopante hay una última categoría (¿a que lo bueno siempre se hace esperar?). A esta postrera la vamos a bautizar con el bonito nombre de: melón de alberca.
El melón de alberca (detrás mío comienzan a pasar las diapositivas del espécimen, no quiten ojo) suele moverse por el ámbito de las internetes como pez en el agua. Hace uso del anonimato para, creyéndose más listo que Josele (que como todo el mundo sabe, era "pato" raso), intentar batir todos los récords de permanencia y en muchas ocasiones lograrlo, con puntas de hasta veinticinco horas diarias; no sólo con un nombre, no, a veces con varios. A la hora que te asomes está. Flamante. Dispuesto. Con ganas de seguir metiéndola y quedarse más ancho que largo. Con la extraña manía, además, de creerse baladíes de una justicia personal y una venganza merecida que enciende el pelo, por absurda. Y se le deja, y va haciendo, y sigue, y dura, y dura, y dura. Y tan ricamente, se va sumergiendo en la red un poco cada día, un poquito y otro poquito detrás hasta que consigue tejer una red de seguidores: los primeros devotos de su profeta (lo que también les termina calificando a ellos) y los segundos, más numerosos, pendientes de sus melonadas para ver hasta donde es capaz de llegar precisamente porque haciéndose daño a sí mismo, no hace daño a nadie, y tiene su aquel pillarle en los renuncios. Y en fin, dicen aquellos, mientras sólo sea esto... Y hasta ahí. Lo malo viene cuando meten la pezuña en las cosas del resto, entonces sí. Entonces la sinceridad no sólo se convierte en imprescindible sino que, por increíble que parezca y como ya se dijo al principio, dejando a un lado el alivio o el placer añadido que suponga, es una labor humanitaria. Si se deja a su aire a este melón de alberca, lo más probable es que llegue a unos peligrosos niveles que después sólo se curan en la farmacia. Cuidado. Y claro, los testigos están en la obligación de echar un cable, del tipo que sea, para intentar derramar algo de cordura sobre el asunto, ya torcidísimo y muy decadente, que el melón de alberca tiene a bien denominar, su hábitat.
Pero el melón de alberca es cerril y cabezón. Si hay algo que caracteriza al melón de alberca es que es capaz de seguir en sus trece hasta que la misma cabezonería le lleve al siguiente nivel. Por eso igual que se dice antes que cocinero, fui fraile, muchos gilipollas dicen que antes de ser lo que son, fueron melones de alberca. En su tozudez, ya no son capaces de discernir entre las cosas más lógicas, ni entre el ridículo más espantoso, ni siquiera para caer en las mandíbulas asombradas y caídas de sus espectadores. Y ahí van, victoriosos y más listos que Josele (el pato raso), además dándoselas de suficientes, y repartiendo así, con un juego de muñeca que para sí lo quisiera un masturbador profesional. ¡No hombre no! A éstos, cuando creen estar jorobando lo que hay que hacer es coger una buena sartén en forma de alegato, y darles en la cocorota además, recién comido. Es decir, con ganas. ¡Doing! Y si hace falta otra vez, y otra, ¡doing y doing! y así hasta que sean capaces de decir veo la luz, y con ella, la esperada llegada de su salvadora: la vida ajena a la red, que parece mentira, pero está llena de agendas, de trabajos, de cosas que realmente sí importan, de responsabilidades desatendidas, de horas y horas de esforzada tarea y de, por qué no decirlo, de familiares a los que les va a encantar ver a sus melones de alberca, volver a casa por Navidad.
La súper-cotilla:
Bien, poco importa, no hay que sobredimensionar porque cada cual tiene que ser consciente de cual es su sitio y honrarlo, respetarlo y cuidarlo hasta el fin de sus días. Así que para purgar agonías e ir suavizando el traque, centrémonos finalmente en la figura de la heroína súper-cotilla, que también es de mucha miga:
La heroína súper-cotilla también tiene su hábitat en los foros cibernéticos. Los frecuenta, domina y acota con la misma precisión que una faja. No hay nada que escape a su control, cree conocer a todos cuantos hay en él y además, los deleita oportuna y periódicamente con alguna demostración de cariño —véase un besito, véase unas flores— para achicar el recorrido entre ordenador y ordenador y por qué no, para ir haciendo piña. Y tal. Destacar destaca poco, para qué vamos a decir otra cosa, aunque tenga sus momentos. Es gregaria, gris tirando a negra y bastante aburrida. Suele ir lamiéndole los mensajes e intenciones a los/las más brillantes que llegaron antes que ella (ojo, cáigase en la variable tiempo, porque tiene su importancia), y restregándose como gatita contra el lomo de los comunitarios varones que —ya importando poco o nada su antigüedad— se le pongan a tiro. Vamos, que la vocación de la súper-cotilla es ser pelota. Pelota con mayúsculas. Su principal amenaza, desencadenante de su otra cara: la loba esteparia, es la entrada o repentina presencia de nuevos valores (si son femeninos ya clávese rodilla en tierra y récese lo que se sepa) porque las incorporaciones no le gustan. Suponen cambios. Los cambios acarrean consecuencias y repercuten en su entorno. La súper-cotilla lo pasa mal. Teme las novedades, la desestabilizan emocionalmente, y cuando se ve inmersa en alguna se la puede ver dando palos de ciego, aquí, allá, acullá, golpeando sin discriminar, en una actitud que recuerda a un globo pinchado dando bandazos de pared a pared hasta acabar en el suelo.
La súper-cotilla puede, ya lo hemos visto, transformarse en loba esteparia siempre por motivos ajenos a su voluntad (jamás por devoción ni por carácter, sino empujada por la urgencia de los acontecimientos; humildísima portadora de una verdad que no se extingue), y así, se cree cualquier cosa dicha por cualquier boca, detecta la mala intención con una soltura digna de mejor causa, ve afrentas bajo todas las alfombras y no teme quedar con el culo al aire arriesgando a dejar entrever su clarividente ingenio a las primeras, medias y últimas de cambio. Ahí queda eso, y a quien yo se lo dé, san Pedro se lo bendiga, ¡viva mi juego de muñeca, y ándale, ándale, ándale! La loba no teme al desaliento, jamás retrocederá ni para tomar impulso y mucho menos para recapacitar. Porque vamos a ver, ¿de qué valdría comprobar las certezas que atesora? ¿No le cabe en el bolso el beneficio de la duda? Pues sépase que no, es mucho mejor equivocarse a la alza que anclarse a la baja, y aunque más dura será la caída, en el entretanto se gana el favor de sus comunitarios modelos, que dicho sea de paso, deberían preocuparle más, tanto en el fondo como en las formas. Tanto como su propio ombligo.
(…)
Y es que la vida (incluyo la cibernética por razones del todo obvias) es algo más que mantenerse, que durar. Es caerse, arrodillarse, hostiarse, creerse muerto. La vida está llena de golpes que dañan y que hacen dudar. Repleta de momentos donde uno quisiera no estar en su pellejo y tomar el del primero que se le cruce. Hay cantidad, pero cantidad de circunstancias en las que sería mejor cerrar los ojos y descansar para no pensar, para acallar a la voz que llevamos dentro. La vida es de común muy puta. Pero si hay algo que sí tiene, es que a pesar del destino y de lo que nos depara, nos da cierto margen para tomar las riendas y poder decidir qué, quién, cuánto, cómo, cuándo. Por eso hay que saber, es importante saber, que por muy mal que parezca que hacemos hoy las cosas, hay una oportunidad para hacerlas más dignamente. Oportunidad que no caduca. Que está ahí. Quieta. A veces llamando a nuestra puerta a gritos y otras, saliendo por detrás de todas las cosas y las personas haciéndonos guiños. Desesperados o juguetones. Guiños. De ahí que los académicos de la Brigàta Moràle que aquí inicia su andadura, se vayan a encargar de velar por limpiar, fijar y dar esplendor a estos guiños, hoy en forma de retratos, para que ustedes, ay lamentables peatones, no dejen de aspirar a la Excelencia. O en su defecto, a una bocanada de aire fresco.
Etiquetas: Faustine de Morel
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