(Brassai, Sín título ,1932)
El nombre de Camila era un atajo de la camomila que usaba y abusaba hacia su cuadrada y rotunda humanidad. Lo eligió porque le sonaba a exótico, lo había visto en una revista italiana; fue la única concesión a la estética que le recuerdo. También porque la hacía más llamativa y compensaba su escasa belleza ante las rivales del oficio, en una zona como el Grao, de mucha competencia. Era mujer de pocos caprichos y menos manías, no se las habría podido permitir con la vida que llevaba, pero no renunciaba ningún día a lo que llamaba su hora del té: arrastraba una mecedora vieja hasta la calle, se instalaba frente a la tapia de la nave industrial que había sido todo su paisaje desde que llegó a Valencia en los 60 y se sentaba después de comer a pintarse las uñas de negro y ablandarse los callos con piedra pómez. Con el tiempo se le contagió el invento de la piedra al alma, que se le fue volviendo porosa, hospitalaria, pero nunca blanda. Era áspera y gritona, pendenciera cuando hacia falta y a ratos que no, pero generosa y leal con quien conseguía traspasar la frontera de su dureza. El costoso pero feliz peaje era conocer el mundo real que te enseñaba para quienes estaban condenados al literario, en un anticipo del actual second life. Con el tiempo otras mujeres harían de sus gritos y desplantes caricias.
(Francesca Woodman)
Mujer de filias y fobias tremendas que amaba el boxeo por encima de todas las cosas y de todos los hombres, que tampoco le habían dado ocasión para más romances, jugar con el cheminova que le regaló un cliente como pago en especie por un servicio ocasional y el circo, el espectáculo más triste del mundo, decía recordando a los ambulantes de su infancia en Jaén. Los trapecistas era lo que más se le parecía a un milagro, ella que no creía ni en el amanecer. Un experimento con el juego de química le levantó el pulgar izquierdo, así que lo regaló pero se quedó en secreto con un par de tubos de ensayo en los que mezclaba vinagre con bicarbonato o carbón de las pilas con salitre del puerto cercano. Por el mono, se justificaba, por el mono que también se consolaba con el hachís. Como el circo le encogía el corazón y se tuvo que jubilar pronto de la investigación química sólo le quedó su afición al boxeo, a los salazones que servían en un bar de Nazaret frente a la casa cuartel y a la absenta matinal que se tomaba con pulpo seco en un bar de solera frente a la aduana, donde se trapicheaban relojes y joyería menor de contrabando. La absenta, como el cheminova, la prohibieron al cabo de poco tiempo, curiosamente por tóxicas cuando lo que empezaba era una época tóxica.
Sus fobias eran la nostalgia, porque era una mujer alegre, sin contemplaciones y para la que cualquier tiempo pasado fue peor, las chinches, los chulos y los políticos, de los que decía que eran la perfecta mezcla de ambos pero sin picante. Y odiaba la literatura, peste de la que salvaba a Marcial Lafuente Estefanía, al que leía con la misma voracidad que vivía sus pocas pasiones. No hubo manera de hacerle entender que un libro podía ser una estación de paso hacia una experiencia real; no hubo manera porque era poco demostrable, tenía razón: había más vida en su lista de la compra que en lo que uno pudiera escribir en un año.
Y el boxeo. Iba a ver entrenamientos y combates de preparación en un gimnasio que la federación tenía en una planta baja y agitanada, de trasera ancha como la nariz de los boxeadores, en una calle a medio asfaltar que hoy es la manzana de oro de la ciudad, casi frente a la ya entonces cerrada estación churra (por los que venían de Aragón). Alguien le enseñó su versión literaria del boxeo: un cartel antiguo del combate en la Monumental de Barcelona, en 1916, 6 interesantes combates entre notables luchadores, 6, entre ellos el estelar del campeón del mundo Jack Johnson (“negro de 110 kilos”) contra el de Europa, Arthur Craven (“blanco de 105 kilos”), el cual venció por K.O en el asalto 26. Se tentó a Camila con la bolsa de nada menos que 50.000 pesetas de la época y lo despreció contestando que había más valor y verdad en su admirado Tigre de Patraix. El Tigre se había bautizado a sí mismo por la única lectura de su vida, Los tigres de Mompracem, aunque en realidad se había puesto el nombre de guerra para compensar su handicap por ser excesivamente joven y nervioso, con lo que bajaba la guardia demasiadas veces y recibía a modo. Y para soñar asaltos a títulos nacionales que trascendieran lo local de su verdadero nombre, Blayet. Blayet era un peso gallo valiente, desgarbado y de hígado flojo, que no pasó mucho más allá de combates de teloneros en veladas benéficas y sesiones múltiples por el título regional. Y Blayet era uno de los discípulos predilectos de Camila, al que había iniciado en otras artes, que no siempre dejaban menos cicatrices, decía la maestra.
Todo esto sucedió pocos años antes de que el consumo masivo, el diseño y el sida nos cambiaran la vida y la forma de querer. Le tocó vivir los años de plomo de la larga posguerra, los de hojalata del último franquismo y la transición, los de plástico que le siguieron y hasta los actuales que vienen de plasma. Ahora se ha muerto como solía vivir, de repente. Se ha quedado seca de un trallazo. No ha llegado al combate 110; ni se lo propuso ni los contaba. La muy burra se ha hecho incinerar. Así lo dispuso hace años con tal de no tener que acogerse a sagrado. Nos ha dejado a sus deudos sin tumba donde hacerle homenajes. Descanse en la paz que tanto le faltó en vida. Y sirvan estos poemas de Leopoldo Mª Panero, a ella que odiaba la literatura:
y caigan flores sobre mi tumba
recordando al poeta y su primera comunión
y cómo el día en que nació, se viera
una mujer en la sombra llorar.
El deseo mancha el verso
donde mora la carne putrefacta de una mujer
que es todo el poema
ofrecido a la nada
que no perdona.
(Escrito por Bartleby)
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