Bachelard siempre ha resaltado la importancia de la casa en la vida psíquica de sus habitantes. Supone aquella, ante todo, el refugio ante el mundo exterior y el desarrollo de la intimidad. Una cabaña en el bosque representaría, por un lado, la sencillez y la pureza, la vida originaria y el abandono de la ciudad y, por otro, la búsqueda de la única dependencia en la propia sola fuerza. Y a ello nuestros pensadores no serán ajenos en absoluto. Nos pregunta, así mismo, Bachelard: “¿cuál es más real, la casa en que se duerme o la casa en que se sueña?”. Y contesta que la casa de los sueños reúne todas las seducciones, es refugio y abrigo, centro y sede y asiento. Porque nuestra ensoñación quiere su casa de retiro y la quiere pobre y tranquila, aislada, en el campo. La casa de la ciudad sólo tiene símbolos sociales, la cabaña allí está enraizada. Hay necesidad de haber vivido en una casa que nace de la tierra, de lo profundo, de la inmersión de los sueños o de los miedos íntimos. La casa se encuentra entonces en la frontera entre dos mundos, el interior diferente del exterior, la dialéctica de la intimidad frente al universo. Allí el acto de habitar se cubre con valores inconscientes que el inconsciente no olvida.
Todnauberg
Con Heidegger visitaríamos esa pequeña cabaña situada en Todtnauberg, Selva Negra, que la Universidad de Friburgo le cedió como una de las prebendas del cargo de Rector que ocupó en 1933. Heidegger planteó en sus ensayos (de alguno, ‘Construir - habitar - pensar’, ya hemos hablado en otro lugar) considerar este pequeño refugio como una vuelta a la raíces, al origen y a la esencia del ser. No sería tan importante qué o cuánto construir como saber por qué construimos, cuál es el significado original de esta acción, sólo a su través podremos transformar un mero alojarse en un auténtico habitar. El pensamiento filosófico se encontraría en la serenidad del bosque, el claro del bosque permitiría la aparición del pensamiento esencial. En ese entorno sería posible la comprensión del mundo y la existencia. Así, la cabaña vernácula, la suya, como símbolo primigenio, es planteada como el lugar esencial para encontrar el ser y como modelo estético. Heidegger comienza un texto contra la vida inauténtica y desenraizada de las ciudades, escrito semanas después de desvincularse del partido nazi, y por tanto, no tan inocente como su tono incita a pensar, así: “Sobre la pendiente de un ancho valle rodeado de montañas en la parte sur de la Selva Negra, a una altitud de 1.150 m, se levanta una pequeña cabaña de esquí. Las medidas en planta son de 6 por 7 metros… Sobre todas las cosas, allí se levanta un cielo claro de verano”. Esa ponderada casa, más bien pequeña, se presenta vuelta hacia dentro, como reino del interior, como una fachada frente al mundo, como huida del ágora, y de la política. En la cabaña no hay espacio concreto para los invitados y todo aquello que pudiera venir a romper el orden interno, sin embargo no deja por ello de ser visitada en peregrinación fomentada por él, como intento propio autoexculpatorio de toda participación en el nazismo. [Se precisaría otro post para referir los encuentros, fundamentalmente con personajes antifascistas, que él cuidaba de que dejaran constancia en el famoso libro de visitas].
La cabaña es una edificación aislada, construida con gruesos troncos, de 27 por 24 pies (8 m. y 1/4 por 7 m. y 1/3), situada en una zona elevada desde donde tenía vistas a un lago por un lado y a un fiordo por otro. En crisis personal, para intentar resolver “todos los problemas de la lógica” se distancia de la vida universitaria, y ello por su carácter ascético y por su permanente tendencia a la huida de ambientes acomodaticios. Para él la cabaña significaba sencillez vital y claridad intelectual, aunque la excesiva soledad le supusiera a veces cierto riesgo para su salud mental. Si un estilo de pensar exige un modo particular de habitar, en el caso de Wittgenstein se manifestaba no tanto Lichtenberg (“clasificar a los hombres según las casas en donde viven”) como Weinninger (“la genialidad y la soledad requerida son un deber moral”).
Las cabañas de Heidegger y de Wittgenstein serían auténticas casas ‘oníricas’ bachelardianas, que respondieron a inspiraciones inconscientes más profundas que una simple preocupación por la protección y que constituyeron refugios que acabaron traduciendo un aislamiento ‘público’, en el primer caso, y un aislamiento ‘privado’ en el segundo -que se publicita por el primero y que se intima por el segundo-. La casa de Heidegger no es inocente sino el reflejo de conflictos internos, el presunto lugar de lo íntimo o mejor de lo inhóspito, un espacio de alienación que vela o esconde un desarraigo ideológico. En Wittgenstein por contra, la cabaña es retiro por motivaciones éticas y soledad para el pensamiento fértil.
Coda: “Un filósofo del imaginario se encuentra, también él, con el problema de la ‘vuelta a la tierra’. Que se disculpe su incompetencia, en consideración a que no trata ese problema social más que en el nivel de un psiquismo soñante: se daría por satisfecho si pudiera tan sólo convencer a los poetas de construirnos, con sus sueños, ‘casas oníricas’ con sótano y desván. Nos ayudarían a alojar nuestros recuerdos, a alojarlos en el inconsciente de la casa, de acuerdo con los símbolos de intimidad que la vida real no siempre puede enraizar como es debido” (G. Bachelard).
(Recodo)
- Verle, siempre anda Ud. últimamente a vueltas con Bachelard.
- Que va, que va, (en mi cabaña), yo leo a Kierkegaard.
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