Son dos y aguantan la barra en un karaoke de un barrio bien de la capital de España. Beben whisky con agua y nunca cogen el micrófono. Hablan, ya algo afectados por el alcohol, relajados como quien ha dejado atrás una agotadora jornada laboral. Hay uno más vistoso. Es blanco, de una gordura solemne y serena, viste de traje claro y lleva un gran bigote al estilo de José María Íñigo. Es hondureño, y ha visitado Madrid en una delegación de un banco regional de Centroamérica. Recibe con alegría la conversación del desconocido, mientras el discreto asiste sonriente. El desconocido lanza un contundente Viva Honduras antes de ponerse con Felicidad, éxito inmortal de los chaparralescos Albano y Romina, y cuando acaba no puede evitar recordarle la anécdota del simpático Federico Trillo ante las tropas de El Salvador.
Es en el mismo karaoke y un poco más tarde. Anorak rojo, vaqueros y sudadera barata de gran superficie comercial, lleva gafas y es mulato, mal hecho y desgarbado. Entra y se aposta en la barra, y pide un tercio de cerveza aunque la consumición mínima sea de seis euros, que es también el precio de los cubalibres. Bebe y mira la pantalla impasible, hasta que pide una canción a las espléndidas camareras. Canta, correcta, discretamente, sin estridencias, devuelve el micro y sigue bebiendo. Desconocidos le hablan. Lleva dos años en Madrid, trabajando en el Citybank. Le gusta. No dice mucho más, y parece querer volver a la ruidosa soledad de la barra. Desconocidos cantan Pobre Diablo, que es más bonita en francés, y como cierre recitan a voz en grito un emocionado discurso de amistad hispano-dominicana. El hombre lo agradece tímidamente, pega un trago largo y saca un CD del bolsillo del anorak. Se lo entrega a la camarera, que lo pone y le da el micrófono unos minutos después. El hombre canta con energía esta divertidísima canción dominicana, se hace milagrosamente un espacio en los alrededores atestados de la barra y baila con gracia sobre sí mismo dejando de mirar la pantalla. Su entusiasmo consigue encender el local. Pero cosecha también una mirada de desprecio y burla de un muchacho alto, guapo, limpio y bien vestido que desbarata con la absoluta indiferencia ante el cínico.
Es domingo noche. Unos muchachos llegan en taxi a las puertas del Congreso. Se paran en la calzada esperando a otro coche, que conduce un amigo. Cruzando la calle a la carrera pasa un ecuatoriano bajito y rechoncho, embutido en una impecable camisa blanca, con americana azul y pantalones claros. Le aborda uno de los muchachos, de natural escandaloso y desbordantemente amigable al calor del alcohol. De nuevo el discurso de la amistad entre pueblos hermanos y una conversación corta, vaga, animadísima. Está de seis meses, y ya casi vuelve. Vino para pasar un tiempo con sus hijos, radicados indefinidamente en España, dejando atrás un trabajo cualificado. Debajo del brazo lleva un revista, de título Metafísicas. La Iglesia de la Cienciología está cerca, y en una asociación de ideas rápida y escasamente fundamentada dos de los muchachos le hacen adepto a la secta. No, no. Aclara el hombre. Nada tiene que ver. Viene del Ateneo, y se la dieron allí. Se habla de política, y el hombre se declara socialista. Pero allí, allí, que aquí le parecen más socialistas los otros, aclara ante la evidencia que los jóvenes, reciente la fascinación por las imágenes chadianas del ciclón Sarko, apoyan a la derecha más extrema. La muchacha del grupo quiere saber cómo subsiste en Madrid. Dice hacer de albañil entre semana, y los chicos se emocionan ante la imagen: un albañil ecuatoriano un domingo a la noche vestido de gala para la cultura.
(Escrito por Happel)
Etiquetas: Happel
«El más antiguo ‹Más antiguo 401 – 449 de 449