Sin saber el porqué giró la cabeza y la vio venir. Buscó camuflarse en la masa de gentes mientras sentía entre las orejas el punto de mira. Por primera vez, supo del miedo. Él, que había cruzado infiernos sin chamuscarse. Echó a correr, abandonando el centro de la batalla, adentrándose en Diakau. Esquivó los cristales que estallaban y la humareda que salía del Banco Alemán. El Templo de Zeus Olímpico contempló su carrera con el desden de quien ya lo ha visto todo en los últimos dos mil años. Torció a la izquierda, por Xenofontos, con la esperanza que da un camino despejado. Al llegar a Mitrópolis ya le faltaba el aire y quiso ver una sonrisa de desprecio en Damaskinos. No, no se derrumbaría delante del viejo etolio. Aquel pensamiento le dio ánimos para llegar, por fin, al Hotel Gran Bretagne; su destino.
En lo alto de las escaleras, tres hombres con librea verde le sonreían, lo llamaban por su nombre. Tratamiento reservado a los clientes habituales. Él no era un cliente habitual, hasta donde recordaba éste había sido su hogar. Volvió a mirar hacia lo alto, a los hombres de verde (por alguna extraña razón, ahora, no recordaba sus nombres). Lo llamaban.
No subió las escaleras. No vio sonreír a Damaskinos. No torció a la izquierda en Xenofontos, ni Zeus Olímpico lo castigó con su indiferencia. No evitó los cristales que estallaban en el Banco Alemán. No encontró el camuflaje de la masa.
No esquivó la pelota de goma. Y murió. Murió como mueren los que reciben un pelotazo de goma que destroza el hígado. Su nombre era Lukánikos.
(A los amigos B. el americano y J. el belga, que me pidieron prestar atención al Bono griego a 6 años. Por supuesto, no hice semejante cosa. Aún no levito)
(escrito por SPQR)Etiquetas: SPQR
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Una narración con nervio y pelotazo: mejor evitar los bonos griegos.