El autobús recorre con decisión las millas que llevan a Albuquerque y por los cristales contemplamos el paisaje golpeado por el calor, la tierra seca y agrietada, los rostros polvorientos y marcados con arrugas, la sequedad emocional de las personas. Por vez primera, y de manera un tanto sorprendente, nos encontramos con que algunas personas no intentan entablar conversación, y que responden con monosílabos a nuestras preguntas. Miran y callan, guardan para sí mismos lo que piensan.
Hay una zona que llaman la ciudad antigua y es una reconstrucción de lo que debió de ser una ciudad típica del estado allá por los inicios. Como no puede ser de otro modo está pensada para los turistas. Más que la fidelidad a la historia importa el pintoresquismo de las casas, el sentimiento reconfortante que produce tener frente a uno las estampas costumbristas que imaginaba antes de llegar. Hay otros Albuquerques. Está el nocturno, la ciudad que aparece cuando cae la luz. Los autobuses se llenan de tullidos, borrachines e indigentes. No cesan de hablar y reír ruidosamente mientras el autobús va dando tumbos por las carreteras vacías en medio de la negra noche, cuando ya han cerrado los comercios y la ciudad es un despoblado. Los del fondo callan y cabizbajos dejan que sus cabezas se balanceen levemente con los empujones y frenazos del tráfico. Los hay que corean divertidos un estribillo cada vez que alguien solicita bajarse. Son caras turbias, sonrisas desdentadas, narices enrojecidas. Para unos la noche empieza mientras que para otros acaba.
Está también la ciudad moderna, la que pulula por Nob Hill, una zona retro-chic (que dicen en las guías turísticas) donde abundan los modernos. En Estados Unidos lo moderno suele tener un toque de dejadez y descuido. El desaliño que muestran es una pose y un arreglo muy estudiados. Desde el café Satellite, en un descanso de nuestro vagabundeo por la zona, observamos a varios grupos de personas. Al fondo dos moteros, retrepados en las sillas de metal, de barriga prominente, barba canosa, y ropa de cuero navegan por la Red con sus portátiles al tiempo que hablan por teléfono. Algo más cerca, pandillas de jóvenes de clase media. En primer plano, un chaval enteramente de negro, tez completamente blanca, con varios pendientes a lo largo de las orejas y una argolla en el tabique de la nariz, pelo rapado y muñequeras de clavos, habla con unas chavalas, también de negro que lucen esplendorosos tatuajes en los brazos y en el pecho. Desde Chicago no habíamos vuelto a ver gente moderna. Sí, tatuados, pero sin pendientes ni argollas. El moderno puede tener apariencia siniestra o puede recordar los años finales de la década de los sesenta y los setenta. Viste entonces ropa ajustada, camisas estampadas en tonos parduzcos, el flequillo le tapa la frente y calza en cualquier caso zapatillas Converse.
También hay lugares detenidos en el tiempo, como puede ser Milton’s un restaurante americano de mesas de formica imitando madera y sillones de cuero marrón claro, donde te puedes sentar en la barra y encargar un desayuno durante todo el día, o 66 Diner, un local abierto en los años cincuenta y que permanece estancado en ese entonces. La fachada es de perfiles redondeados y dos barras luminosas de neón la rodean por la parte superior. Dentro brillan más luminosos anunciando sodas, batidos y otras especialidades de los años cincuenta. Las camareras visten uniforme turquesa con cuello negro de terciopelo. Suenan Runaway, Sweet Little Sixteen, Stay y tantos otros éxitos de entonces. Las paredes están recubiertas por láminas de metal. Al fondo, un mapa de la ruta 66 escoltado por una foto tamaño natural de Marilyn y otra de Betty Boop. Llegamos tarde, después de una adolescencia perdida en cualquier ciudad provinciana de España, o quizás para estos momentos el tiempo no transcurra y siempre sea el momento. Años después de haber visto por vez primera American Graffiti, de haber escuchado mil y un veces a Chuck Berry, Elvis o Buddy Holly, y aunque falte el Hombre Lobo desde las ondas, entramos a un local de aquella época. Nada termina por desaparecer, a lo sumo se embarca en una decadencia que va apagándolo, pero siempre queda un rescoldo que aun debilitado persevera. Hay la nostalgia de lo desparecido y el sentimiento entre amargo y reconfortante de que todo podría haber sido distinto y de que podríamos haber evitado el ocaso de nuestro pequeño paraíso. Hay edificios, costumbres, música, en fin, todo un conjunto de signos que se mantienen para recordarnos lo que fue y ya no es, aunque aún queden rastros.
Hacia arriba la ciudad se abre al futuro y hay tiendas y cafés que muestran una modernidad adaptada a su mentalidad. Conforme bajamos surgen moteles antiguos, bares de los años setenta, lugares a los que su momento de gloria ya les ha pasado.
Etiquetas: Garven
Buenos días, Garven, interesante retrato de Albuquerque.