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El Estado fragmentado
Francisco Sosa Wagner e
Igor Sosa Mayor
¿Austro-España?
ROBERTO L. BLANCO VALDÉS
CATEDRÁTICO DE DERECHO CONSTITUCIONAL EN LA UNIVERSIDAD DE SANTIAGO DE COMPOSTELA
¿Somos, los españoles, los más listos? Eso cabría, desde luego, deducir de un hecho llamativo, fuente creciente de estupor entre muchas gentes sensatas del país: el hecho, al que probablemente no se ha dado la importancia que merece, de que hayamos procedido a meternos en el complicadísimo y comprometidísimo dibujo de una «segunda descentralización», así llamada, sin parar mientes, para nada, en lo que se hace o no se hace –también en lo que se ha hecho o no se ha hecho– por esos mundos de Dios de la historia y el federalismo comparados. Existen, desde luego, dos razones que podrían servir para justificar la circunstancia de que en España hayamos procedido a encarar esa supuesta redescentralización en la que estamos –que es algo cualitativamente diferente, en realidad, a una mera progresión en los niveles de autonomía regional– sin mirar para ello a lado alguno: la primera, que no existiera ninguna experiencia territorial, en el pasado o el presente, de la que nuestros gobernantes pudiesen obtener enseñanzas provechosas; la segunda, que aun habiendo tales experiencias, la presión popular en favor de menos Estado y más poder regional y propia identidad fuera en nuestro país de tal envergadura y tal urgencia que al Gobierno socialista y a los líderes de los partidos de la izquierda no les hubiera quedado otro remedio que achantar y trepar del llano al monte para no verse sobrepasados, desde abajo, por el imparable impulso de unos pueblos de España fuera de control.
Sobre la verosimilitud de la segunda de esas hipotéticas razones no parece difícil pronunciarse: sencillamente no hay tal cosa. Ni urgencia, ni no urgencia. Según ha podido comprobarse de un modo incontestable con la pavorosa abstención producida en los referendos de ratificación estatutaria celebrados en Cataluña, primero, y en Andalucía, con posterioridad, la preocupación por el incremento del poder de las regiones españolas es nada más asunto de las élites –quizá sería más exacto decir de ciertas oligarquías partidistas–, las cuales, ni aun contando a su favor con la mayoría de los aparatos de poder, han conseguido convencer al pueblo llano, pese a todo, de que es mejor para él lo que, sin duda, será sólo más beneficioso para los intereses particulares de su clase política autonómica. En cuanto a la primera de las dos razones aludidas –no se mira a parte alguna porque en realidad no hay nada que merezca ser observado atentamente por unos dirigentes que estarían ya, según ellos, al cabo de la calle–, lo cierto es que, frente a quienes pudieran tener la pretensión de amparar en argumento tan falaz su alocada forma de actuar, quisiera traer ahora a colación una anécdota familiar que encierra una metáfora esclarecedora. Un profesor pidió un día a un mal alumno que le hablase del paleolítico inferior y el alumno, cogido in albis, contestó que del paleolítico inferior se sabía poco en realidad. La réplica del profesor fue absolutamente fulminante: «Quien sabe poco será usted. Puede sentarse». Personalmente no tengo muchas dudas de que, pese al inmenso arsenal de información y experiencia disponible en materia de organización territorial del Estado para quien pudiera desear utilizarlo, una buena parte del reducido grupo de políticos que hoy dirigen el país saben poco de aquello de lo que, de haber sabido mucho, hubieran obtenido indiscutible utilidad, porque –quizá, sólo quizá– tales conocimientos les habrían llevado a actuar con muchas mayores dosis de humildad y de prudencia.
¿Qué conocimientos, por ejemplo? Pues, sin ir más lejos, los relativos a la formación, evolución histórica y caída estrepitosa del Imperio austro-húngaro, asunto mayor al que Francisco Sosa e Igor Sosa dedican un libro que nadie interesado en el futuro político de España debería dejar de leer con atención. La obra, escrita con una prosa primorosa, expresiva de la decidida voluntad de estilo del catedrático de Derecho Administrativo Francisco Sosa Wagner y de su hijo, el también profesor Igor Sosa Mayor, se abre con un prólogo valiente de un Joaquín Leguina con ganas de largar, prólogo que servirá, sin duda, de consuelo a quienes hayan ya olvidado, o nunca hayan sabido, que hubo un día en que el Partido Socialista estuvo dirigido por personas de cultura que creían en el proyecto de Estado autonómico español prefigurado en la única de nuestras constituciones aprobada por la inmensa mayoría del país. Pero esa, claro, es otra historia.
La del Imperio austro-húngaro constituye la parte central, pero no única, del libro que ahora se comenta, que es, asimismo, un estudio sobre las reformas estatutarias españolas y aun también, por más que en menor medida, sobre los cambios experimentados en la tradicional teoría del Estado por el renacer de los nacionalismos. En realidad, El Estado fragmentado –que, como aquella Rayuela cortazariana, bien podría leerse desde el principio hasta el final o, al contrario, desde el final hasta el principio– está recorrido de punta a cabo por la preocupación que suscita en todo el mundo el creciente auge de los nacionalismos interiores que bullen en el seno de algunos viejos Estados europeos. En todo el mundo con la casi única excepción, obvio es decirlo, de los propios nacionalistas y de quienes, creyendo utilizarlos para mantenerse en el poder, se sirven de su apoyo para –¡negocio redondo!– hacer a la postre lo que los nacionalistas consideran oportuno para sus propios intereses.
Así las cosas, ¿qué relación existe entre aquel «modelo austro-húngaro» y este «brote de naciones en España» que sirve a los autores para subtitular El Estado fragmentado? La respuesta es muy sencilla: la de la comparación. Resulta, de este modo, que la misma experiencia político-territorial que constituyó a finales del siglo xix un modelo a imitar por el nacionalismo catalán y es todavía hoy fuente nutricia de pensamiento para algunos partidarios de lo que los autores denominan
con razón «añoranzas austro-húngaras», se configura aquí, en la documentadísima y muy crítica lectura que de aquella experiencia hacen Sosa Mayor y Sosa Wagner, como un modelo, no a imitar, sino a evitar. Para no traicionarlos ni por un momento aclararé, antes de entrar en harina con la comparación, que los mismos Sosa parten de aceptar, en todo caso, y con meridiana claridad, las notables diferencias entre la complejidad de aquel imperio que se hundió empezando el siglo xx y la de esta España que, conocida su última evolución, podría acabar por zozobrar comenzando el xxi: «La maraña de nacionalidades que hemos visto, la de lenguas, la de religiones –casi todas las
creaciones espirituales del género humano–, con razón «añoranzas austro-húngaras», se configura aquí, en la documentadísima y muy crítica lectura que de aquella experiencia hacen Sosa Mayor y Sosa Wagner, como un modelo, no a imitar, sino a evitar. Para no traicionarlos ni por un momento aclararé, antes de entrar en harina con la comparación, que los mismos Sosa parten de aceptar, en todo caso, y con meridiana claridad, las notables diferencias entre la complejidad de aquel imperio que se hundió empezando el siglo xx y la de esta España que, conocida su última evolución, podría acabar por zozobrar comenzando el xxi: «La maraña de nacionalidades que hemos visto, la de lenguas, la de religiones –casi todas las creaciones espirituales del género humano–, ¿tiene algo que ver con nuestra realidad del siglo xix, del xx o del xvi?, ¿alguien puede advertir alguna relación consistente entre polacos, rutenos, croatas, rumanos, italianos o checos con nuestros andaluces, extremeños, vascos, gallegos, catalanes o valencianos?», se preguntan Sosa padre y Sosa hijo. Pero si las cosas son así –y en el cuaderno primero de El Estado fragmentado, centrado en el estudio de la experiencia austro-húngara, se demuestra cumplidamente que lo son–, ¿dónde se sitúa, a juicio de los autores, la utilidad de comparar dos casos tan distintos? Su respuesta merece ser reproducida en su integridad: «Es verdad que en nada nos parecemos al Imperio cuyo funcionamiento hemos descrito; es asimismo cierto que ha tenido y tiene mucho de ridículo airear sus recetas, de la misma forma que resulta extravagante evocar como modelo a algún político de la Hungría del siglo xix que sólo sirve hoy, en su país, para el comercial objetivo de servir de rótulo a un hotel. Ahora bien, y esto nos importa subrayarlo, a fuerza de insistir en lo que nos separa y olvidar lo que nos une, a fuerza de complacernos y ensimismarnos con las razones y con la nación de naciones [...], con las diferencias de la España “plural” y manosearlas todas las mañanas y en todas las ocasiones, a fuerza de idear o magnificar litigios lingüísticos y rememorar agravios y descubrir en nuestro patrimonio créditos inextinguibles contra la cuenta de unos derechos históricos, en rigor prehistóricos y fantasmales, derechos que bien podríamos llamar “linajudos”, pues que tienen ascendencia de prosapia y de superioridad, podemos llegar en efecto, pasito a pasito, con frívola parsimonia, a montar algo parecido al Imperio austro-húngaro, con sus monumentales y paralizantes líos».
A esos líos monumentales se refieren los autores con todo lujo de detalles –trágicos o cómicos, pero grotescos casi siempre– en los apartados 3 y 4 de la parte central del cuaderno primero de su obra, apartados que, respectivamente referidos al sistema político austro-húngaro y al problema lingüístico que tanto ayudó a su naufragio incontenible, constituyen a mi juicio lo mejor de un libro que en realidad no tiene desperdicio. Y es que los líos aludidos prefiguran –o mejor, ejemplifican– todos los que suelen producirse cuando el nacionalismo se alza con la que debe considerarse, sin ningún género de dudas, la mayor de sus victorias: la consistente en conseguir «hacer parecer normales sus propias pretensiones identitarias». Eso fue, según demuestran los autores, lo que los nacionalistas lograron a la postre en la historia del Imperio... y esto es, paralelamente, lo que los nacionalistas llevan camino de alcanzar en España como consecuencia de la incomparecencia o, peor aún, de la complicidad de uno de sus potenciales adversarios: la izquierda (históricamente) no nacionalista.
De hecho, es precisamente en esta esfera en la que el pormenorizado an álisis de Francisco e Igor Sosa sobre lo acontecido en Austria-Hungría en los momentos en que el siglo xix gira al xx funciona como un constante eco lejano, pero no por ello menos audible, de lo que vivimos en España desde hace varios años, y de manera muy señalada en todos aquellos territorios en los que los nacionalistas han conseguido asentarse como fuerzas hegemónicas o como fuerzas que están en grado de condicionar las posibilidades de gobierno del Partido Socialista.
Los autores de El Estado fragmentado nos hablan, así, de la rampante ambigüedad de los textos legales en que se concretó el denominado «Compromiso» (Ausgleich, en alemán) de Austria con Hungría, ambigüedad que estuvo en el origen de cientos de problemas y de interpretaciones jurídicas auténticamente pintorescas (por ejemplo, aquella en virtud de la cual los jueces húngaros llegaron a sostener en algunos de sus pronunciamientos que una ofensa al emperador no era una ofensa a la majestad, porque en Hungría la única majestad existente era el rey de Hungría), y ambigüedad que nos recuerda, desde luego, la también buscada de propósito en los nuevos Estatutos aprobados en España con la finalidad indisimulada de que se queden contentos tirios y troyanos, aun a costa de adoptar una norma que probablemente acabará por resultar intragable para unos y para otros cuando deban ser aplicadas muchas de las increíbles previsiones que contiene. Francisco e Igor Sosa nos cuentan también cómo la práctica de las negociaciones austro-húngaras estuvo presidida de modo permanente por la insaciable voracidad de las reivindicaciones de los húngaros, «que no tuvieron nunca fin ni prácticamente conocieron tregua alguna», algo a lo que contribuía «la redacción de los textos legales que tanto servían al partido independentista como al constitucional moderado para apoyar pretensiones contrapuestas, al estar su redacción grávida de oscuridades y de contradicciones»; y también esto nos suena conocido cuando pensamos en la inacabable glotonería competencial de nuestros nacionalismos periféricos, a quienes cuanto más se les da más les crece la barriga de sus exigencias de poder, o cuando recordamos el reciente episodio de los nacionalistas (y ¡los socialistas!) catalanes proclamando por tierra, mar y aire que el nuevo Estatuto catalán reconoce con absoluta claridad que Cataluña es una nación y pensamos luego en el Gobierno, que afirma justamente lo contrario: que, tras su paso por las Cortes, el Estatuto ha dejado de proclamar que Cataluña sea una nación. ¡Inenarrable!
Uno va leyendo páginas y páginas y va pudiendo comprobar, no sin estupor, que los paralelismos entre el funcionamiento práctico del sistema político-territorial austro-húngaro y las características de ese brote de naciones al que se refieren los autores de El Estado fragmentado resultan incontables: allí se discutió, como aquí se discute sin parar, de los criterios que deberían aplicarse (población, gastos, capacidad impositiva) para proceder a calcular las respectivas aportaciones económicas de las unidades (mejor sería decir de las diversidades) que formaban el Imperio; allí se practicó, como aquí se practica sin parar, el mercadeo de votos para el eventual mantenimiento de mayorías parlamentarias, lo que dio lugar, también, a que «se trivializaran asuntos de gran envergadura»; allí, como aquí, la temporalidad de los compromisos político-territoriales dio lugar a la puesta en cuestión «de forma continua [del] conjunto de las instituciones»; y allí, en fin, el modelo territorial acabó funcionando, en precisa expresión de los autores, como «un festín de enredos», al igual que aquí ha acabado por dar lugar a ese «Estado de delirio» que diagnosticaba recientemente Antonio Muñoz Molina, en un clarividente artículo de prensa.
Con el último de los apartados del primero de los cuadernos de la obra («Lenguas como trincheras») centrado en el creciente conflicto lingüístico que «atenazará al Imperio en sus últimos cincuenta años de existencia», los ojos del lector dejan de leer y comienzan sencillamente a devorar la narración de una experiencia que, de nuevo ahora, adelanta con pasmosa semejanza muchos de los excesos –bufos tantas veces– de los mal llamados procesos de normalización lingüística que se han impulsado en España en las regiones con lengua autóctona a partir del abusivo engaño para incautos de que quienes tienen lengua son los territorios y no quienes los habitan. Es cierto, por supuesto, y así lo subrayan desde el primer momento los autores, que la pluralidad lingüística de aquella Austria-Hungría era muy superior a la de España, de modo que aunque resulte «difícil ofrecer un número exacto, la cifra de lenguas habladas y familias lingüísticas representadas en el Imperio era considerable», pues rondaba las diez o doce diferentes, algunas de ramas variopintas. Pero tampoco esta desemejanza tan notable evitará que los austro-húngaros avancen una experiencia –la de la consideración de las lenguas en su función simbólica y no en sus utilidades comunicativas– que nosotros hemos ido repitiendo, en algunos extremos (¡y nunca mejor dicho!) con alucinante precisión; así puede comprobarse, por ejemplo, en la esfera de los problemas originados por la utilización del concepto de lengua habitual, que tanto recuerda a los derivados del uso del calificativo lengua propia, ya totalmente asentado entre nosotros; en el papel de la escuela, y de la lengua dentro de la escuela, como instrumento e institución de asentamiento del ideario nacionalista, allí en contra del Imperio y aquí en contra del Estado de las autonomías; en el manejo sesgado o, en todo caso, políticamente interesado de unos datos lingüísticos destinados a crear barreras artificiales de separación entre la población; en la subordinación, dentro de la escuela, de los aspectos pedagógicos a las necesidades hipotéticamente derivadas de la normalización lingüística en determinados territorios; o, en fin, en el juego de otras muchas obsesiones que a todos cuantos vivimos en territorios con dos lenguas cooficiales nos resultan, por bien conocidos, ya cansinos: las de normalizar desde los rótulos que identifican los nombres de las calles hasta los topónimos, las lápidas de los cementerios o los apellidos familiares real o supuestamente castellanizados. En ese clima de confrontación y de delirio no es extraño que se adoptasen en el Imperio originales soluciones de acuerdo lingüístico y compromiso político, como la que afectó a Eger, población de la Bohemia germanoparlante, cuya estación de tren «¡carecía de todo letrero que indicara al viajero dónde se apeaba!». Como no lo es tampoco, paralelamente, que se adopten en España otras soluciones no menos pintorescas como la consistente en escribir o pronunciar en lengua autóctona cuando se escribe o se habla en castellano los topónimos catalanes o gallegos que tienen corriente y bien asentada traducción en español: los mismos locutores de televisión que anuncian, así, con total normalidad que lloverá en Londres (y no en London) nos informan, sin rubor, de que hará sol en Girona (y no en Gerona). ¡De nuevo inenarrable!
La conclusión final que, del análisis de la experiencia austro-húngara, obtienen Francisco e Igor Sosa queda bien resumida en una de las reflexiones de cierre del cuaderno primero de su obra: la de que «la existencia de un patriotismo “austríaco”, esto es, de un sentimiento de adhesión al Imperio o a la dinastía es indudable en muchos grupos poblacionales hasta bien entrado el siglo xx» y la de que, pese a ello, «el surgimiento de constelaciones identitarias excluyentes, como son las nacionalistas, acaban ganando la partida», de modo que «en 1914 prácticamente ningún aspecto de la vida política de la Monarquía escapa a la interpretación nacional».
Es precisamente el temor a que podamos repetir en España esa triste evolución la que recorre el segundo de los cuadernos de El Estado fragmentado, dedicado, como ya previamente se apuntaba, a las reformas estatutarias españolas aún en curso: «Nosotros no constituimos una «nación de naciones» –escriben los autores–, pero es que, si así fuera, sería prudente no airearlo, sería mejor «disimular», porque tales laberintos políticos no han dado precisamente frutos apetecibles». Desde esa perspectiva, el análisis que los Sosa van desgranando de algunos de los más significativos perfiles de la llamada segunda descentralización que ha acabado concretándose en España, primordial, aunque no exclusivamente, en las reformas de los Estatutos autonómicos (el procedimiento, muy poco federal y bastante disparatado, con que se han acometido las reformas; la verosimilitud y significación de los denominados derechos históricos en que se amparan muchas de las reivindicaciones competeciales y económicas de determinados territorios; los contenidos de la polémica lingüística, «cuyos derroteros –afirman los autores– parecen calcados de los que hemos estudiado en las páginas anteriores para el caso del Imperio austro-húngaro»; la trascendencia confederal de la apuesta estatutaria a favor de la bilateralidad; y, en fin, la cuestión de las naciones interiores, fuente de todo tipo de dislates normativos y políticos) se transforma en un estudio en el que vuelven a retomarse los dos vectores esenciales que, a juicio de los autores de El Estado fragmentado, sirven para explicar el fracaso austro-húngaro: el intento nacionalista de homogeneizar a las diferentes unidades que componían el Imperio y la utilización de las identidades como instrumentos de confrontación y de búsqueda de enemigos. No es casual, por ello, que Francisco e Igor Sosa sitúen en el frontispicio de su reflexión sobre España «un dato fundamental que a nadie debe pasar desapercibido: la existencia de territorios españoles con clara vocación secesionista. Y de partidos políticos que la proclaman en sus idearios».
Es así como el hambre (la reforma en un sentido confederal del modelo de Estado desde el punto de vista de su organización territorial) se junta con las ganas de comer (la existencia de partidos nacionalistas que no se sienten obligados a mantener la lealtad federal sin la que ningún Estado compuesto pude funcionar) para componer la realidad de esta nueva España reformada. Francisco e Igor Sosa lo subrayan con toda claridad, ya en la parte conclusiva de su obra, en la que apuntan, a mi juicio con acierto muy notable, cuál es el verdadero debate en que hoy estamos: no el de la unidad del Estado, sino el de su viabilidad. Apreciarlo así no sólo es acertado, sino también inteligente, pues aceptar la exageración políticamente interesada que lo que hoy está en juego es la unidad es la mejor forma de distraer la atención sobre el problema fundamental de la viabilidad de un Estado que, tras renunciar a elementos esenciales para mantener su cohesión, está siendo administrado, en gran medida, por partidos que consideran el mantenimiento del proyecto de la España autonómica prevista en la Constitución como el verdadero adversario a combatir. Por eso nadie podrá decir que los autores exageran cuando apuntan que «el Estado, debilitado, fragmentado, carece cada vez más de la posibilidad de cumplir con su función de croupier en la ruleta de los intereses particulares y no podrá gritar un rien ne va plus! a las demandas de las clases políticas que gobiernan las comunidades autónomas»; ni tampoco cuando recuerdan, tras insistir en que España no se rompe, pero el Estado se fragmenta, que «los países federales serios (Alemania o Estados Unidos) cuentan con partidos nacionales como ejes de sus políticas y como ingredientes indispensables para la formación de sus gobiernos», una circunstancia esa que «otorga una extraordinaria solidez al sistema descentralizado». Frente a ello, y muy por el contrario, sabemos que existen en España «como un claro peligro para la cohesión del conjunto, los partidos nacionalistas con clara vocación secesionista» e, incluso, «algo peor»: que «en los partidos de ámbito estatal están ganando peso sus direcciones territoriales que ya conforman una clase política con sus intereses propios, no necesariamente coincidentes con quienes ejercen el mando a nivel nacional».
En verdad creo que este último es uno de los problemas fundamentales con los que nos tocará enfrentarnos en el próximo futuro. En ese sentido, el lector interesado en el asunto no debería dejar de completar la lectura de El Estado fragmentado con la de otra obra, igualmente provechosa, donde se abordan en toda su extensión las consecuencias que podrían derivarse del hecho insólito, pero ya, por desgracia, difícilmente discutible, de que la izquierda no nacionalista se haya sumado –por interés, por frivolidad o por una mezcla explosiva del uno y de la otra– al discurso de nuestros nacionalismos periféricos. Hablo del libro reciente de Félix Ovejero Lucas Contra cromagnon. Nacionalismo, ciudadanía, democracia (Barcelona, Montesinos, 2006), en el que el profesor barcelonés apunta hacia el carácter «enigmático» que presenta la relación de la izquierda española con el nacionalismo: «A la vez que se declara no nacionalista, [la izquierda] defiende todo lo que los nacionalismos defienden. La implicación se impone –continúa Ovejero–: o bien los nacionalistas no son nacionalistas, o bien la izquierda es nacionalista. La primera posibilidad resulta improbable. La segunda nos deja a las puertas de una pregunta: ¿puede ser nacionalista la izquierda»?
A tal pregunta cabría añadir otra encadenada. Y todo esta «pasarela de los dislates», por utilizar una feliz expresión de Francisco e Igor Sosa, ¿para qué? Ellos mismos apuntan la respuesta, cuando, ya superado el ecuador de El Estado fragmentado recogen una frase de la novela Die Standarte, de Alexander Lernet-Holenia, aparecida en 1934, «es decir, en plena nostalgia habsburga». La frase dice así: «A veces los hombres destruyen edificios que han construido las generaciones anteriores como si no fueran nada. Son capaces de quemar palacios tan sólo para calentarse las manos». De eso se trata, precisamente, al parecer: de tener con qué calentarse las manos, aunque para ello haya que ponerlo todo al rojo vivo.
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