“Connellsville no tiene nada que ver; no hay atractivos turísticos ni placas que los interpreten. Así que tampoco hay fotos. Es lo que se suele decir cuando se recibe un encargo peregrino mientras uno trabaja conduciendo coches ajenos de un estado a otro y la dieta no alcanza al gusto por la novedad. El pueblo es un lugar de paso en el que sólo se para cuando te cae la noche encima en invierno. En los alrededores está la Casa de la Cascada, de ese arquitecto famoso que además de tener ideas nuevas sabía de estructuras y usar la regla de cálculo. Desde él no se han vuelto a utilizar las horizontales como renglones sobre los que andar sin preguntarse si uno está desfilando. También están cerca las tierras de Laurel, un parque natural donde acude la turba de ciudad a circular por senderos, ríos y programas de aire regulado.
Connellsville es un pueblo sin fama al que la cercanía de esos lugares concurridos ha vacunado contra los curiosos. Se defiende de ellos con la última serrería, un puñado de talleres y un diner repleto de trabajadores blancos que abre a las seis de la mañana y sirve desayunos amish a parroquianos que dividen su aburrimiento entre demócratas y republicanos. Las especialidades amish se deben a la comunidad de esa devoción de Smicksburg-Dayton y consisten en engrudos de avena que ningún vecino se atrevería a calificar de pintorescos o étnicos. Pero ese paisaje se dejaría ver por la mañana, entre una niebla coherente.
En un bar de carretera secundaria pregunto por algún lugar donde quedarse a unos jóvenes que van a sosegar en cerveza las décadas que les quedan por vivir aquí. Como si fueran sociólogos de telediario me informan pletóricos de variedad que hay tres tipos de alojamiento: puticlubs, meublés y moteles decentes, haciendo énfasis en lo piadoso del adjetivo. Me aconsejan uno de estos, más por guardar su propia reputación que por querer comprobar la mía. Recalo en un motel de 50 dólares la noche regentado por una mujer oscura que con el recuerdo resultaría ser negra. En la tierra de la libertad me recibe una descendiente de esclavos.
El cuarto de recepción es un remedo de la Casa Blanca, con un despacho oval en el que cultiva plantas tropicales y dos alas simétricas con sendas puertas de vaivén que dan a unos porches sombríos de los que huyen las habitaciones superiores. Los finos llaman a esa timidez de los pisos retranqueo. De la pared tras el mostrador cuelgan dos cuadros que enseña orgullosa, uno del general Washington y otro de ciervos, bosque y río. El primero es una copia del famoso y del segundo dice que lo ha pintado ella misma. A estas horas, sea. Ambos impresionan poco pero juntos guardan una inesperada y justa proporción entre los impulsos de progreso y naturaleza que unen a esta gente. Suelta un emotivo discurso sobre el primer presidente que demuestra tanto la falta de huéspedes que la escuchen como el arrobo del pueblo americano por sus fundadores. A diferencia de nosotros, estas gentes retornan al pasado para tener ídolos útiles, tanto como los jugadores de béisbol. Retornan como si esos pioneros fueran vecinos de mérito y fortuna pero no se retrotraen, como los cacofónicos europeos. Lo suyo no es añoranza de santos sino ganas de tener a quien jalear y emular.
De ese pasado y del presente de paisanos borrachos se defiende la patrona con su querencia por la geometría de su oficina y la pasión por la selva tropical de su interior, lo único que ha crecido en los treinta años que dice llevar al frente de esta fonda de carretera .Dos infiernillos calentando las plantas y una luz que permite distinguirlas son lujos que se echarán de menos en la habitación. También dice necesitar un jardinero de interior, como ella llama a un ayuda de cámara servicial para con sus caprichos, puesto que me ofrece y declino, como la noche.”
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