Esta ciudad oficial de la música country tiende a acaparar el género, reivindicando el origen del bluegrass con una partida de nacimiento en el exterior del Ryman Auditorium, gigantesca fábrica de ladrillo rojo construida para oficios religiosos y hoy consagrada al country. En diciembre de 1945 y al calor de la renovación que la II Guerra Mundial trajo al país, Bill Monroe y su banda crearon ese nuevo estilo musical que también reclaman para sí Virginia y West Virginia, con codazos de Kentucky, y que un pacto tácito nombra como música de los montes Apalaches. Parto de los montes no respetado, por supuesto. El caso es que a la mandolina de Bill Monroe se unió el violín de Chubby Wise y el bajo de Howard Watts para formar The original bluegrass band, la cual sirvió de modelo a las que le siguieron. Aquí su Blue Monn of Kentucky:
Hoy, para escuchar buena música hay que salir del masificado centro turístico, salvar seis millas de cordón sanitario contra el rock-punk-country que domina la escena oficial desde los 90 y llegarse hasta el Bluebird Cafe, donde a cambio de magníficos grupos es obligado sumergirse en una liturgia de devoción hacia los cantautores que por allí pululan. Con algo de esfuerzo y la oportuna ayuda de la helada nocturna, el turista avisado puede recuperar el laicismo en un lógico santiamén. Más cómodo resulta recuperar a Willie Nelson, que no se durmió en los cánones del country clásico y fundo el estilo outlaw, un sonido influido por el rock’n roll. Fiel a su invento, le embargaron el rancho y el estudio que tenía en Nashville por fraude fiscal millonario. Con los restos comprados en una subasta se ha hecho un museo dedicado al innovador cantante, hoy promotor del biocombustible BioWillie. Su Crazy recuerda el Blue Velvet de David Lynch y la calma que destila la ciudad su primera escena, la de los bomberos amigos desfilando.
Nashville es también ciudad de valores y homenajes a la historia. En el Centennial Park hay una reproducción del Partenon, en mejor estado que el original, y se conmemoran virtudes guerreras, de la II Mundial: diez monolitos con subtítulos y fotos que las interpretan hacen guardia a gratitud, triunfo, coraje, convicción (“el milagro de la producción industrial”, no la necesaria para la batalla), terror (el ajeno, por supuesto), ultraje (Pearl Harbour), resolución, valor, fortaleza y victoria (foto de la bomba atómica de Nagasaki). Otro patrimonio de la ciudad es el origen del Ku Klux Klan, fundado aquí en 1868 y que tiene su oficial contrapunto en el museo estatal, donde se enseña que el movimiento abolicionista es más antiguo, de 1797. Y mala comida, surtida a granel en el plato típico meat-and-threes, que pretende salvar un restaurante con nombre de periódico, The Standard, cuyo cambio de sede no mejora el resultado. Y Dolly Parton, la hija más famosa del este de Tennessee, cantando a dos chicas que compiten por el mismo novio:
A Nashville se llega desde Chattanooga si se acerca uno desde el Este o desde la orgullosamente sureña y aristocrática Atlanta. Si no, se da un rodeo y se visita esta ciudad, galardonada con el título de la más sucia de América en los sesenta. Después aplicó la ley y el presupuesto de las compensaciones y hoy tiene un centro peatonal y kilómetros de senderos junto al río Tennessee, que la atraviesa envolviéndola en meandros de un gris que reclama su época industrial. La tal Chattanooga está en la confluencia de tres Estados, Georgia, Alabama y Tennessee y sólo unas leguas por debajo de la frontera de la guerra civil entre el Norte y el Sur, probablemente la única con un piadoso más que aséptico nombre geográfico. Como corresponde a su situación, surgió como estación de tren de la Western and Atlantic Railroad. Glenn Miller le dedicó su Chattanooga-Choo-Choo, una canción con el frenesí y la fe en el progreso propios de la época que evoca:
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