En la corte celestial están muy atareados preparándolo todo para el gran juicio. Montones de almas son llevadas de un lado para otro, distribuidas en diferentes lotes por San Pedro y sus cancerberos.
José Luis y Mariano no pueden disimular su sorpresa cuando se encuentran el uno frente al otro, en una celda sin límites, solos los dos. Mariano intenta pellizcarse, pero sus manos fantasmales son incapaces de hacer presa en su cuerpo inmaterial. ¡Virgen santísima!, exclama en voz baja. José Luis tiene una expresión de enorme perplejidad en el rostro, lleva bastante tiempo como noqueado, y cuando ve a Mariano, al fin y al cabo un paisano, no puede reprimir su alegría.
-¡Hombre, Mariano, tú por aquí! Me pregunto qué está pasando.
Inician una conversación confusa. Mariano también se alegra de encontrar a José Luis. Como es creyente, le hace ver que posiblemente se encuentran en una antesala del cielo. O del infierno. José Luis no puede evitar acordarse de sus abuelos y abuelas, y sin llegar a darse cuenta cabal de lo que hace, reza mentalmente un avemaría.
Entra en la celda un cancerbero celestial, que no es sino un viento terrible, y lee telepáticamente una especie de bando, según el cual deben prepararse para su gran juicio, que es inminente. Les anuncia que serán juzgados juntos, y que cada uno de ellos deberá actuar a la vez como acusador y defensor del otro. Y les advierte de la absoluta necesidad, so pena de condenación eterna, de que ambos desempeñen este papel dual.
Tienen que prepararse. Comprenden que deben hacerlo juntos. Inicialmente dudan, pues no acaban de creerse lo que está pasando. Pero un espantoso estruendo sobrenatural, que no es sonoro, sino sentimental, y que parece salir de lo más hondo de ellos mismos, los asusta de tal manera que deciden meterse en faena.
Lo primero que se preguntan es cómo pueden ser a la vez acusador, defensor, acusado y defendido, uno del otro. Llegan a la conclusión de que solo hay un camino, construir una autocrítica y una justificación comunes. De manera que se ponen a discutir sobre ello con gran vehemencia y angustia.
Después de tirarse las miserias respectivas a la cara durante un buen rato, reconocen que no siempre han antepuesto los intereses de España en su actividad política. Pero tampoco han tenido claro qué cosa era España y cuáles sus intereses.
Admiten que muchas veces se han considerado adversarios, hasta enemigos, el uno del otro, más que colaboradores en una tarea común. Pero es que en verdad eran adversarios, peleaban en cada uno de los dos lados de un frente de batalla, con el objetivo compartido de semidestruir al otro, semianiquilarlo. Y estaban honestamente convencidos de que esto era lo que esperaban de cada uno de ellos los militantes que tenían detrás, nada más natural, por cierto.
Ven claramente, y lamentan, que en sus afanes diarios han ignorado las consecuencias a largo plazo de lo que hacían. Pero eran políticos, es decir, gente acosada permanentemente por miles de pequeños problemas prácticos cuya solución no admite demora.
Son conscientes de que muchas veces han dado prioridad a los intereses de partido. Pero un partido es como una gran familia, y a ellos le han enseñado desde chicos que la familia es lo primero, la verdadera unidad de destino en lo carpetovetónico.
En estas siguen debatiéndose durante un tiempo que es indeterminado porque ya no existe ninguna referencia exterior, cuando de pronto, sin que lo esperen, son llevados al salón del gran juicio. Es un espacio infinito de construcción enteramente espiritual, en el que se sienten sobrecogidos. El silencio y el vacío son absolutos. Nadie les pregunta nada, y sin embargo ellos se sienten conminados a hablar, así que inician espontáneamente una declaración conjunta.
José Luis arguye mucho, pero lo que viene a decir puede resumirse en lo siguiente: “Nos hemos dejado llevar por las turbulencias de nuestro tiempo, pero al fin y al cabo no somos sino unos pobres hombres, y por lo tanto, de alguna manera, inocentes”.
A Mariano le pasa algo parecido. Al principio está nervioso, intenta mesarse la barba, pero ni ésta ni sus manos tienen consistencia táctil. Vacila, titubea, tose sin toser él, que antaño fue un orador tan grande. Se arranca por fin y termina declarando más o menos que: “Hemos usado el enfrentamiento y la desconfianza como herramientas para interactuar, pero es que se nos había situado en uno y otro lado de un péndulo que no dejaba de oscilar en ambos sentidos. No hemos sido capaces de ver que se trataba del mismo reloj, pero es que las dimensiones de todo aquello eran demasiado grandes para nosotros, y perdíamos la perspectiva”.
Súbitamente, se les prohíbe seguir argumentando. Una voz terrible, que no es voz, sino silencio pavoroso, al que solo pueden oir mediante la intuición, los conmina a que expresen su arrepentimiento mediante un propósito de la enmienda conjunto. Si el propósito está bien formulado se salvarán, si no serán condenados.
Y como guiados por una lucecita del Espíritu, dicen al unísono: “Si tuviéramos una oportunidad, aceptaríamos en adelante que no somos sino servidores del estado, es decir, de España, o sea, de los ciudadanos españoles. Pero no hoy de los catalanes, mañana de los vascos, pasado de los murcianos, etc, sino de todos a la vez y por igual. Y no solo de los que viven y nos votan actualmente, sino también de los que todavía no pueden votar, en muchos casos porque ni siquiera han nacido. Y de todos los que nos han precedido, cuya herencia asumimos en toda su extensión”.
Se detienen un segundo, y como perciben una misteriosa expectación, continúan: “Si el mundo volviera a ser viable y pudiéramos empezar de nuevo, dedicaríamos la mitad de nuestro tiempo a discutir socráticamente sobre la forma de nuestro futuro y la realidad de nuestro pasado, y lo haríamos personalmente entre nosotros dos y a través de los mejores cerebros españoles, que pondríamos a nuestro servicio. Y la otra mitad de nuestra vida, a luchar por ese futuro presentido que solo podríamos construir naturalmente, lógicamente, sobre nuestro pasado”.
“Nos opondríamos el uno al otro, sí, al igual que lo harían nuestros partidos, pero no como dos enemigos, sino como dos escaladores que llevan a España sobre sus espaldas o tiran de ella o la empujan hacia la cima inmediata, sin dejar de observar la gran cordillera siempre lejana. Turnándonos en esta tarea, aceptando que nuestras limitaciones nos impiden ver toda la verdad, y confiando en la capacidad del otro para ayudarnos a enmendar nuestros errores. Pero intentando cada uno, eso sí, ir siempre en cabeza, con España a cuestas”.
¿Eso es todo?, parece preguntar la terrible voz.
“Lo es”, responden al unísono.
¿Estáis seguros de que no falta algo?
La voz terrible se ha vuelto amenazante, y lo peor es la inmediatez con que los dos ven el castigo que empieza a cernirse sobre ellos.
“A mí me gustaría declarar que he sido demasiado cauteloso, y que lo siento”, dice Mariano.
“Y a mí que no me he esforzado nunca lo suficiente para llegar al fondo de las cosas. Pido perdón por ello”, dice José Luis.
Notan súbitamente los dos una angustiosa implosión que los reduce a miles de trizas de ellos mismos. Se hace un silencio lleno de estruendo y una oscuridad cegadora los invade hasta el punto de dejarlos sin sentido.
Se despiertan. Están enteros, en un valle inexistente lleno de luces y sombras invisibles y de los murmullos inaudibles que la brisa inmóvil arranca a frondas de álamos que ni siquiera se pueden imaginar. Se les cruza un alma.
- Buenos días, o lo que sea – le dice Mariano.- ¿Podría usted decirnos dónde estamos?
El alma en cuestión hace como si revoloteara por unos instantes alrededor de ellos. José Luis nota en la punta de la nariz la humedad de lo que le parece una cagadita de pájaro.
- En el purgatorio, naturalmente – les responde el alma. Y continúa:- por cierto, soy de Teruel; que tengan ustedes una buena estancia aquí.
- ¡Gracias a Dios! – suspira Mariano, dejando atrás con alivio el miedo al infierno.
José Luis se queda mirando, ensimismado, hacia ninguna parte. Su expresión es de sospecha, pues desconfía de algunos turolenses, aunque en seguida comprende que en sus actuales circunstancias todo es agua pasada. En un gesto fraternal, abarca con su brazo derecho las espaldas de Mariano, a la vez que le dice:
- ¿Ves cómo la sangre nunca llega al río?
-Que me hubieran dicho a mí anteayer que iba a estar hoy aquí, en el purgatorio y encima contigo – responde Mariano con gesto filosófico.
- Y según pintan las cosas, para casi toda la eternidad – el rostro de José Luis se ha llenado de una sonrisa traviesa, la misma suya de siempre. Da la impresión de que las circunstancias no han podido con él.
Mariano empieza a subir una cuesta que en realidad es una vertiginosa caída hacia ninguna parte, elevándose en un rizo casi increíble dentro de lo que le parece una cinta de Möbius hecha de un extraño campo de fuerzas. Ve con claridad, como inspirado por una luz divina, que esta cinta de una sola cara y su caminar incesante sobre ella serán su purgatorio. Y el de José Luis, que corretea a su alrededor. Está seguro Mariano de que si hubiera en el suelo que no existe una lata imposible de Coca-Cola vacía, José Luis le daría una patada jubilosa. Sorprendiéndose de sí mismo, Mariano siente que le gustaría seguirle el juego a su frívolo compañero. Pero eso sí, antes de darle un puntapié imposible a la inexistente lata no llena de Coca-Cola, se lo pensaría dos veces. O por lo menos una y media.
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