Recordaba su sonrisa dentífrica, sus andares etéreos, como si flotara sobre una pasarela, como si su cuerpo se le escapara a cual¬quier control, como si un aura especial la sujetara con hilos invisibles. Estaba tan locamente enamorado de ella que sentía en su interior las agujetas de la pasión. Le dolía el alma de que¬rerla y su cuerpo era una pura llaga de amor.
La veía todas las maña¬nas bajar del autobús número 27 y descender con una gracia adquiri¬da y perfeccionada en inconta¬bles trayec¬tos. Siempre miraba a dere¬cha e izquierda, como esperando ser aplaudida por un público expectante que sin duda sabría apreciar su clase. Él, tras la barra del bar, solía amino¬rar el ritmo de su trabajo cuan¬do llegaba la hora en que ella, como en sueños, brota¬ba y aparecía, deslumbrante, en la parada. Entonces sus ojos traspasa¬ban la enorme cristalera de la entrada del bar y buscaban afano¬sos la imagen de su amada. Permanecía embelesa¬do, el cuerpo inmó¬vil, pero el ánimo expectan¬te y al final entusias¬mado. Ape¬nas un minuto de deleite figurativo, tan sólo sesenta segundos de adoración entusiástica.
Aquel día varió el rumbo del recorrido que efectuaba todos los días, y él sintió un terror frío que le hizo estornudar de puro miedo. Venía directa hacia el bar, sin titubeos.
Entró garbosa, empujando suavemente la puerta y sonriendo a un tipo que se había detenido para que ella pudiera pasar primero. Llevaba puesta una blusa escotada, y más abajo, unos tejanos se ceñían amorosamente a sus piernas. El corazón de él se dio a latir con furia, cual reloj atrasado que quisiera recuperar el tiempo perdido. Ahora la tenía a menos de medio metro. Sintió su perfume, dulzón y goloso, aden¬trarse en sus fosas nasales y esparcirse en su inte¬rior. Con un movimiento de la mano derecha se echó la melena hacia atrás, dejando al descubierto una oreja sensual y candoro¬sa. Él no había visto nunca nada igual. Su corazón seguía galo¬pando, reco¬rriendo el camino que le conduciría hasta el de ella. Fue en el instante en que lo miró fijamente para pedirle algo. Sintió que la vida se le escapaba, que se perdía dentro de aque¬llos maravillosos ojos que lo hipnotizaban. Se hallaba indefenso ante el peso de tanta hermosura, aplastado ante aquel maremoto que lo anegaba todo. Y sus quince años de inocencia fueron derrotados por los asaltos cotidianos de la pasión, siempre acechante, a la caza de espíritus inocentes. Aunque esta vez la acometida había sido excesiva.
- Sólo le pedí un cortado -se disculpó la mujer, en cuanto vio desaparecer el menudo cuerpo del joven tras la barra, víctima de un infarto mortal.
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[0] Parece una señora muy agradable la rubia de la foto, Don Goslum.
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