(Por favor, los no interesados practiquen el salto masai)
Para el marqués y otros médicos del Nickjournal.
La consulta
Miguel Torga
Fue algo extraño e inesperado aquella consulta. El día había ido pasando de manera monótona hasta ese momento, con casos banales, cotidianos, y con pacientes que no presentaban mayor interés que el de su enfermedad y sus sufrimientos.
Un pardo manto de monotonía cubría cada presencia nueva con la condena al anonimato y la imagen de los actores del drama se borraba tras las palabras de despedida:
--Buenas tardes.
--Buenas tardes.
Nada más. Allí se habían abierto en confidencias, en lágrimas incluso, mostrando sus vergüenzas y sus miserias. Pero el pozo de la uniformidad se lo tragaba todo y las horas se arrastraban con un sopor pesado, mientras la luz cruda del sol intensificaba la desolación esterilizada y blancuzca del mobiliario.
--¿Le digo al enfermo que entre? --le preguntaba la empleada, como una autómata, tan pálida y tiesa en su bata almidonada que parecía haber recibido también ella una capa de pintura blanca.
--Sí.
Y era una ficha más, con un nombre, una profesión, un domicilio y una lista de dolores y desgracias.
La sala de espera se quedó finalmente vacía, y el humo de un cigarro triste empezó a llenar su descanso. Insípido.
¡Curar! Recetar triaca hoy, sulfamidas mañana, penicilina más tarde, y, a final de cuentas... ¡Que Dios le librase de que sus pacientes llegasen a adivinar siquiera su escepticismo!
No había terminado aún su meditación , cuando de nuevo la voz de la enfermera recomenzó su letanía:
--¿Le digo al enfermo que entre?
--Sí.
Era una extranjera. Joven, esbelta, rubia, le saludó con una gracia discreta, y se sentó en la silla que él le ofreció, olvidándose enseguida de sus dos piernas inquietas que se pusieron a vivir por su cuenta con una alegría limpia y ágil. Su cabello sedoso le caía sobre los hombros con la amplia voluptuosidad de un copo de lino abierto, y sus ojos, de un verde de agua, estaban fijos en él, escrutadores y confiados al mismo tiempo. Muy femenina, era toda ella una armonía de colores y de formas. El tono de su piel combinaba insensiblemente con el amarillo tostado de su blusa, y las líneas de su cuerpo se dejaban adivinar fielmente en el corte decidido de la falda.
Él mismo, habitualmente tan profesional y tan técnico, se sorprendía de que sus ojos observaran estos detalles. Y se apresuró a desviar su atención.
--Bien. Tenga la bondad de decirme...
Ella empezó entonces a contarle su historia clínica con una precisión matemática. El momento de su primera menstruación, las vicisitudes de una caverna en el pulmón derecho, la evolución favorable de una fiebres tifoideas. Por último, describió los síntomas de su actual mal.
Y él la escuchaba atento, siguiendo objetivamente su caso, y viviendo aquel espectáculo súbito y maravilloso. De un lugar lejano y desconocido de este mundo le llegaba una muchachita hermosa, le contaba su vida íntima, fisiológica y, a petición suya, estaba comenzando incluso a desnudarse ante él, sin miedo, como si estuviese frente al sol, frente al mar, o frente a cualquier otra fuerza limpia de la naturaleza a la que se entregase en paz un cuerpo necesitado de salud.
--Vamos a ver entonces...
Se acercó a ella como atraído por una llamada redentora. Pisaba la alfombra roja y azul y le parecía que sus pies iban sobre una nube en busca de un mundo nuevo.
Empezó a auscultarla. Tocaba su piel suave, retiraba la cortina de su cabello, presionaba sus senos redondos y llenos con el estetoscopio. ¡Y todo era inefable, puro, fantástico y real al mismo tiempo!
La empleada entró a coger del aparador de las muestras una medicina cualquiera, ajena como siempre a lo que sucedía. Sabía que él, con la bata puesta, era lo mismo que un monje con su hábito. Los once años que llevaba allí le habían desgastado los colores del rostro y la gracia del alma. Se había integrado en la blancura de los diagnósticos, en la sequedad de las órdenes, solidaria con la función alta y sobrehumana de su patrón. Y precisamente por eso, porque en aquel momento él no se sentía a la altura de ese pacto, la vio salir con alivio, tras haber intentado saber por su rostro si había sorprendido su emoción.
Los latidos de un corazón apresurado llegaban a sus oídos atentos por los tubos del aparato. Se notaba un segundo ruido ligeramente lento, que no tenía ninguna importancia. Lo que realmente contaba era el hecho extraordinario y banal de estar oyendo el palpitar secreto de una vida, de estar acompañando, con la mano en la muñeca de la joven, el ritmo caliente de la sangre que le corría por las venas.
--No respire ahora...
Auqel jadeo amplio y lento desapareció, y se precisó más la infatigable obstinación que palpitaba en el lado izquierdo, en el borde de la sexta costilla. Un pequeño músculo, pero que llenaba de vida todo un cuerpo y que con un único latido podría quizás hacer la felicidad de alguien...
--Ya puede respirar normalmente...
Un pco fatigada por el esfuerzo, pero vigilante, le preguntó:
--¿Me ha encontrado algo?
--Nada.
Y esta respuesta le dio también a él una íntima y voluptuosa alegría.
Después le tomó la tensión, y la pequeña aguja del manómetro que tantas veces había oscilado ante sus ojos le parecía ahora mágica, sorprendente, posesa del magnetismo hechicero que la movía y que hacía de ella el fuego mismo de un misterio.
--Máxima doce y medio --consiguió decir.
Su propia voz le sonó mal en sus oídos. ¡Lo que le faltaba! Y se mortificó insistiendo.
--Le está molestando, ¿no? Lo siento...
Su mano y su antebrazo estaban amoratados por la presión. Repitió, no obstante, la prueba.
--No hay duda, es eso. Máxima doce y medio.
Aflojó el manguito del esfigmomanómetro y se quedó mirando un instante la marca que la lona había dejado en su piel blanca. Estuvo a punto de enternecerse pero reaccionó.
--Tenga la bondad... Quiero hacerle una radioscopia. ¡No debe de tener nada! Pero de todas formas...
Entraron los dos en la sala de rayos guiados únicamente por una luz velada y azul. Ella iba medio desnuda, pero natural, sin miedo, hecha a la idea de que él era tan neutro y tan útil como los aparatos que manejaba. Y como para convencerla más, las manos del médico, desanimadas, descolgaron el delantal de plomo profesional, y cubrieron, todavía más, de inexpugnable pureza, su personal función.
--Súbase aquí, haga el favor. Cuidado con la cabeza...
Sin querer, iba repitiendo las palabras habituales del oficio. Dentro de él no había posibilidad de fusión entre lo emotivo y lo rutinario.
Ágil, la muchacha subió el escalón, y la pantalla la partió a la mitad, igual que esas mujeres de las ferias que quedan hechas pedazos por arte de magia. El médico nunca se había fijado en este detalle. Y enrojeció al darse cuenta de que sus sentidos lo traicionaban al hacer que se interesara por una realidad que toda ética prohibía. No. No tenía derecho a cruzar la línea que separaba el sembrado profesional del baldío emocional... sus dedos, sin embargo, ya habían apretado el botón de la luz.
Como por encanto, toda ella se perdió súbitamente en la oscuridad, en el limbo de una incertidumbre que así era más completa.
¡Qué curiosos, el silencio y la intimidad en que se encontraban! ¿Cómo se llamaría el perfume que la muchacha llevaba?
Ante este pensamiento se estremeció. El médico y el hombre se sucedían en él brusca y continuamente. Y, dado que el hombre seexcedía, el médico conectó apresuradamente el aparato.
El cuadrado en que se concentraba la vida del fantasma a que la paciente había quedado reducida en aquel momento, estaba ahora ante sus ojos rigurosos y deslumbrados. La imagen era vieja y requetevieja en su memoria. Un tórax. Una fotografía que desde su época de universitario veía a todas horas, allí, en los libros o en el negatoscopio, y que era siempre la misma, a pesar de las posibles variaciones. Los bronquios, la pleura, el campo pulmonar... No obstante, sus ojos seguían fascinados por la sorpresa. ¡Qué maravilloso espectáculo era verla por dentro, poder tocar con la mano el calor de su misma vida!
Indisciplinados, sus dedos se pusieron entonces a acariciar las sombras de la ilusión. Y cuando su piel sintió el cristal, el médico, indignado, protestó.
--Respire hondo.
La sombra de la parrilla costal se perfiló, la curva del diafragma se acható y, al fondo, una callejuela estrecha se iluminó de repente. A la izquierda, una masa apretada latía acompasadamente. Era el corazón.
¡Su corazón! ¿Por quién palpitaría?
--Tenga la bondad de toser...
Las zonas blancas se ampliaron, aquel músculo compacto aceleró su marcha, y, después todo recobró su ritmo inicial.
--Otra vez, haga el favor...
Nuevo cataclismo, nuevos resplandores, y la paz otra vez.
--Vuélvase de espalda!
Le tocó delicadamente las caderas, le ayudó a darse la vuelta, centró y conectó nuevamente el aparato.
En la posición ahora adoptada, sus senos ya no hacían esa sombra que tanto había perturbado su anterior reconocimiento. Ya no le hacía falta disculparse, levantárselos directamente, para sufrir después el desengaño que había sufrido. Impenitente, ansiosa, su mano se había deslizado por debajo de la pantalla. Al contacto con aquella carne redonda y palpitante, sus nervios habían transmitido a sus sentidos un mensaje perturbador y culpable. Pero sus ojos, del lado de acá de la pantalla, habían visto con desilusión que se trataba de la pesadilla de cinco falanges separadas.
--Tosa...
La caverna había cicatrizado, la ventilación era normal, no presentaba adherencias.
--Muy bien. Puede vestirse.
La miró con ternura y no pudo evitar que la ironía del destino lo hiriese. Mientras se desabrochaba las correas y se deshacía del delantal protector, recobrando así su condición de hombre natural, sin aquella especie de cinturón de castidad que lo ataba, ella se revestía con toda su armadura de mujer, desde la blusa con que tapó los tirantes indiscretos de la combinación hasta el polvo de arroz con que recubrió las pequeñas imperfecciones de su rostro.
Y un desánimo extraño empezó a invadirlo. El caso clínico estaba solucionado, podía volver a ser un animal de sentimientos, ya no había nada que le impidiera dejar crecer dentro de él el brote espontáneo de una seducción. Y, sin embargo, le era imposible ir más allá del motivo de este encuentro y forzar el curso normal de las cosas. Sus propias palabras se encargaban de actuar como un antídoto del sortilegio.
--¡Dígame, doctor!
--En los pulmones no tiene nada. Y lo demás no tiene ninguna importancia. Perturbaciones funcionales, muy frecuentes en personas sensibles...
--¡Quiero que me diga la verdad!
--Créame usted, le estoy hablando con toda franqueza...
--¡Qué bien! Tenía un miedo...
La gracia infantil de su respuesta le llenó por un momento de una esperanza absurda. Desgraciadamente, él ya había terminado de lavarse y ella estaba cada vez más distraída y distante. Había llegado hasta él traída por el destino. A lo mejor le había dado incluso la enfermedad inicial para que él pudiese conocerla algún día, y, dentro de nada, desaparecería en el mar de la vida, estúpida e inexorablemente. Unos instantes más, y bajaría la escalera y se sumiría en la calle para siempre.
--Pues puede estar tranquila...
La miró con desesperación.
Estaba otra vez tan extraña y sugestiva como había entrado, sentada en lamisma silla de antes, y olvidándose de nuevo de aquellas piernas locas que jugueteaban consigo mismas. La empleada abrió otra vez la puerta, neutra, enteramente ajena a su tempestad secreta. Fue a la habitación interior, volvió y salió con toda corrección.
--Voy a mandarle unas gotas...
Le hizo la receta, le recomendó ciertos cuidados, le habló de perturbaciones endocrinas y de metabolismo, con una voz cálida, que salía de su pecho llena de emoción, pero que ella, naturalmente, oía como el simple soplo de una brisa pura.
¿Qué problemas tendría, qué hombre la poseería un día, qué estaría haciendo allí y a dónde iría?
Era soltero, ninguna otra mujer le había inquietado tanto en su vida, y quizás debiera agarrarse ahora a esa tabla de salvación que la casualidad le estaba ofreciendo... Pero iba a perderla en seguida y sin remisión.
--Si se quedara aquí algún tiempo, volvíamos a hacer otro reconocimiento dentro de unos meses... Solamente por una cuestión de tranquilidad...
--Me voy mañana...
--¡Ah! ¿Sí? Bueno, tampoco es necesario... sus pulmones están bien, además, en otro sitio cualquiera puede verla un médico. Ya le digo que puede estar tranquila... De todos modos le conviene vigilar de vez en cuando su estado general... Y tomar algún reconstituyente. Calcio, vitaminas.
Deseaba retenerla el mayor tiempo posible, pero también procuraba que sus palabras se redujesen a lo que a ella estrictamente le interesaba.
Pero, ¿no le interesaría también a ella sentir que había venido a lanzar una piedra en la superficie tranquila y pesada de una vida?
No. En absoluto. Y por eso se levantó, le entregó la receta, hizo un leve gesto para indicar que la consulta había terminado, y ella, sonriendo, lo comprendió.
Se levantó a su vez, dueña de nuevo de aquellas dos piernas desobedientes, guardó el papel en su bolso de piel, que él violó con la velocidad de un relámpago y deseando aprovechar la última oportunidad de conocerla.
--¿Pago ahí fuera?
--Sí, por favor.
Ya no había remedio. Le era imposible detenerla un segundo más.
--Buenas tardes.
--Buenas tardes.
Aquel cuerpo flexible se onduló ante sus ojos atónitos y se volvió despacio hasta desaparecer totalmente.
Lo último que vio de ella fue un mechón de cabello, rubio, cálido, fino, que permaneció un instante, indeciso, junto al marco de la puerta.
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