Las ciencias tienen que progresar y la anatomía no es una excepción. La pega, en la Escocia del siglo XIX, era la falta de cuerpos. Sin embargo, un anatomista, el doctor Robert Knox, no tenía ese problema. Los cadáveres entraban con fluidez en su sala de autopsias y además en un estado excelente, para envidia de sus doctos competidores.
El citado doctor seguía un método sencillo: pagar. Se juntaron así el hambre (una Facultad de Medicina de las mejores de Europa) y las ganas de comer (de los menesterosos que a falta de otro trabajo mejor remunerado se dedicaban a suministrar la mercancía que necesitaba el patólogo).
Estos proveedores acudían a los cementerios y sin mayores escrúpulos desenterraban a los fallecidos recientes, más aptos, por su frescura, para la disección, a los que luego llevaban a la morgue de Knox.
El caso escandalizó al personal y los deudos de los difuntos pasaban noches en vela, por turnos, junto a las tumbas, temerosos de que sus familiares corrieran aquella suerte.
Aquí es donde aparecieron nuestros héroes, William Burke y William Hare, dos individuos de origen irlandés que fueron a coincidir en una humilde pensión regentada por la segunda esposa del señor Hare. Parece ser que todo empezó con el fallecimiento de un huésped que adeudaba la última renta. El asunto causó una gran consternación a los Hare, puesto que el difunto (difunta, creo recordar) no dejó ni quien la llorara ni quien pagara sus deudas. La solución imaginativa partió del señor Burke. Metieron el cuerpo en un saco, lo montaron en una carreta y se lo llevaron a Knox, que pagó sin preguntar.
Lógicamente, de ahí al asesinato sólo mediaba un pequeño salto intelectual, que ambos tiparracos (y sus cónyuges) dieron sin mayor trauma. El método era casi siempre idéntico: se escogía al incauto entre los desarrapados de la localidad, gente por la que nadie iba a preguntar, se les invitaba a beber y cuando alcanzaban el grado etílico necesario se les llevaba a la pensión. Allí, para mayor bien de la ciencia y al objeto de evitar el daño de los órganos, se les asfixiaba dulcemente.
Por este sutil método acabaron con dieciséis vidas, según la estadística más creíble.
Como suele ocurrir, les pudo la avaricia. Sus últimas víctimas eran personas más conocidas y por último otros huéspedes encontraron un cuerpo en la pensión.
Aquí terminaron las amistades y los Hare tuvieron la suerte de llegar antes al consabido acuerdo con la policía, lo que les permitió salir libres en poco tiempo.
La señora Burke quedó en libertad, habrá que pensar que era una mandada, y el amigo William Burke pagó por todos ellos.
Fue ahorcado en público, ante una multitud de hooligans, y como correspondía con las circunstancias su cuerpo fue salvajemente escarnecido, o eso cuentan las crónicas.
Como remate, se le diseccionó también públicamente, maniobra que correspondió, lógicamente, al doctor Munro, una vez caído en desgracia su rival Knox.
Su esqueleto y otros elementos se encuentran en los museos de la localidad, entre ellos una petaca hecha con su piel.
Como digo, ahora dan nombre a un pub y son un icono de la ciudad. En el cine y la televisión ilustres nombres revivieron sus hazañas (Lugosi, Karlof, Cushing, éste último interpretando a Knox) y en la literatura Robert Louis Stevenson, Dylan Thomas y Walter Scott, presente en la ejecución, también se ocuparon de ellos, como más recientemente Marcel Schwobb. Ian Rankin, mi autor de serie negra favorito, los saca en varias novelas de su inspector John Rebus.
Lo más último es una película de Landis que creo no se ha estrenado en España.
Los ladrones de cadáveres recibían un nombre que parece de una banda de rock: Los Resurrecccionistas. Puede valer como epitafio.
Etiquetas: Schultz
¿QUERÉIS HACER EL PUTO FAVOR DE APRENDER A EDITAR ENTRADAS?
Arengando a las masas.