Mi padrino, don Ramiro de la Concepción Hinojosa del Valle y Cienfuegos del Monte de Hesperus nació, creció y vivió en Matanzas (Cuba) y murió rodeado de sus numerosos sobrinos en “Los Frayles” un cortijo que perteneció a los Jesuitas pero que tuvo el buen juicio de adquirir en la desamortización de Madoz y que no está muy lejos del pueblo.
Fue la primera persona que contempló el Manto de Colón (no es que don Cristóbal perdiera allí su ropa: es el nombre de una formación geológica que presenta una superficie cristalizada y resplandeciente y tal magnificencia sólo era atribuible al mismísimo Colón) en las cuevas de Bellamar, que por si no lo sabéis están poco más o menos a unos cinco Km. del centro de Matanzas, cuando su mentor don Manuel Santos Parga le invitó a descender -era un chaval menudo y vivaz- amarrado a una cuerda por un estrecho agujero tras el que descubrió una sima de excepcional belleza: paredes y columnas de estalactitas recubiertas de cristales de roca de diversos colores, de allí le vino muy posiblemente su afición a las piedras brillantes.
De aquel hombre adelantado a su tiempo, pues no sólo puso en explotación turística las cuevas en una época en la que Varadero no era más que un estero infestado de mosquitos y sanguijuelas -según dicen lo sigue siendo- si bien ahora existe mayor variedad de vampiros, a los que se han agregado diversos tipos de sabandijas de variada condición, sino que además consiguió la nada despreciable hazaña de cobrarle la entrada a más de dos mil visitantes en menos de dos años y eso en una época en la que los coches eran de caballos y no había más agencias de viajes que tabernas, como ocurre ahora, lo cual tiene su mérito.
De ese hombre digo, aprendió que se puede hacer dinero con cualquier cosa que se tenga a mano, o incluso con las que no se tienen o incluso desaparecen. Sabed mis queridos sobrinos que la cueva apareció cuando don Manuel Santos extraía piedras calizas para convertirlas en cal y de repente se quedó literalmente sin cantera, pues el pequeño agujero por el que se introdujo mi padrino daba a una enorme cueva, un hueco monumental es lo que había.
En Brasil el emperador don Juan II tenía problemas más acuciantes respecto a su corona y patrimonio imperial y particular, algo que en ocasiones era difícil dilucidar con exactitud. El transporte de ingentes cantidades de dinero sin llamar mucho la atención se convirtió en una época de derrocamientos y revoluciones, de cambios, levantamientos, destronamientos y asonadas en una prioridad para una cierta parte de la sociedad poco acostumbrada a tener necesidades. Las joyas y las piedras preciosas sin talla tenían esa valiosa cualidad, algo que aprendió pronto y supo aún más pronto aprovechar. Tuvo contactos e incluso amistad con los destronados y destituidos más notorios de la época, pues su honradez sin tacha sólo era comparable a lo desorbitado de sus honorarios. El problema era no llamar la atención de los sufridos aduaneros que en la mayoría de los casos recaudaban para su pecunio particular -incluso de forma legal- parte del botín que lograban confiscar. Un inconveniente que podía resolverse, si llegaba el caso, mediante una hábil negociación.
Para no llamar la atención en lo pequeño, nada mejor que distraerla con lo grande y grande era la distracción que producía un rebaño de unas decenas de jovencitas alocadas entre las que nunca faltaba alguna especialmente distraída.
En definitiva supo aprovechar la existencia de una creciente demanda social entre la burguesía europea y americana de finales del XIX y principios del XX de transporte de pequeños objetos valiosos, y también de mulatas brasileñas y cubanas -que ya en aquellos tiempos arrastraban cierta fama de casquivanas- para surtir ese mercado, por una parte de medios de transporte seguros y fiables y de magníficos ejemplares de mujeres y hombres jóvenes cuyo destino declarado era el “servicio doméstico”, curiosamente eran los varones, normalmente alejados de estos menesteres, quienes comenzaron a sentir un inusitado interés por tales asuntos.
Mi padrino era un hombre rico que en la época de huracanes (le aterrorizaban) venía a visitarnos al pueblo. Todos los años. Desembarcaba unas veces en Cádiz y otras en Lisboa con un séquito de ocho o diez imponentes negros vestidos de librea y una cincuentena larga de esculturales mulatas sarará de piel clara, ligeramente pecosas y pelo dorado, o cuarteronas de piel tostada y maneras exquisitas, tal como se estilaba en las grandes propiedades desde Alabama hasta la Pampa. Por lo demás algunas de ellas tenían una gran disposición al desarrollo de nuevas habilidades algo a lo que estaban dispuestos dedicar sus dineros y sus esfuerzos un considerable número de señores que competían para conseguir completar sus bien nutridos cuerpos de casa, con aquellos otros cuerpos de belleza exótica.
Una vez colocada la mercancía nos visitaba, permanecía un par de semanas con nosotros, su familia y continuaba viaje para seguir atendiendo sus negocios después de colmarnos a todos de regalos. Aprovechando su estancia en la feliz ocasión de mi nacimiento, tuvo lugar mi apadrinamiento, hace ya, justo es decirlo, algunos años.
Mis tías Anunciación y Visitación, mellizas, solteras y benditas más que beatas, presumían de la buena laya de mi padrino, que nunca dejaba pasar un año sin visitarnos. Las pobres nunca sospecharon que su hermano era conocido en los mejores prostíbulos desde Pernambuco a París, donde ponía fin a sus correrías tras todo un verano de francachelas y jaranas. Don Ramiro de la Concepción en realidad venía a Europa a colocar la mercancía que traía de América y luego a probar el género que más tarde facturaba en dirección a sus negocios de ultramar, con parecidas trazas de moralidad.
De mi padrino heredé, además de nombre y apellido, una sensibilidad especial a la hora de descubrir habilidades ocultas en las personas, una cierta afición a las joyas y también una preciosa finca que adquirió con los frutos de su atribulado trabajo. Habrá, no digo que no, entre mis sobrinos alguno a quien le resulte casi repugnante o al menos poco ético disfrutar de un patrimonio obtenido de manera tan… digamos discutible, piénsese que asumo el papel que en la India desempeña la casta de los intocables: cargo sobre mis hombros la ignominia y la vergüenza y eximo al resto del mundo de semejante oprobio.
Oprobio que por cierto está dispuesto a asumir entre otros el obispado pues raro es el mes que no me hacen saber la cantidad de necesitados que podrían ser atendidos con las rentas de “Los Frayles”. Tampoco les supusieron dificultades de conciencia a quienes iniciaron un fallido expediente de expropiación forzosa en los 80 bajo el insólito epígrafe de finca manifiestamente mejorable. Cómo se va a mejorar una dehesa que da gusto verla si exceptuamos los alcornocales del valle de Tronchalcaides, ya casi completamente recuperados de cuando les prendieron fuego en los años 60, cuando el IRYDA se empeñaba en repoblarlo todo con eucaliptos.
Como podréis imaginar, mis queridos sobrinos, proporcionar viandas a tan variopintos acompañantes le hubiera supuesto a nuestro querido antepasado por una parte un cierto quebranto económico pues atender convenientemente las peculiaridades gastronómicas de sus chicas, cada una de una región con sus peculiaridades culinarias, era algo poco menos que imposible en aquellos tiempos, por eso recurrió a un conocido truco que empleamos todas las amas de casa cuando tenemos que alimentar a alguien que está desganado o tiene paladar exigente: la imprescindible, maravillosa, elegante, sorprendente, inevitable, exquisita, extraordinaria, apetitosa, deliciosa, delicada o contundente, pues de ambas maneras es posible oficiarla, ya digo, la inmarcesible, sutil o rotunda, modesta u orgullosa y sempiterna croqueta.
La croqueta contiene hidratos de carbono, grasas y proteínas, vitaminas, minerales y si no fuera por lo esforzado de su elaboración, serían el alimento perfecto; bueno y según asegura vuestro primo Protactinito, que sabe mucho de estas cosas, no lo son, el alimento perfecto, digo, porque ni contienen alcohol ni hay noticias de que las hayan logrado con sabor a “Gin Tonic de Pepino”.
Mi padrino utilizaba para su elaboración unas cantidades desmesuradas de ingredientes, pues necesitaba alimentos para un considerable número de comensales, además de una técnica un tanto especial que en casa no sólo seguimos hoy día sino que predicamos: la bechamel y los denominados tropezones han de unirse en el penúltimo momento con la bechamel casi fría. De esta forma el interior permanece blanco y apetitoso siempre, que luego no falta algún melindroso que al partirlas, algo que no debería hacerse a menos que se trate de un croquetón desmesurado, mire su interior y resuelva que la gama de color no se ajusta a sus convencionalismos gastronómicos.
Oficiar unas buenas croquetas tiene un par de secretos: El primero es que la harina ha de cocinarse y el segundo que la bechamel ha de estar clarita. No tanto como esas que ahora se llevan que son líquidas por dentro, sólo aptas para, en palabras de vuestro primo el marqués de Cubaslibres, “ser degustadas”.
Mi querido sobrino Goslum, presta atención que vas a aprender a oficiar un compendio de la sabiduría, de la ciencia y de…, de todo lo demás y me quedo corta.
La infraestructura necesaria es copiosa si seguimos la tradición y hacemos croquetas variadas pues necesitamos disponer de un plato para cada especialidad. Hoy nos conformaremos con hacerlas de pringá, de lomo, de queso y de bacalao.
Picamos en brunoise (muy fina) una cebolla y la pochamos con medio paquete de mantequilla a la que añadiremos una cucharada de aceite de oliva que ayudará a que no se queme aquella. Fuego lento. Ojito, que la cebolla debe quedar transparente y no consintáis que la mantequilla o la cebolla se quemen bajo pena de oprobio. Rayáis sobre la cebolla un poco de pimienta blanca y algo de nuez moscada, casi nada pues es muy aromática y enmascararía cualquier sutileza. Salamos con cierta prudencia porque a pesar de que ayuda a la cebolla a extraer sus jugos, el relleno previsto ya contiene sal y sería imperdonable que nos pasáramos. Posteriormente añadimos tres o cuatro cucharadas grandes de harina, una a una (grandes quiere decir con montaña).
Trabajad la harina para que se cocine con la cebolla, se formarán espantosos grumos, los cuales son muy capaces de echar a perder una bechamel, pero confiad en vuestra pericia y seguid adelante.
Cuanto menos harina más ligera la bechamel y mejor, pero más difícil de manipular. Comenzad con cuatro cucharadas y ya reduciréis al adquirir pericia.
Dispondremos de una botella de leche entera de litro y medio a temperatura ambiente, cuando digo entera quiero decir que no es desnatada ni nada por el estilo, pondremos un chorrito en el recipiente en el que hayamos trabajado la harina. Con cuidado para que no se pegue al fondo disolvéis los grumos poco a poco con la ayuda de una cuchara de madera. Incorporad más leche conforme necesitéis para la disolución completa de los grumos. Así haréis hasta completar el litro y medio, removed bien el fondo y los bordes, continuamente o se os pegará y sabrán a quemadas.
Con anterioridad habremos dispuesto en los platos hondos un picadillo de lomo de cerdo ibérico de bellota de cualquiera de las denominaciones de origen que os ofrezca suficiente confianza (que luego me mal interpretan con las calidades de los productos), otro con queso finamente cortado en cuadraditos muy pequeños si es tipo manchego D.O., o como buenamente podáis si es cremoso, en otro unas migas de bacalao (escocés o normando) desalado y salteado con unos ajos (de las Pedroñeras, por supuesto) y por último la pringá de un rico cocido a la que añadiremos unas hojitas de hierbabuena también muy picadita.
Una vez haya cocido bien la bechamel la dejaremos enfriar lo suficiente para que fluya y se mezcle con los distintos rellenos, pero sin amalgamarse con ellos y calentarlos, trabamos la mezcla delicadamente con un tenedor y esperamos a que se enfríe por completo. No tapar bajo ningún concepto, pues se condensarían unas gotas de vapor sobre la tapadera que podrían perjudicar notablemente el resultado de vuestros esfuerzos.
Una vez fríos los platos (tocadles el culo para comprobarlo, al cocinero no, al plato, que os conozco) los metéis en el congelador un buen rato. Es el momento de cortar una bolsa de plástico como si fuera una servilleta, necesitaremos dos piezas: una para la harina y otra para pan rallado.
El pan rallado industrial, ese que parece –quizás en algunos casos lo sea- el resultado del barrido de las instalaciones donde se molturó el pan sobrante, no es el más apropiado a menos que os guste el aroma a antimohos y antiapelmazante que le añaden para que se conserve “ligero” y “fresco”. Recomiendo rallar miga de pan candeal que se haya dejado secar bien.
Batiremos groseramente cuatro huevos y procederemos al moldeado de las croquetas. A mí personalmente me gustan con forma de balón de rugby, más finas por los extremos, por separarnos de las formas cilíndricas de las industriales. Hay que dejar bien claro desde el primer momento que se trata de otra cosa y muy distinta.
Dos cucharas hábilmente manejadas por las manos del oficiante darán la forma adecuada, primero la enharinaremos poniéndolas de una en una en el lecho de harina que reharemos tirando de los picos de la bolsa, la pasamos por huevo batido y al pan rallado.
Se freirán en aceite de oliva muy caliente y muy pocas cada vez para que no se abran y se vacíen.
El secreto de vuestro tío, porque en puridad la bechamel no contiene cebolla, consistía en sofreir ajos, cebollas y zanahorias finamente picados y colar la mantequilla ya impregnada de los aromas y sabores de estos elementos foráneos, le dará ese algo especial que tanto se aprecia en tantos ámbitos y que os pido no confiéis a personas que no sean de la familia. Casi se me olvida, también tenía otro secreto: esconder magníficos cabujones en las croquetas para surtir al mercado de piedras preciosas que eran comúnmente muy apreciadas o efectuar su transporte lejos de los ojos de los funcionarios públicos.
Si os gustan, estas croquetas, sabed que de alguna manera también estáis disfrutando de la herencia de mi padrino, don Ramiro de la Concepción Hinojosa del Valle y Cienfuegos del Monte de Hesperus, de profesión importador y exportador de joyas de todo tipo. (Hay quien dice que también negrero y alcahuete, pero más bien parecen habladurías).
Por cierto, que el padre López -croquetívoro letal, capaz de engullir hasta cuarenta unidades sin esfuerzo- respecto a lo que para él -como para otros muchos- es un manjar irresistible, sentencia, no sin gracia: “Afortunadamente las croquetas no tienen hueso. Gracias a Dios así nadie puede saber cuantas hemos comido.” A lo que yo respondo: “Pero lo han tenido, reverendo, lo han tenido”.
Os quiere vuestra,
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