De mediados de diciembre a la fiesta de Reyes Magos se configura en España (y en otros países de cultura hispánica) un periodo de tiempo dado al gasto en exquisiteces alimentarias, bebidas de postín y regalos intercambiados entre todos los miembros de las familias, sobre todo en juguetes para los más pequeños. Son gastos extraordinarios enjuiciados de forma diferente por unos y por otros. Los más puritanos, esos que siempre tienen algo que objetar a cualquier costumbre del pueblo, se rasgan las vestiduras porque creen que más que gasto lo que se hace en las Navidades es un completo y absurdo despilfarro. Los fabricantes y comerciantes valoran esta costumbre de un modo harto diferente. Ellos suelen hacer su agosto en invierno y están encantados de poder rellenar huecos en sus a veces magras cuentas de resultados, aunque la verdad es que, desde la eclosión de la crisis que Zapatero no veía, no logran vender todo lo que quisieran. Parece que ni las rebajas lo van a conseguir.
En el programa Hoy no es un día cualquiera de Radio Nacional la directora y presentadora, la directora Pepa Fernández pidió la opinión de sus “escuchantes” sobre si creen que esta costumbre es un despilfarro. Despilfarro, derroche, gasto innecesario, consumismo desatado y otras lindezas se repitieron entre los que opinaron reflejando con ello que somos presa de un puritanismo estrecho y aparentemente virtuoso sin percatarnos de que este tipo de pautas de conducta gastiza son inherentes a todas las culturas y que, concretamente en la nuestra, constituye una fórmula inscrita entre los secretos de la prosperidad colectiva.
Por eso habría que recordar el brillante pensamiento de un médico de origen francés, nacido en Holanda, y que vivió en Londres desde fines del siglo XVII hasta su muerte. Me refiero a Bertrand (algunos lo conocen como Bernard) de Mandeville. Nació en 1670 y murió en 1733. En su longeva vida practicó el arte de la sátira social y política sometiendo a una crítica implacable las costumbres puritanas de su tiempo, heredadas de la Reforma luterana y que Calvino llevó hasta la exageración. Este cura suizo propuso una forma para él bastante segura para averiguar si un cristiano estaba predestinado a salvarse o a condenarse eternamente. La fórmula se basaba en asegurar que el éxito en la tierra es un indicador infalible de que quien lo alcanza puede estar seguro de ir a la Gloria. Y, a la inversa, quien no tiene éxito en la vida puede esperar condenarse en el Infierno después de la muerte.
El sociólogo alemán Max Weber, en su afán por encontrar las causas del capitalismo, adujo que la doctrina de Calvino es una de las más importantes. La prosperidad alcanzada por las sociedades calvinistas era para Weber la consecuencia del puritanismo, algo que para él quedaba confirmado por el hecho de que las sociedades no calvinistas seguían sufriendo los azotes de la pobreza. El atraso de España, la adelantada de la Contrarreforma aprobada en el Concilio de Trento, la sociedad más católica del orbe, era para Weber una prueba irrefutable de que la moral protestante es el fundamento del desarrollo capitalista de los países que abrazaron la Reforma.
Para cuando Mandeville se fue a vivir a Londres la Iglesia Anglicana ya estaba consolidada y con ella su conversión a la moral protestante, de un puritanismo tan acusado que llevó a las familias a una de austeridad para así asegurar que el día de mañana vivirían mejor y que, alcanzada la prosperidad y el éxito, se podían morir uno con la seguridad de que llegaría al Reino de los Cielos. Claro que, como siempre una cosa es la doctrina oficial que se dice seguir y otra muy distinta la que se sigue. Mandeville, dotado de una fina capacidad de observación, se percató de que, en efecto, la sociedad inglesa era tremendamente puritana en sus convicciones, sobre todo las clases medias burguesas, pero que, como siempre, las minoritarias clases opulentas se daban a todos los excesos que podían y llevaban una vida que a los ojos de la mayoría era una vida de depravación, vicios, derroches y despilfarros.
La más celebrada de las sátiras que escribió Mandeville se titula “La fábula de las abejas”, publicada en 1714, cuando en la sociedad londinense estaba en pleno auge la contradicción entre el puritanismo virtuoso de las masas y el despilfarro vicioso de las clases opulentas pero que, considerando la sociedad como un todo, no dejaba de aumentar la riqueza y el bienestar. Conocedor de la vieja fábula de las abejas, Mandeville la tomó como referente para poner en carne viva a los ojos de la sociedad de su tiempo que al criticar los vicios privados estaba atentando contra uno de los pilares de la prosperidad colectiva. De ahí que en el subtítulo de su extensa obra pusiera esta elocuente frase: “los vicios privados hacen la prosperidad pública”.
Para quienes no la conozcan transcribo a continuación algunas estrofas de la fábula de las abejas:
“Grandes multitudes pululaban/en el fructífero panal/ y ese concurso/ les permitía medrar/ atropelladamente para satisfacerse mutuamente/ la lujuria y la vanidad/ (…) /Ante la insistencia de los gritos/ de mueran los bribones/ húndase la tierra por sus muchos pecados/ Dios mío, si tuviésemos un poco de honradez. Júpiter, airado, movido por la indignación/ al fin prometió liberar por completo del fraude/ al aullante panal”
Las consecuencias de tal medida no se dejaron esperar. La obra, que como digo no es otra cosa que un comentario de la fábula ilustrado con los resultados del análisis de la sociedad londinense de su tiempo, sostiene que:
“Ni las cualidades amistosas, ni los afectos simpáticos, que son naturales en el hombre, ni las virtudes reales que sea capaz de adquirir por la razón y la abnegación, son los cimientos de la sociedad, sino que, por el contrario, lo que llamamos mal en este mundo, sea moral o natural, es el gran principio que hace de nosotros seres sociables, la base sólida, la vida y el sostén de todos los oficios y profesiones, sin excepción; es ahí donde debemos buscar el verdadero origen de las artes y las ciencias, y, en el momento en el que el mal cese, la sociedad se echará a perder si no se disuelve completamente”. En consecuencia, termina Mandeville, “los vicios privados, manejados diestramente por un hábil político, pueden trocarse en beneficios públicos”.
Cabe imaginar el malestar que la sátira produjo entre las clases bienpensantes de la sociedad inglesa ya que el autor de la obra la estaba acusando abiertamente de hipocresía por censurar aquello que estaba en la base del desarrollo sostenido de su riqueza, una riqueza de la que, como es sabido, participan más unos que otros, sí, pero que, a la postre, a todos beneficia. Tardó la sociedad inglesa en deglutir la provocación. Ya a fines del siglo XVIII, un profesor de ciencias morales de la Universidad de Edimburgo, logró agarrar el toro de la provocación mandevilleana por sus afilados cuernos y demostrar, en su universalmente famosa “Origen y naturaleza de la riqueza de las naciones”, que si de determinados actos privados se derivan tales beneficios esos actos no pueden ser malos porque, como por sus frutos los conoceréis, había que considerarlos buenos y virtuosos. Así que fue Adam Smith, el padre de la economía política, quien deshizo la paradoja aplicando el socorrido método del huevo de Colón: no puede ser vicio, sentenció, el egoísmo y la búsqueda de lo que a cada cual más le gusta si de ello se derivan tantas ventajas para la sociedad. Antes al contrario, propuso: aceptemos el egoísmo, consustancial al ser humano, y las conductas privadas de cada cual, ya que en ello se basa la dinámica económica que lleva al aumento imparable del bienestar, un aumento sostenido porque, cuando entonces, aun no se usaba para estos fines el confuso término de sostenible. Como saben quienes tengan nociones de economía, esta ciencia menor basa su desarrollo analítico en el homo economicus, una figura modélica, que refleja a quien, en pos de su máximo bienestar, se comporta de forma que genera las condiciones óptimas para la creación de riqueza para todos. No es preciso, por consiguiente, que exista una autoridad que regule el proceso estableciendo obligaciones legales de comportamiento pues que los seres humanos, en procura de su egoísmo, terminan suscitando la aparición de una especie de mano invisible que lleva al bienestar general de todos. No entraré en las críticas que ha recibido el modelo, sobre todo por el marxismo, pero lo cierto es que aun sigue siendo el núcleo duro de la economía liberal en tanto que las sociedades marxistas, basadas en la planificación central, han terminado fracasando estrepitosamente.
Los economistas de la escuela humanista de los años cincuenta y sesenta que fueron mis maestros de la entonces Universidad Central de Madrid la Facultad de Economía de la Complutense (pienso en Valentín Andrés Álvarez, José Luís Sampedro y Alberto Ullastres) recomendaban con mucho énfasis a sus alumnos la lectura de Mandeville. Pocos siguieron este consejo, si es que alguien lo siguió. Algunos, entre los que me cuento, la leímos cuando ya éramos profesionales. Fue entonces cuando comprendimos en profundidad la irrebatible originalidad del pensamiento de Mandeville, un médico que sin duda supo descubrir las raíces de la ciencia económica.
El escritor gallego Wenceslao Fernández Flórez escribió a mediados del siglo pasado una nueva versión, esta vez novelada, de la fábula de las abejas que recomiendo vivamente a quien no la conozca. Su título es “Las siete columnas”. El argumento presenta una visión real de la sociedad en la que hay desigualdades sociales y egoísmos que resultan a las gentes lacerantes así como vanidad, lujuria, gula, envidia y crímenes insufribles, pero también ráfagas de felicidad, bondad, bienestar, riqueza y hasta relámpagos de caridad o filantropía. Es decir, la vida real que todos conocemos. Pero hete aquí que un monje reza tanto y con tanta devoción que consigue atrapar a un demonio y pacta con él que solo lo soltará si erradica del mundo los siete pecados capitales. Cumplido el pacto, el narrador muestra un mundo sin egoísmo y sin maldad, pero decaído, fláccido, átono, sin vida, en el que la vanidad ha desaparecido, como la gula, la lujuria y todas las lacras que lastran la vida ordinaria de la sociedad, pero que va cayendo en una languidez que hace añorar el mundo que existía antes de la santa eliminación de los siete pecados capitales.
Un economista inglés logró aportar el diagnóstico que llevó a paliar los efectos de la Gran Depresión que sufrió el mundo a partir de octubre de 1929 aplicando el análisis económico. Keynes, que así se llamaba, se percató de que la caída de la demanda agregada (el consumo más la inversión) explicaba el repentino empobrecimiento de las economías más desarrolladas. En base a este diagnóstico propuso que el sector público supliera al privado invirtiendo en grandes obras públicas. El efecto multiplicador de la inversión aumentaría la demanda agregada en sucesivas oleadas y se pondría en marcha el círculo virtuoso de la riqueza. Con estas ideas el presidente Roosvelt modificó la política económica de la primera economía del mundo y así, dicen, logró poner las bases para resolver la crisis. Junto con los efectos de la II Guerra Mundial se puso en marcha una de las olas de prosperidad más largas de la historia, tanto que puede decirse que ha llegado hasta nuestros días.
Moraleja: Dejemos que cada cual haga lo que le gusta siempre que respete las leyes vigentes y abstengámonos de vociferar contra lo que los puritanos llaman vicios porque una sociedad que controla las costumbres privadas pone en peligro su propia viabilidad como sociedad sana, equilibrada y rica.
Etiquetas: Desdeluego
Wenceslao Fernández Flórez, tremendo escritor. He leido al menos un par de veces “Las siete columnas”. Magnificente.