Había ido poco menos que engañada, no tenía ninguna gana de marcharse a vivir a la tierra de su madre. Era también la suya, allí había nacido, pero no guardaba ningún recuerdo de España. Tampoco de Ucrania (ella siempre dijo Rusia), aunque estaba más reciente, si acaso la desazón de su padre, harto de dormir con un revólver bajo la almohada.
Así que la engañaron, con el pretexto de París, conocer París, lo que para una muchacha francesa (eso es lo que era, aunque nunca tuvo esa nacionalidad) de 17 años era un sueño.
Pero a la hora de la verdad todo se redujo a llegar en tren a una estación, coger un coche, atravesar la ciudad y coger otro tren en otra estación.
Algo verías, decía yo, el Arco de Triunfo, la Torre Eiffel, pero ella negaba con la cabeza, vagamente recordaba que su padre pidió al cochero que alargase algo el recorrido, tenían tiempo, pero apenas había amanecido, había niebla, no vieron nada.
Estuvo mucho tiempo amargada, recordaba, sin salir de casa, claro que tampoco conocía a nadie y apenas chapurreaba el idioma.
Yo siempre le decía lo mismo: había tenido mucha suerte, yo no había salido de casa y ella con dieciocho años ya había vivido en cuatro países diferentes.
Pero no hubo nunca manera de convencerla, hasta el último cumpleaños siguió haciéndose la enfadada cuando recordaba el pequeño pueblo dejado atrás, su amiga, la petite Marie, la escuela a la que en invierno acudían, muchas veces con zancos por la nieve.
Para mí era el principio de un cuento: atravesar París en coche de caballos al amanecer. Para ella fue un desgarro.
He encontrado, gracias a Internet y al ABC, que por lo visto hizo de BOE o algo así, la publicación de la concesión de la nacionalidad española a su hermana. Me he acordado de ella y tampoco tenía mucho más que contar.
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El aula encantada.