Entre los muchos ingredientes que definen al liberalismo (político, por supuesto) hay que destacar una antigualla como el principio de responsabilidad. Es decir, ese rasgo distintivo que es la autonomía del individuo en la toma de decisiones sobre los asuntos que le afectan y la asunción de las consecuencias de sus actos. La oferta electoral de los partidos políticos españoles es, precisamente, un concurso para la exención de esa responsabilidad: rebajas fiscales y subvenciones al negocio y al ocio. Bicoca muy querida por el público, al cual no le importa que el efecto sea una mayor presión fiscal vía tributos impersonales y regresivos (tasas e impuestos indirectos) y una menor libertad derivada de un estrecho margen de maniobra en su oficio o afición. El respetable aprecia la sensación de prosperidad que tiene al comprar esa oferta mediante el voto. Y rehuye la responsabilidad, que sería la contrapartida que se la garantizase, incluso en culturas y religiones donde fue valor de arraigo hasta hace un suspiro: “Hicimos una encuesta no hace mucho para saber si a los ciudadanos les parecía bien cogerse la baja por enfermedad sin estar enfermos, y el 60% de los encuestados dijo que sí” (Assar Lindbeck). El Estado-subsidio se maquilla como Estado del bienestar para una representación que el liberalismo contempla como una vieja dama sin alivio de luto en palco de media vista.
(Robert Frank: Trolley,
Y aquí viene la primera paradoja, porque alguien que sabía del asunto, como George Santayana, decía que el liberalismo moderno aspira a conseguir libertad y prosperidad juntamente, frente a los antiguos, para los que eran difícilmente compatibles. Sin embargo, la prosperidad genera unas servidumbres contrarias a la libertad: “(...) la prosperidad exige desigualdad de funciones y crea desigualdad de fortunas, de suerte que el mucho trabajo y la mucha riqueza matan la libertad individual” (G. Santayana, Diálogos en el limbo, Losada, ed. 1960). Pero esa contradicción entre prosperidad y libertad es sólo aparente. La desigualdad de fortunas es un indicio razonable de éxito del liberalismo, pues es el resultado normal de los distintos esfuerzos, talentos y ambiciones de los ciudadanos, suponiendo el libre e igual acceso a la producción de riqueza, por seguir refiriéndonos a los países democráticos. [Y prescindiendo de cualquier naturaleza o destino social de la riqueza o de ese mantra compasivo cuando no interesado que es la redistribución de la susodicha]. Así que esa restricción a la libertad sólo puede proceder de la sociedad del dinero y el aburrimiento que Schopenhauer nos pronosticó con acierto. No serían tanto la desigualdad ni la especialización los obstáculos a la realización de la libertad política como la dedicación exclusiva y común al becerro de oro, en forma de trabajo y fortuna hasta mediados del siglo XX, o a los corderos de plata del ocio y la indiferencia en la actualidad. Dejar de aspirar a ser dueño de sí, de su tiempo y su destino sería para Santayana una enajenación que exilia la libertad del individuo, concepto que comparte involuntariamente con Marx y con Chaplin en Tiempos Modernos.
(Robert Frank: de la misma serie, The Americans, 1955)
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La segunda paradoja del liberalismo es la que se produce entre libertad y democracia. El liberalismo que dominó el siglo XIX significaba sobre todo libertad personal sin frenos públicos a su desarrollo, libertad como derecho y –traído por John Stuart Mill (Sobre la libertad, 1859)- rechazo a la tiranía de la mayoría sobre el individuo o la minoría, riesgo propio de la democracia moderna. Mill avisaba sobre los peligros del nuevo poder, el del pueblo: “La única razón por la que es posible ejercer legítimamente el poder sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada en contra de su voluntad es para impedir que éste dañe a otros. Su propio bien, ya sea físico o moral, no es motivo suficiente para ello.”
Estaba hablando de las muchas formas de coacción, entre ellas la intelectual, que son propias de las democracias populares. Y enlaza con la sabiduría como guía moral y azote de la libertad: “No es legítimo obligarle a hacer algo o abstenerse de hacerlo con la idea de que ello sería lo mejor para él o lo haría más feliz o porque, en opinión de otros, actuar así sería sabio o incluso correcto” (Sobre la libertad). Cuando la virtud y la sabiduría dejaron de estar lejos, quitándoselas a Dios, pasaron a ser vecinos paradójicos y gendarmes de la libertad.
(Escrito por Bartleby)
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