A resolver estas incertidumbres ayuda mucho el distanciamiento, un esfuerzo voluntario por apartarse, evadiéndose de lo inmediato para ver los problemas con más perspectiva. Se trata de subir a la montaña para llegar a divisar el bosque. En eso consistía en parte el viejo retiro espiritual de los cristianos que hoy, en nuestras devoradoras sociedades de consumo, ha dejado prácticamente de existir.
El distanciamiento siempre es revelador. Muchas veces no se busca expresamente, sino que llega como consecuencia de circunstancias fortuitas: un desplazamiento a tierras lejanas, una larga enfermedad, el internamiento en una prisión, cosas así. Mi caso es, afortunadamente, el primero citado. Resido actualmente muy lejos de España, pero no hace mucho que he salido de allí y todavía la siento calentita, cerca de ese abstracto corazón de los poetas. Veo, oigo y leo a mi querida patria perdida en su bosque, agobiada por el espeso sotobosque que apenas la deja avanzar Y me gustaría compartir con mis colegas del Nickjournal esa percepción mía y las salidas del laberinto español que me sugiere la distancia.
España y los españoles, sean estos de la etnia o bandería que ellos quieran creerse que son, están crispados. La crispación española, como casi todas las crispaciones, es consecuencia de dos sentimientos de fondo, la impotencia y el miedo que ésta genera. Los españoles no se sienten bien gobernados ni capaces como sociedad de trazarse su propio camino de prosperidad en el mundo que viene. Por eso están crispados, se sienten impotentes y tienen miedo.
Todo este miedo poliédrico viene de antiguo, es en buena medida consecuencia de nuestra decadencia irreversible como Imperio que fuimos, una ruina puesta de manifiesto definitivamente por el nefasto Napoleón, ayudado por el imbécil Fernando VII. El emperador gabacho nos machacó y nos hizo perder un siglo sobre los que ya habíamos venido perdiendo, terminando así de despeñarnos. Luego todo siguió rodando cuesta abajo, el tiempo histórico tiene unas dimensiones que nos son extrañas, difíciles de comprender. El caso es que, afortunadamente, hace tiempo que por fin decidimos convertirnos en una nación normal, con un pasado interesante y una lengua magnífica y planetaria, pero una nación más, sin otras pretensiones que hacer lo más felices posible a sus ciudadanos y hasta a los tataranietos de estos.
Pero el miedo todavía no nos lo hemos quitado de encima. La única forma de mitigarlo, quizá incluso disolverlo, es aclarándonos las ideas y trazando un rumbo a largo plazo común para todos los españoles. Como para aclararse hay que empezar por un ejercicio de reducción a lo esencial yo, haciéndolo, creo que los dos problemas más importantes que tenemos hoy son la disgregación autonómica y la incapacidad del sistema educativo para prestar a España el servicio que los tiempos le exigen. Son problemas de fondo, de esos que no tienen efectos espectaculares fácilmente adscribibles a sus causas, sino que afectan al funcionamiento de todo el sistema, tanto social como económico y político. Por eso a muchos miopes no les parecen los más importantes.
En cuanto al estado de las autonomías, fue en buena parte una consecuencia más del miedo español, disfrazado de generosa prudencia. En este caso fue miedo a la Goma Dos; se transigió creando para los vascos una situación especial, que lógicamente no se le podía quitar a los navarros, luego vino el café para todos y el agravio para Cataluña, que siempre se creyó la mejor y más explotada. Ahora estamos donde estamos, en una nación cada día más ingobernable, más reducida a taifas que se compravenden sus favores, donde el buen negocio está en profundizar las diferencias que naturalmente tienen que existir entre unos y otros y donde se ha hipertrofiado una clase política cada vez más desorientada. Todos asustados, ladrándole en diferentes variantes dialectales a la Luna llena, sin saber de dónde nos va a llegar el próximo enemigo, cabreados los unos con los otros. No debemos seguir así, somos demasiado pequeños para consentirlo. Lo malo es que todas estas malas tendencias autonómicas, si no se sale del sistema que las provoca, son irreversibles. España no podrá sobrevivir digna y sanamente en un régimen como el que tiene. Por eso hay que coger el toro por los cuernos y plantearse el estado autonómico como algo que necesita cirugía.
Pero la cirugía no puede consistir en cortarle la lengua a los disidentes, sino en reformar la Constitución en serio, casi creando un nuevo estado, lo que para los franceses sería "la VI Republique". Entre otras modificaciones importantes, habría que incluir en la nueva Constitución los mecanismos para que un grupo suficientemente numeroso de ciudadanos, viviendo en un determinado territorio español de suficiente autonomía geográfica como para valerse por sí mismo, y cuya secesión no hiciera inviable la supervivencia del resto, pudiera exigir la celebración de un referendum de independencia. Y aceptar democráticamente que si en ese referendum, llevado a cabo con todas las garantías democráticas, es decir, sin peste a asesinos cerca, ganasen los independentistas con una mayoría cualificada, pueda el territorio en cuestión segregarse definitivamente de España. Estableciendo también con claridad cómo hay que hacer las últimas cuentas con los que se van. Etc. De modo que por fin podamos vivir juntos y en paz los que de verdad queremos hacerlo. Y que se vea de una vez quiénes desean separarse de España y no aprovecharse simplemente de los ríos revueltos.
Todo esto solo puede llevarse a cabo desde una posición en la que España confíe en sí misma, lo que exige también un buen liderazgo. Pero para los buenos proyectos siempre se encuentran líderes eficaces. Así como para las malas realidades solo se encuentran líderes mediocres, de los de ir tirando.
En cuanto a la reforma educativa, sorprende ver cómo nuestros líderes políticos se obstinan en buscar en otra parte la piedra filosofal que acabe de una vez con la miseria crónica de España. Pero si es la educación, ¡estúpidos!
Con el sistema educativo pasa como con el autonómico. Nadie se atreve a meterle mano, y eso es así porque nuestra clase política vive sumida en el cortoplacismo más nauseabundo: solo se acometen los asuntos capaces de ofrecer resultados positivos antes de las próximas elecciones, o los que sean fácilmente sometibles a pactos tácticos, más aquéllos de naturaleza estrictamente técnica cuya ejecución cae por su propio peso. Es decir, nada que exija altura de miras y arrojo.
¿Para cuándo el comienzo de una reforma drástica de la educación, único camino para que España pueda ser una nación de primera fila, próspera y avanzada, capaz de enfrentarse con los nuevos desafíos que le vayan llegando? Los principios de esta reforma son dos y bastante sencillos de formular: primero, las mismas oportunidades educativas para todos los españoles y segundo, la instauración de la excelencia, en profesores y alumnos, como el criterio director de todo el sistema. Exactamente lo contrario de lo que se ha venido haciendo. ¿Se entiende lo de la excelencia? Quiere decir el reconocimiento de que, por ley natural, hay estudiantes mejores y peores, y debe estimularse y favorecerse a los mejores, como se hace en el deporte y también en el deporte-espectáculo. Siempre guiándose exclusivamente por el interés y el honor de España.
Esto es lo que yo he visto desde la cima de mi humilde y lejana montaña. Aquí no me acosan la televisión ni las tertulias ni otros ruidos de fondo. Aunque a lo peor me están haciendo desvariar las meigas. No lo creo.
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