Hoy en día, paradójicamente, invadidos por la metaliteratura, cuando lo difícil es dar con una novela en la que no aparezcan, incluso como protagonistas principales, personas que fueron de carne y hueso, con nombres y apellidos, el latiguillo tiende a desaparecer o se modifica, haciéndolo más difuso, jugando con el lector para que éste no sepa bien a qué atenerse. ¿Sería de verdad el famoso literato poco menos que un pederasta sin escrúpulos? Aquel prestigioso filósofo, ¿fue un peligroso conspirador?
Así es como el lector, si se interesa por lo narrado, se ve poco menos que obligado a realizar una labor detectivesca, para conocer qué hay de verdad en lo que se cuenta. En estos casos, el problema es la verosimilitud. Antes ibas a la biblioteca pública, comprobabas, qué sé yo, que Borges estuvo en España hacia 1920 y sacabas tus propias conclusiones. Para el ratón de biblioteca no sólo no era un engorro, sino que podía llegar a ser apasionante.
Hoy San Google ha facilitado las cosas, se diría. Es otro ratón el que te ayuda a establecer las conexiones. Pero ¡ay!, ¿cómo fiarse de lo que en una página cibernética ha colocado no se sabe quien? Las más de las veces uno tampoco tenía mayores motivos para fiarse del libro con tapas, pero Gutenberg daba una especie de auctoritas, un poco como en aquellos casos en que al llegar de clase y abrir los ojos como platos ante lo que tu madre contaba, ésta decía con total seriedad: “lo ha dicho el parte”.
La peregrinación que ahora les cuento viene marcada por estas circunstancias: ustedes decidirán.
Empezó hojeando un libro (1), al azar, topándome con dos personajes, dos personas, cuya sola mención en la misma línea se me antojaba extrañísima y su relación imposible. Tenía claro que ningún moderno Plutarco hubiera tenido la ocurrencia de compararlos y sin embargo el autor los hacía coincidir en el tiempo y el espacio.
Fue fácil comprobar que algo, siquiera poco relevante, sí tuvieron en común. En efecto, ambos pasaron a la historia con nombres distintos de los que recibieron en los Registros, ambos son conocidos por sus “nombres de guerra”, aunque para uno de ellos la expresión no sea exactamente metafórica.
Ahora bien, ¿por qué cambiaron de nombre? Por empezar por el más joven, Arthur Stanley Jefferson, lo normal es pensar en que fue una elección normal de lo que se ha dado en llamar “nombre artístico”. El suyo era poco comercial y lo cambió, podemos pensar. La “historia” dice, sin embargo, que la causa fue la superstición, Stan Jefferson suma trece letras y el hombre debía de ser rarillo: Stan Laurel suma sólo diez. Lo que se ignora es por qué laurel y no enebro, pongo por caso, parece que fue Mae Dahlberg quien lo propuso.
En el más viejo la cosa es aun más difusa, no porque no se sepa la razón, sino porque hay tres para escoger, para explicar que José Doroteo Arango se convirtiera en Pancho Villa. A saber, adoptó el nombre del jefe de los bandidos con los que se inició, fue por respeto al padre de quien lo aceptó como hijo, sin serlo, o bien retomó el de su auténtico progenitor.
¿Algo más en común? Bueno, sí, cierta dificultad para relacionarse con el sexo opuesto, o, según como se mire, todo lo contrario. El bueno de Laurel se casó cinco veces, cinco, bien que dos de ellas con la misma mujer. Sería injusto, sin embargo, olvidarse de la citada Mae. Con ella no se casó, por la poderosa razón de que tenía marido, pero tuvo una relación tormentosa a más no poder, que finalizó de una forma cuando menos chusca: esta australiana, actriz como él, vio como el productor de Stan le pagaba el viaje de vuelta (a Australia) y algo más, con tal de quitarla de en medio, por considerarla un freno al éxito que auguraba para su actor. (No está de más añadir que la señora en cuestión es objeto de una búsqueda cuando menos curiosa)
Lo de Villa es directamente de record. A falta de consultar el Guinness, les diré que hay quien habla de ¡setenta y cinco! esposas, si bien otros más modestos sólo relacionan veintitrés, cifrándose en siete las que reclamaron su herencia.
Cabe decir, medio en broma, que vidas paralelas son las que nunca se encuentran. Pero éstas sí cabe que se encontraran, o al menos la muerte de uno se encontró quizás con la vida del otro. Siguiendo el símil matemático, habría que decir que se encontraron en el infinito, con la muerte, cuarenta y tantos disparos sobre el coche, de Villa.
Quien o quienes lo mataron está más o menos claro y no llegó a interesarme. Lo que me atrajo ocurrió más tarde. Dice no sé si la historia o la leyenda que la tumba de Villa fue profanada y su cabeza robada tres años después de su muerte. Una vez más, no es que falten datos, es que sobran y se contradicen. Hay quien lo niega, asegurando que, precisamente para evitar tal posibilidad, el cadáver que se sepultó bajo la lápida era de otro, concretamente de otra. Hay quien lo afirma, pero las atribuciones de responsabilidad son varias. La versión que más me interesó, la más rara, creo yo, es la que acusa del robo a un tal Emil L. Holmdahl, soldado americano de fortuna, comisionado por generales americanos que querían vengar la invasión que sobre el territorio americano realizó el manito.
Se asegura también, nada más y nada menos, que la calavera pasó a manos de una sociedad secreta de la Yale University, Skull and Bones, poseedora también de la de Jerónimo y otros más, que usaría al parecer en sus ritos iniciáticos.
No acaba ahí el asunto, porque uno de los cabecillas de aquel grupo, al parecer, era un tal Prescott Bush, abuelo de quien ustedes se imaginan. La cosa llega al punto de que hay un grupo de estudiantes mexico-americanos que reclaman la devolución al nieto.
Entonces encontré el colofón, que era en parte también el inicio (2): no sé con qué datos, he rastreado páginas oficiales, he leído su correspondencia y no he encontrado nada que lo avale, pero hay quien añade otra hipótesis sobre la autoría del robo: fue Stan Laurel, obsesionado con la figura de Villa y testigo de su muerte en Parral, donde acudía con frecuencia a emborracharse cuando estaba enfadado con Mae, quien robó la calavera.
Así es como una indagación, más o menos somera, con pocos medios, partiendo de lo que sólo fue una punzada de curiosidad, puede acabar relacionando al querido Stan Laurel con el temible Pancho Villa.
Para acabar: la muerte del cómico fue más normal, tampoco exenta de sufrimiento. El cáncer acabó con él tras serias penalidades (unos años antes se le otorgó un Oscar honorífico, que recogió Danny Kaye) y Dick Van Dyke (amigo y protegido de Stan) recitó su panegírico: Los pasillos del cielo estarán sonando con risas divinas.
1.- Cuatro Manos, Paco Ignacio Taibo, II. Ikusager Ediciones, S.A.
2.- Taibo sólo relata cómo Laurel, desde la ventana del hotel, contempla el asesinato. No obstante, en su biografía de Villa, rechaza la hipótesis del robo.
Etiquetas: Schultz
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