- Pues qué quieres que te diga, después de los tres mil kilómetros que acabo de meterme entre pecho y espalda no quisiera hacer ni un kilómetro más. De momento. Dicho lo cual, esperé a ver si se producía el milagro. Pero qué va
- hay que ir. Y punto. Me retó cual guerrera de la orden de Santa Juana de Arco.
- Es que verás. Esta mañana se me ha metido una pestaña en un ojo y estoy bastante molesto. Aunque sedosas, mis pestañas son tan largas que parece que tengo una viga más que un leve pelillo.
- Ya, ya, pero los gatos estarán famélicos.
Así que sí o sí, pensé. Cuando gustes, musité. Con lo que quedó despejada la cuestión y nos pusimos en camino. Ya llegando comenté que pasaría antes por la villa para recoger los periódicos encargados en el quiosco del pueblo.
- ¡Ah!, muy bien. Entonces preguntaré en la pelu si pueden teñirme
- Vale. Y, como el quiosco queda frente por frente de la farmacia, le digo:
- Pues, mientras yo recojo la prensa atrasada cómprame un colirio, anda.
- No
La noche, invernal y fría, cayó inmisericorde. Estaba como boca de lobo. La llamo para decirle que, cuando termine me deje una llamada perdida. Iría a recogerla
Al pasar de nuevo por la farmacia se brindó a comprarme el colirio, así, de motu proprio, que se dice. La cabalgata de los Reyes Magos de Oriente tenía cortada la salida de la villa y hubo que esperar. Las molestias oculares progresaban a la velocidad de la luz. Cuando la calle quedó expedita y llena de confeti continuamos. Al pasar frente al ambulatorio, M, que a pesar de sus dotes militares tiene un corazón tierno aunque a veces oculto, dijo:
- Si está aun abierto podían verte el ojo en el centro de salud
- Bueno
Y, sí, estaba abierto. Nos sentamos en la sala de espera y en unos minutos nos atendió un facultativo.
- Usted no es de aquí, me dice, ¿tiene la cartilla a mano? (llama cartilla a la tarjeta de plástico que hace tiempo la ha sustituido)
- Creo que sí
- La enfermera le va a hacer un lavado del ojo con suero y anestesia. Vaya con ella
- Entre aquí y tiéndase en la camilla, ordena la enfermera. ¿Me deja la tarjeta?
- Espere un momento. Saqué la cartera mientras ella, la enfermera, preparaba la operación, y busqué con la calma de quien no duda de que va a encontrar lo que busca
- Déjame que la busque yo, terció M. Debes saber que esta señora está trabajando y no va a perder su tiempo hasta que tú encuentres la tarjeta.
- Perdona, pero prefiero hacerlo yo. Si lo haces tú vas a desordenar el contenido y además tardarás más que yo.
Pero, qué va. Saqué tarjetas de todos los colores y texturas, las barajé una y otra vez y allí no aparecía la dichosa tarjeta o cartilla de cuando entonces. Entre las muchas que salieron de la cartera estaba la del seguro privado, un dato que conviene anotar a efectos posteriores.
- ¿Pero no te das cuenta de que estás tardando mucho y que esta señora no puede seguir esperando más?, insistió M, siempre tan atenta a no resultar molesta con los profesionales que cumplen con su obligación.
- Ya, ya, pero lo cierto y verdad es que la tarjeta no la tengo. Y me volví a tumbar en la camilla para que la enfermera hiciera su trabajo
El galeno buscaba en el PC mi nombre, pero por más que buscó no lo encontró. M estaba lo que se dice al borde de un ataque de nervios. No podía tolerar que el médico se tomara tantas molestias por mi culpa. Tanto bufó que el médico la miró al tiempo que decía:
- ¿Pero que prisa tiene usted, señora? No se preocupe
- Si no me preocupo, recete, aunque sea sin recetas gratuitas de jubilado. No es problema. La culpa es nuestra, bueno, exactamente de mi marido.
- Bien, mire, póngase dos gotas cada ocho horas del colirio que le receto y devuelva el que le han vendido en la farmacia, no es el adecuado, dijo el médico. Y procure usted, me dijo a mí, no olvidar la cartilla porque si estuviera en Cataluña no le atenderían.
- Ya, así lo haré, pero en cuanto a lo de Cataluña no se preocupe. Con la que está cayendo y con la que amenaza caer lo más recomendable es no ir a Cataluña. Cataluña para los catalanes, dije buscando una complicidad en el médico que no encontré.
La noche transcurrió en paz. Los gatos salieron a nuestro encuentro por la ventana de la sala, M les abrió y entraron miagando desconsoladamente. Comieron a dos carrillos alimentos secos, alimentos húmedos y hasta bebieron un abundante cuenco de leche. Realizada la refacción, se acomodaron en el sofá cerca de la chimenea ya encendida encima de su manta preferida. M estaba feliz con sus gatinos y ellos felices con M. La verdad es que se quieren a rabiar, es lo que se llama amores compartidos.
Al día siguiente volvieron a entrar, claro, los gatinos, tan pronto como nos levantamos, tarde, y encendimos la confortable chimenea. Antes de proceder a hacer nuestra primera comida del día M dijo que en la sala había un olor insoportable, que parecía mentira que yo no lo oliera, que no sabía para qué me sirven las hermosas y feas napias que tengo, y que mejor comíamos en la cocina, aunque no estuviera encendida la chimenea, que prefería pasar frío a soportar aquel olor fétido. Insistí en comer en la sala y, aunque rezongando, M lo admitió. Eran ya las tres de la tarde. En esas estábamos cuando llegaron los vecinos que viven al otro lado del río. Venían, muy cariñosos, a felicitarnos el año. Los invitamos a sentarse a la mesa, pero dijeron que a esas horas ya hacía dos que habían comido, que muchas gracias. El tema de los malos olores no tardó en sobrevolar la escena y los vecinos dijeron que sí, que allí olía mal, que apestaba a gatos.
- ¿Ves tú?, le dije a M. Ya te he dicho que los gatos no deberían entrar en casa, te lo vengo diciendo desde hace tiempo, son muy lindos, los gatos, y muy cariñosos, sí, nadie lo duda, pero no es aquí donde tienen que estar los gatos. Y encima si huele mal es por que los gatos entran. M tenía en ese momento la cuchara camino de su boca; la soltó mirándome con furia, se levantó, agarró su abrigo y salió de la casa sin decir otra palabra. Los vecinos y yo nos quedamos en silencio, como de piedra. Más ellos que yo porque yo a M la conozco, después de tantos años, del derecho y del revés. No me moví y seguí comiendo la apetitosa fabada de verdinas que ella misma había preparado
- ¿Y ahora?, dijo quedamente la vecina.
- Pues ahora voy a seguir donde estoy y cuando acabe iré a la parada del bus. M ha cogido el pendengue y subirá al primero que pase.
- Pues date prisa, que a las cuatro pasará.
- Ya, pero primero termino de comer, y después voy a la parada
Recogí como pude los platos de la comida, incluso de la no comida, cerré ventanas y puertas, corté la luz, el agua, la caliente y la fría, y salí de la casa casi atropellando a los boquiabiertos vecinos. Cuando llamé a M ya estaba a bordo y en la siguiente parada.
- Baja, que te llevo, estoy ya con el coche y en la carretera.
- No, me dijo. Y colgó
Una hora después ya estábamos en el dulce hogar capitalino, yo tratando de no dar importancia a los hechos porque, si se la daba, retomaba el feo asunto de los malos olores.
Amaneció un nuevo día y, como el ojo seguía doliendo, pedí hora a un especialista particular. A las seis de la tarde de un día enzaspiau por nieve, granizo y viento, me eché a la calle para ir a la consulta.
- ¿Me da su tarjeta?, me dice la recepcionista.
- Enseguida, le contesto
Busqué en la cartera, en la misma donde el día antes tenía que haber estar la de la Seguridad Social y no estaba, en la misma en la que estaba, en aquel preciso momento, la tarjeta de la seguridad privada. Pero, misteriosamente, la tarjeta que había estado ya no estaba donde estaba. Me vi teniendo que ir al ambulatorio de la villa y el tiempo no estaba para meterse en viajes por cortos que fueran. Al final, la recepcionista se apiadó y aceptó atenderme sin tarjeta, pero eso sí, con el compromiso de llevarla al día siguiente. Al volver a casa le digo a M:
- La tarjeta de la seguridad privada no la tengo en la cartera. Seguro que se cayó en el centro de salud de S. Déjame la tuya para que el oftalmólogo la pase en vez de la mía, si es que no tiene inconveniente.
- Déjame, ¡ho!, ¿no ves que estoy viendo la película?
- Ya, ya lo veo, pero, por favor, déjame tu tarjeta porque si no voy a tener que ir a S a buscar la mía.
- Vale, tráeme mi bolso, ¡qué pesado que eres!. ¡Ah!, pues sí, aquí veo que hay una tarjeta que no es mía, ¿a ver qué nombre pone?. ¡Ah!, es la tuya. ¡No sé cómo habrá podido llegar hasta mi cartera!
(¡¡¡Mujerrrresssss!!!)
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Largo.