Ante la atronadora ignorancia libegal que impera por el blog les hago un paste extenso sobre la figura del principal filosofo español después de Ortega -Mosterin dixit-.
La amplia diversidad de registros en la obra y hacer de Manuel Sacristán ha generado, como no podía ser de otro modo, valoraciones y aproximaciones no siempre coincidentes1 sobre algunas de sus intervenciones públicas -que acaso no siempre han aquilatado suficientemente circunstancias familiares, contextos y momentos de ruptura (Capella 2005: 28-36; Castellet 2006; García Borrón 1987: 43-50)- o incluso sobre el alcance y permanencia de su aportación filosófica y política (Mosterín 1996: iii); Piera 1996: 155-156). En cambio, es comúnmente reconocida, sin apenas disidencias, la huella y profundidad de su labor como profesor, como introductor de temas y autores, como ejemplo de aproximación rigurosa a textos centrales de varias tradiciones filosóficas. Fernández Buey ha señalado (Juncosa 2006) la importancia de la libertad de lectura que Sacristán practicó siempre al aproximarse a la obra de Marx o Engels2, o a la de Gramsci, Lukács o Harich, pero también, entre otros posibles ejemplos, a la de Sartre, Carnap, Jaspers o Heidegger. Transitando por el mismo sendero Rubert de Ventós, entrevistado por Xavier Juncosa para “Integral Sacristán”, reconocía que el autor de “La veracidad de Goethe” le había enseñado a leer con otras perspectivas, desde puntos de vista poco frecuentados, con otra mirada, haciéndole detener en pasos poco leídos o mal pensados, y todo ello no por especial empeño didáctico de Sacristán o por su dominio de una metodología detallada y garantizada sino a partir de la observación detenida de cómo el propio Sacristán lo hacía in fieri. En parecidos términos se han manifestado, entre otros, Xavier Folch, Mª Rosa Borràs, Albert Domingo Curto, Miguel Candel, Joaquim Sempere o Llorenç Sagalés.
A pesar de este reconocimiento, y sin olvidar algunas excepciones muy notables (Fernández Buey 1989; Sempere 1976), este aspecto del hacer filosófico-socrático de Sacristán no siempre ha sido suficientemente subrayado, y no se han analizado con detalle su deslumbrante forma de leer, su tenaz empeño en el ejercicio razonado y paciente de la razón pública, y la importancia que todo ello ha tenido para personas de varias generaciones que le conocieron y trataron, no sólo en el ámbito académico o en sus intervenciones en seminarios o conferencias del PSUC-PCE (o de grupos próximos), sino también en muy diversos espacios ciudadanos e incluso, y destacadamente, en el ámbito del magisterio de personas con escasos medios, recién llegadas a Catalunya y con escasa formación cultural. Sacristán fue maestro a mediados de los setenta en Can Serra, una escuela de adultos de L´Hospitalet de Llobregat dirigida por Jaume Botey3, en la que enseñó a los trabajadores asistentes a leer críticamente periódicos y textos básicos de las tradiciones obreras, con el mismo esfuerzo y con el mismo rigor con que siempre preparó sus clases o conferencias universitarias (Fernández Buey: Juncosa X. 2006; Piera 1996: 154). Sin olvidar, por otra parte, que este magisterio lo ejerció Sacristán no sólo entre personas del ámbito de las Humanidades o con fuerte compromiso militante, sino entre estudiantes y científicos naturales. Recuérdese, por ejemplo, el valor que Sacristán concedía a los aportaciones de estos últimos en asuntos político-sociales y culturales, sus sentidas reflexiones sobre ciencia y movimiento obrero en la “Carta de redacción” del primer número de mientras tanto (Sacristán 1987: 37-40), consideraciones que como delgado hilo rojo atraviesan prácticamente toda su obra, o su insistencia en la necesidad de una naturalización temperada –si bien no colonizadora- de las ciencias sociales (Sacristán 1984: 453-467)4.
Aunque, efectivamente y en paralelo, no se trata sólo de destacar lo que Sacristán señaló en este ámbito de la lectura rigurosa y afable, del leer con precisión pero con empatía, sino de volver a insistir también en que una de las tareas sin pérdida que cabe seguir practicando hoy es leer sus escritos con respeto, sin urgencias, contextualizados, sin entreguismo y con el rigor crítico que él se merece (y que sin duda siempre practicó). Hay aquí, pues, una invitación a proseguir, iniciar o reiniciar la lectura de una obra, no tan escasa como a veces se ha dicho5, y no sólo por la cuidada e informada argumentación que puede verse siempre en ella; no sólo porque Sacristán pusiera su atenta mirada sobre lugares, temas y autores no muy frecuentados (y que, más allá de modas pasajeras y de derrumbes pueden seguir siendo de interés y actualidad); no sólo por el trabajado rigor de su estilo intelectual (que enseña siempre) sino porque la lengua en la que se expresó -oralmente y por escrito- es uno de los mejores castellanos ensayísticos que conocemos. El autor de La memoria del logos, que tiene credenciales contrastadas en estos y otros muchos asuntos, ha leído con admiración de filósofo-filólogo los pasos finales de la tesis doctoral de Sacristán: “Por eso no es de esperar que el hombre interrumpa su diálogo racional con la realidad para entablar ese otro “diálogo en la historia del Ser” (HW, Holzwege 252) cuyos personajes se niegan a declarar de dónde reciben la suya” (Sacristán 1995: 248). Aun esforzándose mucho, no es fácil disentir de esta valoración de Emilio Lledó.
Recordemos el descubrimiento del joven Sacristán. Para el Laye de junio-julio de 1951, el número 14 de aquella revista que Josep Mª Castellet llamó “la inolvidable”, Sacristán aportó ocho escritos. Cuatro de ellos eran comentarios a obras de Simone Weil (Sacristán 1984: 468-479). En su reseña de A la espera de Dios, Sacristán anotó críticamente el trabajo de edición de J. M. Perrin: lo más grave de sus notas e introducciones era que apenas una sola frase respetaba íntegramente el pensamiento al que se refería. “Este hombre -apuntaba Sacristán irónicamente- no ha sido capaz de leer ni una sola línea sin esperar que el texto dijera lo que él ya piensa desde los primeros días de su infancia”. Y ello, no porque el editor fuera un mal escritor o porque fuera el primer caso de una gran inteligencia incapaz de entender más que sus propias creaciones, sino porque, añadía, “poco a poco va uno descubriendo que es más difícil saber leer que ser un genio” (Ibídem: 471).
Descubierta la dificultad, Sacristán, a sus 25 años, se empeñó en proseguir por este intrincado sendero. ¿En qué consistía ese saber leer, dónde radicaba la complejidad de esa tarea? Él mismo señaló, en su reconocido comentario al Alfanhuí de Sánchez Ferlosio (Manera 1996: LXXIX; Sacristán 1985b: 65-86), que la “libertad de lectura” autorizaba a leer desde cualquier plano, siempre que desde ese plano pudieran leerse, expresa o tácitamente, todos los elementos de la obra, aun sabiendo que esa finalidad era, en esencia, un desideratum: prácticamente, “una lectura es tanto más correcta cuantos más elementos de la obra explique”. ‘Leer bien’ sería pues equivalente a intentar ver con claridad, a saber interpretar de forma completa, detallada y matizada, sin o con las mínimas anteojeras, los textos (y contextos) a los que nos enfrentamos, sin dejar a un lado sus partes sustanciales, distinguiendo el metal de la ganga, incluso cuando casi todo es ganga y naufragio.
Sacristán supo hacerlo y consiguió transmitirlo. Cuando se le veía (y oía) leer en clases, en seminarios, en conferencias, o también al estudiar sus escritos, solía ocurrir lo que acertadamente ha expresado Ignacio Perrotini (Juncosa 2006; Perrotini 2005: 67-69): hablar, discutir con él, escucharle, te hacía pensar en Carroll y en su Alicia en el país de las maravillas. Sacristán siempre era capaz de extraer un nuevo conejo de su sombrero, una nueva criatura, una nueva idea, un autor, un argumento, un enfoque, un punto de vista en los que hasta entonces casi nadie había reparado, y que completaba, para mejor, su aproximación al texto o al argumento discutido. En el caso de la faceta lectora que estamos comentando, tres notas pueden destacarse: la creatividad y empatía, sin sectarismo ideológico que censurara o negara corrientes o autores; el rigor formal, la precisión trabajada -en expresión de Andreu Mas-Colell- y la aspiración a construir cuadros holísticos a partir de aproximaciones parciales, imprescindibles por lo demás.
Sin olvidar la decisiva influencia de determinados profesores preuniversitarios (Ceballos 2006), la avidez y diversidad lectoras del Sacristán joven (Bonet 2006; Domingo Curto 1999) o la importancia de trabajos juveniles tan sugerentes (y vivos hoy) como “Tres grandes libros en la estacada” o “El deseo bajo los olmos de Eugene O´Neill” (Sacristán 1985: 17-28, 29-38; Fernández Buey 1989: 64-66), su estancia en el Instituto de Lógica de la Universidad de Münster entre 1954 y 1956 fue muy importante también para nuestro asunto (Fernández Buey 1995). Cuando menos por dos razones: por la formación lógico-analítica que adquirió durante este período, por el incremento de su rigor y precisión formales, y, además, y de no menor importancia, por la forma en que se produjo su vinculación a la tradición marxista-comunista que, como ha recordado Vicente Romano (López Arnal y De la Fuente 1996: 324-338), tuvo allí de la mano del fresador alemán Hans Schweins y del lógico y filósofo Ettore Casari, un momento decisivo: situarse en el ámbito del socialismo activo, combatir en y junto a las fuerzas del antifranquismo no meramente desiderativo, nunca supuso para Sacristán la aceptación devota de los iconos categoriales asociados a la liturgia del materialismo dialéctico (expresión que, por otra parte, apenas usó), como puede comprobarse fácilmente (re)leyendo no ya sus influyentes escritos de los años sesenta sino sus primeros artículos en revistas como Horitzons o Nuestras Ideas, o el apartado dedicado al marxismo en su largo, documentado y trabajado ensayo de 1958 sobre la filosofía de la postguerra europea (Sacristán 1984: 172-194).
Acotado el tema, desearíamos ilustrarlo con dos ejemplos aparentemente distanciados pero, en nuestra opinión, complementarios e incluso centrales dentro de sus intereses filosóficos: en primer lugar, mostrando la forma en que Sacristán se acercó al joven Marx en una conferencia sobre dialéctica de 1973, y, en segundo lugar, dando cuenta de sus comentarios a textos de Theodore Roszak en sus clases de metodología de las ciencias sociales del curso 1983-1984. En el primer caso, una aproximación básica, intelectiva, empeñada en comprender sin saltos ni imposturas, previa a cualquier reflexión sobre rupturas, continuidades, influencias o cosmovisiones de un signo u otro; en el segundo, una lectura critica, no entregada, que no le impedía ir más allá de la epidermis textual y de rápidas descalificaciones analíticas, ayudando al autor cuando fuera necesario, destacando los asuntos de interés que el texto señalaba con mayor o menor finura y fortuna.
2. Revisión de la inversión.
Fue en 1973, en la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Barcelona, cuando Sacristán, en sesión organizada por Juan-Ramón Capella (ausente aquel día por “enfermedad”, esto es, por persecución de la brigada político-social franquista), dictó una conferencia “Sobre la dialéctica” (Sacristán 2007b), asunto que, como es sabido, le acompañó a lo largo de los años: su último curso de metodología de 1984-1985 estuvo centrado en este polisémico concepto, sobre el que en 1983, en una entrevista para La Vanguardia, comentaba: “Su enfoque totalizador [el de Marx], lo que con léxico hegeliano se llamaría dialéctico, ha hecho época en las ciencias sociales y está tan vivo como el primer día” Recuérdese, por otra parte, lo que escribía a Sánchez Vázquez en una carta de junio de 1985: “Si consigo reunir a tiempo energía suficiente, enviaré un trabajo sobre dialéctica que tenia pensado para tu jubileo”.
En esta intervención en la UAB, después de comentar sucintamente el uso de la noción en Heráclito y Platón y las novedades de la categoría en Hegel, se centró Sacristán en el análisis de la concepción joven-marxiana, advirtiendo que aunque la relación Hegel-Marx no era cuestión simple, no había ninguna duda de que el pensamiento marxiano provenía genéticamente de Hegel; negarlo, como hacían entonces algunas escuelas marxistas, era lo mismo que afirmar que la suma de 2 más 2 fuera 18, 23 o lo que se quisiera: Marx había aprendido del autor de la Fenomenología y usaba su léxico; sostener lo contrario era falsear los hechos por un supuesto cientificismo que, en el fondo, no era tal sino desinformación o, peor aún, puro sectarismo. Ahora bien, aun aceptando, como había que hacer, que la dialéctica marxiana proviniera de la hegeliana no por ello debía inferirse que fueran una y la misma cosa: génesis no es estructura.
Generalmente, proseguía Sacristán, la manera de presentar la relación entre ambos consistía en afirmar que Marx prescindía del sistema hegeliano, pero conservaba su método invirtiéndolo: en el Marx epicúreo el punto de partida no era lo ideal sino lo real-empírico. Ya en 1843 había formulado el joven Marx su primer comentario crítico y en él aparecían afirmaciones que avalaban esa línea interpretativa: “La familia y la sociedad civil son los presupuestos del Estado. Ellas son los elementos propiamente activos, pero en la especulación [es decir, en el sistema de Hegel, aclaraba MSL] sucede a la inversa”. Hegel había sostenido que el Estado era la base de la familia y de la sociedad, mientras que para Marx era el Estado lo fundamentado en aquéllas. Empero, si sólo se destacaba esta inversión, se ignoraba entonces, señalaba inmediatamente Sacristán, otro tipo de crítica que Marx había formulado también muy tempranamente.
Así, en ese mismo texto, podía leerse: ”Lo importante es que Hegel hace en todas partes de la Idea el sujeto y del sujeto real o propio el predicado” (Curiosamente, Francis Wheen (2007: 24), en un reciente estudio sobre la génesis de El Capital, ha recogido este apunte de Marx que sobrevivió a uno de los cuadernos utilizados por él en Kreuznach: “Nota. Bajo Luis XII; la Constitución por la gracia del rey (Carta magna otorgada por el rey); bajo Luis Felipe, el rey por la gracia de la Constitución (monarquía impuesta). En general, podemos señalar que la conversión del sujeto en predicado y del predicado en sujeto, la sustitución de lo que determina por lo que es determinado, constituye siempre la revolución más inmediata…El rey hace la ley (vieja monarquía), la ley hace al rey (nueva monarquía)” [El énfasis es nuestro]). El paso anterior le permitía a Sacristán construir su propia interpretación: ante el hecho de que los griegos habían tenido una cultura muy geométrica, un historiador empirista se limitaría a constatarlo; un historiador de orientación materialista buscaría las causas de ello y, muy probablemente, estudiaría la base agrícola de esa cultura; en cambio, proseguía, Hegel lo que sostiene es que el Espíritu de Geometría se realiza a sí mismo en Grecia. El sujeto ya no es el individuo -los griegos, materialmente viviendo, que son geómetras- sino el predicado. Y a la inversa. Hegel no dirá, pues, que “Los griegos han sido geómetras” sino que “La Geometría es griega”, que “la Edad de la Geometría es la Edad griega”.
Hasta aquí, hasta esta primera parte del enunciado marxiano, seguiríamos en la socorrida idea de que hay que invertir a Hegel para obtener una dialéctica ajustada, materialista. Pero, proseguía Sacristán, Marx añadía a continuación: “Pero de hecho el proceso va siempre por el lado del predicado”. Marx estaba señalando, en su opinión, que Hegel sostenía en teoría, sólo en la teoría, la inversión de sujeto y predicado (Grecia-Geometría), pero en su práctica lo que hacía propiamente es historia de los griegos, y el proceso seguía entonces por el lado del predicado. Con ello, el supuesto Hegel-idealista, el autor especulativo por antonomasia, adquiría riqueza y fuerza empíricas porque, a la hora de la verdad, desarrollaba el predicado -los hechos, la vida material griega- aunque, teóricamente, no los considerara propiamente sujetos.
Pero había más. La crítica que Marx formuló a Hegel era una crítica en dos frentes: no sólo le reprochaba su falseamiento de lo real, de lo empírico, convirtiéndolo en ideal, sino que, además, discrepaba de él por transformar frecuentemente lo ideal en empírico. Cuando Hegel sostenía que “la edad de la Geometría es Grecia”, Marx pensaba que no sólo se estaba deformando la realidad griega sino también la idealidad de la propia ciencia geométrica. No se trataba sólo de invertir, de poner la Geometría donde estaban los griegos y viceversa, sino de reconstruir los dos polos, dado que, señalaba, al cambiar sujeto por predicado, observación que solía pasarse por alto, “Hegel ha falseado los dos”, no sólo uno y, además, impedía pensar correctamente el tema si nos limitábamos a la usual metáfora de la inversión. Marx no sólo había dicho, pues, que la dialéctica hegeliana invertía los hechos sino también que falseaba la Geometría misma porque para hacer plausible la afirmación de que “la Geometría es griega” o que “la Idea se hace Geometría en Grecia” no tiene más remedio que forzar la idea de Geometría para “embutirla” en los datos griegos, falseando simultáneamente de este modo la vida griega real y la idea de Geometría. En la lectura de Sacristán, no se trataba sólo de invertir sino de recomponer los dos extremos y “obtener” así la dialéctica marxiana de la hegeliana.
Como nota final de su comentario, Sacristán recordó que muy pronto la dialéctica de Marx aplicaría al pensamiento de Hegel una crítica que normalmente se suponía que había dirigido sólo a la filosofía de Feuerbach: la consideración de que el verdadero conocimiento se consumaba en la práctica, no tan solo en la contemplación teórica. Marx no sólo había sostenido que tenía que invertirse el idealismo hegeliano sino que tenían que recomponerse, además, los dos polos de la relación y, por último, para llegar al punto final, había “que resolver ese conocimiento en la consciencia práctica, en la vida cotidiana y en la práctica revolucionaria, transformadora”.
Recuérdese que la categoría de práctica, nada simple, muy matizada, fue también esencial en el marxismo de Sacristán y en sus posiciones políticas (1983b: 169-170 y 189; 1987: 120-121).
3. Titanes y monstruos.Comprendiendo a Roszak.
El segundo ejemplo nos sitúa en un ámbito algo alejado, en la cuidadísima forma en la que Sacristán se aproximó a las reflexiones de Theodore Roszak en las clases de metodología de las ciencias sociales del curso de 1983-1984 (Sacristán 1983a), al desarrollar el apartado de las críticas epistémicas y materiales a la ciencia moderna. Si detrás de su aproximación al texto del joven Marx está su permanente interés por la noción de dialéctica y por temas gnoseológicos próximos, en este segundo caso nos situamos ante una cuestión central del último Sacristán: el papel de la tecnociencia en las sociedades contemporáneas y las múltiples y urgentes cuestiones anexas de sociología y política de la ciencia (Sacristán 2005: 55-82; Tello 2003).
Un breve apunte de contexto para situarnos en aquellas coordenadas: existía en tendencias del pensamiento crítico norteamericano de los años sesenta y setenta del siglo XX un manifiesto rechazo, no siempre equilibrado, y no únicamente dentro de la corriente contracultural que representaba Roszak, hacia el saber científico institucionalizado. No sólo estaba presente el recuerdo sangrante de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, el desprecio abyecto del presidente Truman hacia J. Robert Oppenheimer (Peter Goodchild 1985), no sólo el mundo había estado al borde de la catástrofe nuclear con la crisis de los misiles de 1962, sino que la posibilidad de una guerra atómica seguía siendo algo más que una singular ensoñación de Kubrick que tuviera en Edward Teller el modelo de su doctor Strangelove (Cornwell 2005: 421-427)*6.
Sacristán advertía en estas clases de metodología de 1983-1984, al igual que en cursos anteriores, que no era correcto presentar las motivaciones de la crítica contracultural como puramente materiales; eran, como solía ocurrir en estas cuestiones, un mixto de diversas perspectivas: la ciencia era mala (socialmente) y era errónea (epistémicamente), aunque, ciertamente, los desencadenantes de la preocupación sí que eran de orden básicamente existencial: la contaminación de las ciudades, la masificación de la vida cotidiana, las dificultades de comunicación en los aglomerados metropolitanos. El ejemplo de Roszak que comentó Sacristán iba en esta dirección:
“(...) Estoy pensando en un monstruo que me inquieta tanto como todos los demás. Un monstruo que es hijo exclusivo del científico... Me refiero a un demonio invisible, que actúa mediante un veneno sutil y no sólo en la carne y los huesos, sino también sobre el espíritu. Me refiero al monstruo del sinsentido, el malestar psíquico, el vacío existencial, en el que el hombre moderno busca en vano su alma”.
Señaló Sacristán, en primer lugar, que no había duda de que cualquier persona con formación científica consideraría el paso muy superficial, puesto que suponer que la ciencia deshacía el sentido del mundo era un presuposición altamente original: la naturaleza, el mundo tendrían sentido y, sin embargo, conocerlos sería destruir su sentido; era hipótesis poco consistente, ya que “el mundo o tiene sentido o no lo tiene, para quien sea capaz de hablar de sentido de las cosas objetivas. Para gente de formación más analítica, como es mi caso, para bien o para mal, lo que no tiene sentido es hablar de sentido del mundo. Sentido tienen las acciones humanas. Tiene derecho a hablar del sentido del mundo, del sentido de las cosas, quien crea que el mundo es producto de un Dios creador; entonces sí, porque la realidad objetiva tendría entonces el sentido insuflado por el acto de creación voluntaria y planificada”. Pero si uno no hacía esta hipótesis de un Dios creador con intencionalidad “entonces no tiene derecho a buscar sentido en el mundo, en las cosas. Sentido es algo que tiene que ver con las intenciones y el lenguaje. Donde no hay lenguaje para expresar ni conocimiento ni intención, no tiene sentido hablar de sentido, diría una persona de formación analítica como es mi caso” (Sacristán 1983a). Por tanto, concluía, era una ingenuidad decir que la ciencia era un monstruo que había destruido el sentido de la naturaleza, a no ser que se añadiera “y la naturaleza tenía el sentido siguiente: Dios la creó para esto y para lo otro”, pero si no se incorporaba esta cláusula, lo que entonces podía afirmarse es que una persona que escribía así no había aprendido aún a pensar o bien lo hacía con notables errores.
De hecho, proseguía Sacristán, era mucho más sólida y bien pensada la idea tradicional del dogma cristiano según la cual Dios había creado el mundo para su gloria, aunque “fuera una frase que muchos tampoco entendamos mucho, pero al menos la entendemos gramaticalmente”: si Dios había creado el mundo para su gloria, el mundo tenía un sentido; a saber, glorificarle. Lo que no era posible entender era que, sin haber sido creado, el mundo tuviera sentido.
Empero, y este el punto que queríamos destacar, la lectura de este paso de Roszak por Sacristán no quedaba limitada a su descalificación por falta de sentido, a la manera de un discípulo desbocado del primer Carnap. Sacristán, por el contrario, señala que sería pobre -y por ‘pobre’ habría que entender aquí, de lectura errónea, de mala lectura- quedarse en esta crítica. Si uno ayudaba un poco a Roszak, la expresión es del propio Sacristán, conseguía hacerle decir con más precisión las cosas que él estaba sugiriendo, y salía entonces algo que hacía sentido, que sí podía entenderse. Si en vez de hablar de sinsentido del mundo o de las cosas, hablamos del sinsentido de las acciones, de la conducta y de la convivencia humana, entonces Roszak, apuntaba Sacristán, “puede estar queriendo decir que esta cultura de base tecnocientífica está rompiendo las redes de sentido de la convivencia humana. Esto sí que tiene sentido y se entiende bastante mejor. Con un poco de buena intención, siendo generosos con él, podríamos pensar que está aludiendo al hecho de que en una megalópolis moderna una persona puede ser atacada a puñaladas, tirada en el suelo o atropellada por un automóvil, sin que eso influya para nada – subrayado esto último con neta indignación- en la conducta de los que está pasando alrededor, cosa que en los periódicos vemos, no diré cada día, pero con cierta frecuencia como noticias de los lugares más avanzados de nuestra civilización; Nueva York, por ejemplo”.
Sacristán proseguía su lectura: “Tal vez no todo lector considere la degradación del sentido en la Naturaleza -esto es una ingenuidad, señalaba, que ya hemos salvado, lo del sentido en la Naturaleza- como una cuestión moral, pero yo sí, porque el sinsentido cría desesperación y la desesperación es, según pienso, un destructor secreto del espíritu humano, una amenaza tan real y tan mortal para nuestro salud cultural como el abuso de la energía de los átomos para nuestra supervivencia física. En mi entender, por lo menos, matar a viejos dioses es una trasgresión de la conciencia tan terrible como confeccionar recién nacidos en un tubo de ensayo”. Igualmente, insistía, era fácil rechazar prima facie un texto así por su sentido literal, por su enorme ingenuidad: matar viejos dioses sería una trasgresión, pero los dioses, viejos o nuevos, se mueren cuando la gente deja de creer en ellos, pase lo que pase. Había que imaginarse, además, la horrorosa tarea que parecía desprenderse de esas palabras. Mantener en vida a los viejos dioses siempre había costado también mucha sangre, no había que engañarse: “La nueva civilización montada sobre la destrucción de los mitos por la ciencia, en la medida en que esté montada en eso, sin duda está arrojando productos bastantes crueles -monstruos, como dice Roszak en este ensayo-, pero tampoco es cosa de olvidar el tipo de monstruosidad que dio de sí la línea de conducta consistente en mantener a toda costa vivos a los viejos dioses. Eso ha costado también, como es sabido, mucha sangre y muchas hogueras, que luego se pueden olvidar en otro momento, pero que es malo olvidar; también hay que tenerlas presentes. No todos los sufrimientos vienen de la innovación; muchos han venido también de la conservación”.
Finalmente, comentó Sacristán, volviendo de nuevo a Roszak, “lo que buscan como conocimiento el filósofo Platón y el hechicero don Juan es precisamente la significatividad de las cosas que la ciencia ha sido incapaz de hallar como rasgo objetivo de la naturaleza. Ir a donde nos lleva esa concepción del conocimiento -”la de don Juan, de la mística”, aclaró Sacristán- no es denigrar el valor ni el atractivo de la información, no es ser anticientífico ni antirracional. No nos lleva a ninguna decisión entre lo uno y lo otro, sino al reconocimiento de prioridades dentro de un contexto filosófico integral. Puede ser muy atractivo recoger información -”por recoger información’ él entiende ciencia”, comentaba Sacristán-. Ésta puede ser decisivamente útil, instrumento de nuestra supervivencia, pero no es lo mismo que el conocimiento al que nos asimos en las crisis de la vida. Cuando nos encontramos con la decisión ética, la muerte, el sufrimiento, el fracaso, o en los momentos en que nos oprime la tremenda vastedad de la naturaleza, haciéndonos sentir frágiles y caducos, lo que el espíritu reclama es el sentido de las cosas, la intención que ellas enseñan, la significación perdurable que dan a nuestra existencia”.
Nuevamente señalaba Sacristán que si uno era capaz de disculpar el supuesto completamente gratuito de que las cosas tuvieran sentido, era justo reconocer que esta versión de la crítica material, ya no epistémica, de la ciencia, era no sólo racional, como decía el propio Roszak, sino perfectamente razonable y sensata. Era verdad que ningún conocimiento científico le ayudaba a uno, sin más mediaciones, a tomar una decisión vital; era absolutamente razonable y racional pensar que ante las grandes decisiones vitales ni siquiera la ciencia sirviera para prepararlas. Pero, aun admitiendo que sirviera para ello, “lo que no puede es arrojar la decisión; por tanto, es una tarea cultural importante el cultivo de las facultades humanas que determinan la decisión”.
Por esto último, en su magisterio, en los años en que pudo ejercer de profesor universitario, Sacristán no olvidó tampoco esa arista, el cultivo de esas otras facultades o potencialidades humanas que tienen que ver directamente con la pulsión moral o con la sensibilidad estética. Un ejemplo: en las clases de metodología de enero de 1982 (Sacristán 1981), al describir las iniciales posiciones de rechazo global o de aceptación entusiasta del nuevo saber científico, apuntó dos casos muy notables. En el segundo apartado situó a Condorcet y su Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano; en el primero, el Frankenstein de Mary Shelley, una de las primeras manifestaciones del sentimiento de rechazo vital de la ciencia, de regresismo científico en función de sus temidas consecuencias prácticas.
La complejidad del cuadro intelectual, filosófico, en que se enmarcaba esta reacción estaba perfectamente ilustrada por la personalidad de Shelley y por su libro. La autora, comentó Sacristán, era la esposa del poeta y se podía estar seguro de que también él coincidía con las reflexiones de la novela. Entre otros motivos, porque Mary Shelley la había escrito en Roma, en uno de esos encuentros con los Keats, y era inverosímil, proseguía Sacristán, que no estuvieran todos ellos de acuerdo con lo que ella estaba escribiendo. Pues bien, este libro, que leído por una persona ingenua, parecería fruto de una mentalidad tradicionalista o incluso reaccionaria, provenía de un ambiente que era prácticamente el de “la extrema izquierda intelectual” de la época. Shelley, de hecho, había sido el poeta más de izquierdas de la tradición romántica inglesa. Hasta extremos conmovedores apuntó Sacristán. Una vez, al bajar a los calabozos de la Jefatura Superior de Policía de Barcelona, al cabo de un rato de estar allí, “me di cuenta que en una de las paredes algún preso había arañado, con las uñas, un verso de Shelley precisamente, y en inglés. No sé qué raro preso sería éste pero el hecho es que allí estaba. No sé si con la democracia lo habrán quitado cuando habría habido que ponerle un marco”.
El poema, los versos arañados en la pared, en traducción del propio Sacristán, decían así:
La luz del día
después de un estallido
penetrará
al fin
en esta oscuridad.
No es seguro que el poema sea realmente de Shelley -el mismo Sacristán tuvo finalmente dudas sobre la autoría-, pero, en todo caso, como era imaginable, no hay marco ni poema ni recuerdo alguno. Pero, en cambio, sí que existe el reconocimiento de que también en este caso Sacristán supo, en circunstancias nada fáciles, dirigir bien su mirada de lector atento, incorporar aristas y vértices poliéticos, trasmitiendo a los asistentes de aquel curso de metodología de las ciencias del curso de 1981-1982, poco después del regreso de su primer viaje a México del que había vuelto con fuerza y espíritu renovados, algo más que la comprensión filosófica y analítica estricta (y encorsetadora) de temas, tesis, argumentos, textos, críticas e inquietudes.
4. Hipótesis, conjeturas.
Los volúmenes de la colección “Hipótesis” que Manuel Sacristán codirigió con Francisco Fernández Buey incorporaban en la contraportada tres citas escogidas por el propio Sacristán, una de las cuales era una interesante propuesta epistemológica de Engels: “La peor hipótesis es mejor que la falta de hipótesis”.
Recogiendo esta atendible recomendación, podemos preguntarnos: ¿de dónde proviene la singular forma de leer de Sacristán? ¿Cuales son sus características centrales? ¿Qué atributos sobresalen en esta faceta de su magisterio? Aventuremos las siguientes consideraciones:
1. Sacristán estudió bachillerato en el Instituto Jaume Balmes de Barcelona (Ceballos 2006; Antonio Sacristán y J. Mª Castellet en: López Arnal y De la Fuente 1996: 286-295 y 306-323), donde tuvo un excepcional profesor de literatura en aquellos años de la posguerra incivil: Guillermo Díaz-Plaja, cuya máxima finalidad pedagógica era crear lectores vocacionales, con procedimientos abiertos y entonces inusuales. Sus alumnos de Bachillerato tenían que escoger para lectura diez libros cualesquiera, no importaba cuáles, siempre y cuando fueran los que ellos realmente deseasen leer. No es difícil conjeturar la importancia que pudo tener para el Sacristán adolescente un magisterio tan poco coercitivo, con tanto margen de libertad, tan abierto a inquietudes diversas y, desde luego, tan riguroso.
2. Contrariamente a lo que en ocasiones se ha sostenido, Sacristán no fue un filósofo doctrinario, aunque sí tuvo posiciones filosóficas argumentadas en diversos ámbitos políticos, lógicos y epistemológicos (López Arnal 2006). No fue ni un filósofo anclado en una tradición sin variaciones ni un ciudadano con destacable motivación política pero inflexible. Algunas muestras de ello: preguntado en 1983 sobre la crisis del marxismo, no tuvo reparo alguno en defender que todo pensamiento decente, incluida su propia tradición, debía estar en permanente renovación (López Arnal y De la Fuente 1996: 232; Piera 1996: 153). A partir de los años setenta, tras la irrupción de la problemática ecologista, Sacristán impulsó una renovación del ideal emancipatorio, de los procedimientos de intervención y de la práctica política socialista que, como mínimo en España, no tuvo parangón (Tello 2005)). Cuando en la revista Nous Horitzons comentó un ensayo del Garaudy marxista sobre el pensamiento de Lenin, Sacristán finalizó su reflexión apuntando algo que hoy puede parecer trivial pero que no lo era tanto en 1969: “Es necesario de una vez dejar vivir a los clásicos. Y no se ha de enseñar a citarlos, sino a leerlos”. Cuando años más tarde, en la carta del primer número de mientras tanto, Sacristán -y sus compañeros de redacción- hablaba de la necesidad de sosegar la casa de la izquierda, no tuvo ninguna duda doctrinal en citar un verso de San Juan de la Cruz (“estando ya mi casa sosegada”), uno de los poetas que más le influyeron.
En síntesis, como ha destacado Manuel Monereo (Sacristán 2005: 237-241), la tradición política y filosófica de Sacristán fue ante todo la de una escuela antidogmática. Él nunca señaló qué tenía que pensarse ni qué doctrina tenía que interiorizarse. Había que pensar “con la propia cabeza”.
3. Solía recordar Sacristán uno de los dos aforismos elegidos por Marx en aquel juego de preferencias con su hija Laura: “Nada humano me es ajeno”. Tampoco a Sacristán ningún conocimiento le fue extraño. Un ejemplo poco académico puede ser ilustrativo. En declaraciones a Xavier Juncosa para su “Integral Sacristán”, Jordi Guiu recordó que, cuando él y Antoni Munné le entrevistaron para El Viejo Topo en 1979, al final de la conversación hablaron sobre las revistas que circulaban en aquellos años. Sacristán les preguntó por sus lecturas y preferencias. Ellos le hablaron, presuponiendo desconocimiento por su parte, de una revista de rock Vibraciones que publicaban también los editores del Topo. Sorprendentemente, Sacristán no sólo la conocía sino que coincidió con su opinión: la leía asiduamente y le parecía una publicación excelente.
Sus intereses vitales e intelectuales fueron amplísimos: lógica, filosofía de la ciencia, historia, marxismo, anarquismo, antropología, política, crítica teatral y literaria, poesía, ecología, ciencias naturales, medicina, sociología de la ciencia, clásicos castellanos, Gerónimo, Gandhi, Goethe, Espriu, Brecht, Maiakovski, etc. incluso cómics, como se refleja en los regalos familiares para Reyes y en las tiras que solía dibujar para su hija cuando regresaba a casa por la noche después de los encuentros y de sus cotidianas reuniones políticas. No es extraño que esa amplitud de lecturas, esa variedad de intereses, se tradujera en una aproximación enriquecedora en sus numerosas lecturas. Testimonios de todo ello pueden verse hoy en los cuadernos de lectura que pueden consultarse en “Reserva”, fondo Sacristán, de la Universidad de Barcelona. Por ejemplo, en sus precisas notas históricas y analíticas sobre El Capital (Sacristán 2004: 179-288); en sus detalladas observaciones sobre la Fenomenología hegeliana; en sus comentarios sobre La lógica de la investigación de Popper o La estructura de Kuhn; en sus anotaciones sobre la obra de Gramsci o, por poner un ejemplo muy diferente, en sus ajustadas observaciones sobre el poemario de Brossa recogido en Poesía rasa o sobre los ensayos que estudió para su proyectada aproximación a Maiakovski.
4. Sacristán encajaba en la definición clásica del filósofo: aspiraba y amaba el conocimiento, sabedor como pocos de sus propios límites (Ovejero Lucas 2006). No es casual que en sus clases de metodología recordara con frecuencia aquel paso de la carta que Einstein dirigió el 1 de diciembre de 1919 a la señora Born: “Yo no estoy de acuerdo con la estimación pesimista del conocimiento. Una de las cosas más bellas de la vida es ver con claridad las relaciones y eso sólo puede negarse estando de un humor totalmente sombrío y nihilista”. O que, por recordar un ejemplo conocido, citara con frecuencia el indignado texto de Marx en el que llamaba canalla a quien hiciese cuadrar, sin más mediaciones, y aun a costa de falsificaciones, datos y teorías con sus propias ideas. Amar el conocimiento exigía rigor, atención, permanente posibilidad de rectificación y la consideración de que también en los textos de autores alejados de las simpatías ideológicas de uno mismo pueden hallarse núcleos de veracidad.
Sacristán nunca aceptó la descalificación de argumentos o posiciones en función de posiciones políticas no compartidas. Fue ésta una batalla constante en sus intervenciones políticas y filosóficas, especialmente en el seno de su propia tradición. Desde nuestro punto de vista, éste fue uno de sus mayores logros. No fue fácil conseguir que pensadores y activistas socialistas tuvieran interés, e incluso aceptaran, argumentos e informaciones provenientes de autores situados en ámbitos no cercanos o incluso militantemente antisocialistas.
También esto enriqueció sus puntos de vista, la calidad y profundidad de sus argumentos, y alimentó su profundo y constante antisectarismo.
5. No habría que olvidar por otra parte su sincera pasión por la verdad, por la veracidad. En su vida familiar hay netos indicios de ello; el órgano de expresión de los intelectuales del PSUC de principios de los sesenta se llamó Veritat por insistencia suya y llevaba en primera página un lema “gramsciano” muy de su gusto: “La verdad es siempre revolucionaria”; al comentar la experiencia checoslovaca, Sacristán insistió reiteradamente que una de sus principales virtudes era el saldo de verdad social, de auténtica realidad social no ocultada que podía poner al descubierto; uno de sus ensayos más celebrados de crítica literaria lleva por título, precisamente, “La veracidad de Goethe”; fue contundente su respuesta a Guiu y Munné en la entrevista de 1979: “A mí el criterio de verdad de la tradición del sentido común y de la filosofía me importa. Yo no estoy dispuesto a sustituir las palabras “verdadero” y “falso” por las palabras válido/no válido, coherente/incoherente, consistente/inconsistente, no. Para mí las palabras buenas son “verdadero” y “falso”, como en la lengua popular, como en la tradición de la ciencia. Igual en perogrullo y en nombre del pueblo que en Aristóteles” (López Arnal y De la Fuente 1996: 103). Este amor a la verdad, su veracidad lectora (Piera 1996), explica no sólo su interés por autores distantes, como en el caso de Roszak, sino su equilibrada aproximación a autores cultivados de su propia tradición, como, por ejemplo, Lukács, Heller o Harich, pero con los que mantuvo claras diferencias en temas no marginales.
Todo ello es coherente con su conocida concepción sobre la filosofía y sobre un filosofar amigo de la ciencia que cree, como él mismo ya señaló en una conferencia de abril de 1959 sobre “El hombre y la ciudad”, que todo hombre que piensa sus cosas hasta el final filosofa inevitablemente, o que defienda, como en otra intervención de 1979, una interesante relación entre el término “filosofía” y el comportamiento cívico que éste denota: “En un mundo en el que nos aseguraran cierta garantía contra desmanes de las fuerzas productivas, pero a cambio de una prohibición de la investigación de lo desconocido, probablemente todos nos sublevaríamos; o por lo menos, todos los filósofos que merecieran el nombre” (Sacristán 2005: 70).
6. Por otra parte, Sacristán supo seleccionar siempre los autores, textos y temas esenciales. No es cuestión trivial saber guiarse, como él lo hacía, entre los anaqueles infinitos de la Biblioteca de Babel. De ahí su insistencia en la necesidad de leer a los clásicos, de ir a las fuentes, de no quedarse instalado, incluso en temas difíciles o de no fácil divulgación, en la literatura secundaria (Sacristán 2003: 57-66). A este respecto, Llorenç Sagalés ha señalado sus conversaciones con Sacristán sobre la discusión de la posición de Einstein en torno a las leyes probabilísticas de la mecánica cuántica y la necesidad de consultar los textos originales. Ello no significa, claro está, que Sacristán despreciara la literatura divulgativa bien informada; un ejemplo de ello es su excelente opinión del ensayo de Nagel y Newman sobre el teorema de incompletitud de Gödel.
Además, en las características centrales de su forma de leer, hay una síntesis creativa y nada trivial entre el rigor analítico y la finalidad holística; entre la abstracción y el interés por los detalles y la concreción, tal como prueba su singular concepción de la dialéctica; entre las consideraciones teóricas y una cuidada atención por la historia de los problemas; entre el intento de ensamblaje no forzado de hechos y teorías, distinguiendo entre hechos establecidos e intuiciones iluminadoras, y finalmente, entre lo que serían aspectos comunitarios y lo que son más bien enfoques o intereses estrictamente personales.
Sacristán fue, pues, un lector riguroso y con empatía, con un singular estilo intelectual, del que, como suele ocurrir con los clásicos, puede seguirse aprendiendo hoy, sabiendo por lo demás que no sólo fue capaz de leer textos y autores de forma penetrante y singular sino que supo entender también de forma muy especial las vidas de luchadores o filósofos como Jerónimo, Galileo o Gramsci. En un sentido artículo de 1967 sobre este último (Sacristán 1983: 63), señalaba: “[…] como balance de la descripción de esa experiencia, puede tal vez señalarse algún importante problema pendiente en el pensamiento socialista contemporáneo, problema identificado y abierto en la obra de Gramsci, y no resuelto en ella, probablemente porque todo auténtico pensador descubre problemas más allá de sus soluciones”. Como su admirado Gramsci -“Uno puede tenerle mucho amor a Gramsci. Yo se lo tengo desde luego. Es un figura muy digna de amor, pero no porque sea una perspectiva de éxito del movimiento obrero, sino porque como cualquier mártir es digno de amor”-, también Sacristán fue un auténtico pensador socialista.
Notas .
(1) Así, en lo que respecta a sus concepciones metafilosóficas y su noción (neokantiana) de un filosofar no especulativo (Bueno 1971: 9-19); en lo que se refiere a su concepción de la política y a su activismo político, tanto el de sus años de militancia en las filas del PSUC-PCE como en su etapa de profunda renovación del ideario emancipatorio (declaraciones de Javier Pradera para “Integral Sacristán”); en sus incursiones y preferencias en el ámbito de la filosofía marxista: Korsch, Lukács, Harich; en su aproximación a determinadas corrientes de la filosofía analítica que se ha valorado en ocasiones como simple y trasnochado positivismo, o en la que fue, en arriesgado juicio de compañeros suyos de generación, su total falta de gusto artístico-literario, con búsquedas creativas poco conseguidas.
Se han comentado también críticamente algunos aspectos de su tarea de traductor, uno de sus trabajos más continuados y medio básico de subsistencia durante más de 15 años, e incluso se ha señalado que fue un conferenciante informado pero poco atractivo, nada original, aunque estas dos últimas consideraciones apenas han conseguido eco.
(2) Sobre este punto, su conferencia “El trabajo científico de Marx y su noción de ciencia” (Sacristán 1983: 317-367); el recordado coloquio que le acompañó (Sacristán 2004: 307-326) y “Karl Marx como sociólogo de la ciencia” (Sacristán 2005a) son de cita obligada, pero sus trabajos iniciales en este ámbito filosófico no transitaron por senderos distantes. Así, “Jesuitas y dialéctica”, “Para leer el Manifiesto Comunista”, “Tres notas sobre la alianza impía”, “Humanismo marxista en la Ora marítima de Rafael Alberti”, el prólogo para su traducción de Revolución en España,... Para una detallada bibliografía de Sacristán, véase: Capella 1987: 193-223.
Sobre Engels es de obligada cita su prólogo al Anti-Dühring, acaso unos de los textos más influyentes de Sacristán. Para la reedición del texto de Engels en OME-Crítica, Sacristán escribió la “Nota editorial sobre OME 35”, pp. IX-XIX, y en una de las carpetas de RUB-FMSL puede consultarse unas anotaciones de lectura que llevan por título: “Anti-Dühring, agosto 1976, en la preparación de la edición OME”.
(3) El paralelismo con Wittgenstein es en este punto obvio, aunque las motivaciones fueran muy distintas. Curiosamente, Sacristán estructuraba sus conferencias e intervenciones siguiendo el modelo del Tractatus. En una página (18/7/1959) de un diario interrumpido que se conserva en Reserva de la UB, fondo Sacristán, escribía: “El papel de Wittgenstein (Tractatus) en mi cap. III es el de negador de la abstracción, por sus dos (=uno) principios: a) que la forma no se expresa; b) que las funciones no designan”.
Por otra parte, también en Reserva, puede consultarse esquemas de conferencias y programas, y material preparatorio de sus clases en Can Serra. Sacristán escribió también un informe sobre unas reuniones celebradas el 20 de octubre y el 4 de noviembre de 1976 con todo el profesorado de apoyo (Neus Porta, Rafael Grasa, Francisco Fernández Buey). En él se vierten juicios como los siguientes: “No olvidar el carácter de iniciación. Ser muy sencillos. Estilo narrativo. Contar historias, leer documentos o resumirlos. El objetivo es dar unas pocas ideas claras (comunismo, burgués, proletario, capitalismo, imperialismo, comunismo científico, explotación, mercancía, valor, plusvalía, estado, revolución social) apoyándolas en un modesto marco histórico en la medida en que este marco ayude a la comprensión. Cada bloque y cada sesión dentro de él se tienen que dar de la forma más autocontenida posible, pensando en que la asistencia será irregular. El cursillo no debe durar más de un trimestre, contando incluso las sesiones que fallen. La numeración de los puntos de cada bloque no significa, por lo tanto, que cada tema haya de ocupar por fuerza una sesión”.
Sobre los cursillos elemental y adelantado, apuntaba: “Atenerse a los miembros menos formados del grupo, aunque los más preparados se aburran algo. Asegurarse de la comprensión literal del texto antes de comentar y actualizar. Rebasar el trimestre de duración. En el cursillo elemental, leer en la sesión misma. En el cursillo elemental, saltarse la crítica de la literatura socialista si (como es muy probable) extraña a los menos preparados (y, por lo que vi el día de la presentación, puede resultar extraña a todos)”. Sobre los coloquios indicaba: “Conviene la participación (o la presencia) del mayor número posible de profesores, además del moderador. A pesar de que queramos evitar la pedagogía tradicional en el coloquio, seguramente hará falta cada vez una especie de ponencia inicial por profesorado. Sigue sin resolverse la cuestión de si las amas de casa van a poder asistir al coloquio previsto o habrá que organizar otro para ellas. En vez de la hora y el día, finalmente decididos para el coloquio por la mayoría (miércoles, 20 h), las amas de casa habían propuesto los jueves a las 21h. Los cursillos empiezan hoy” [la cursilla es mía].
(4) Por ello no es causal que científicos naturales como Carles Muntaner, Eduard Rodríguez Farré, Guillermo Lusa o Manuel Monleón Pradas se reconozcan en su magisterio. La importancia que Sacristán concedió siempre, y en especial en sus últimos años, a temas de política y sociología de la ciencia puede verse reflejada en: M. Sacristán: Escritos de sociología y política de la ciencia. Barcelona, Montesinos (en prensa); presentación: Guillermo Lusa; epílogo: C. Muntaner y J. Benach.
(5) Javier Muguerza ha apuntado un interesante argumento contra la posible minusvalorización de la obra de Sacristán desde el punto de vista de la extensión: ¿desde cuándo se ha considerado la importancia de una obra (filosófica o no) por el peso o volumen de sus páginas publicadas? Un compañero de generación como Gil de Biedma, cuya obra poética es reconocida por todos (y, desde luego, por el propio Sacristán), coincide con él en este punto -como coinciden Rulfo, Berlin o el mismísimo Feynman- y nadie pone en tela de juicio la huella e importancia de su obra por el cardinal de sus versos. Además, en Sacristán, y acaso también en esos otros autores, hay una notable lejanía de la aspiración a la hinchazón máxima del currículum. Él mismo escogió para la edición de su obra el título de “Panfletos y materiales” y no parece, mirado como se quiera mirar, incluso en los años ochenta, que la elección fuera una meditada decisión publicístico-comercial.
Algunos ejemplos más: 1) Sacristán dejó interrumpido un manuscrito de presentación de su Antología de Gramsci de finales de los sesenta, que luego ha sido editado por Albert Domingo Curto con el título de El orden y el tiempo; sólo la intervención, y petición de entrega como obsequio, de Jacobo Muñoz salvó ese escrito de la papelera y del olvido. 2) Sacristán escribió en 1965, para una enciclopedia temática de la editorial Labor, un largo desarrollo de la voz “Lógica” que, finalmente, no llegó a editarse; lo guardó en un cajón y no hizo nada, absolutamente nada para su publicación. Fue su hija Vera quien editó póstumamente ese escrito con el título Lógica elemental (Vicens Vives, Barcelona, 1996). De esa época es también un proyecto de ensayo de “Teoría del conocimiento”, que dejó inacabado y sobre el cual no volvió nunca. 3) Al editar sus escritos en Icaria, Sacristán no sólo dejó en el tintero escritos de tanto interés como “Jesuitas y dialéctica”, “Tres notas sobre la alianza impía”, “Tópica sobre marxismo e intelectuales”, o su material de trabajo sobre el Manifiesto Comunista, sino que no se esforzó apenas por conseguir papeles y escritos de su época de dirigente comunista clandestino (“Nota previa al volumen”, Intervenciones políticas, Icaria, Barcelona 1985, pp. 9-10). 4). Hay, además, pendientes de publicación, numerosas conferencias transcritas pero no publicadas y sus apuntes de “Fundamentos de Filosofía” de sus primeros años de profesor universitario tras su vuelta de Alemania; tampoco Sacristán se empeñó en la edición de estos papeles.
(6) Un ejemplo de desvarío de ese saber académico, citado por el propio Sacristán en “Tres notes sobre l´aliança impia” (Sacristán 2006b): en un texto de un reconocido psicólogo norteamericano, recogido críticamente en la Monthly Review de 1960, se afirmaba: “Si la devastación producida por una guerra atómica llega a ser tan grande como parece que puede ser, los que salgan de un refugio antiatómico al acabar la guerra pueden encontrarse en un mundo primitivo... Probablemente tendrán que tener más cuidado de la tierra, dedicarse a la caza y a la pesca, podrán olvidar los relojes y la urgencia de los horarios”. Inmediatamente, satisfecho por la “hondura” de su descripción, el autor concluía preguntando: “¿Es tan terrible la perspectiva de una vida así?”.
SLA
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