Hacía más de diez años que no visitaba aquel pueblo, en el que mi abuela llevaba veraneando veinte años y en el que yo había pasado todos los veranos de mi vida hasta los catorce o quince. Ahora había fallecido el médico y mi madre y mis tías necesitaban un chófer.
La relación de mi familia con aquel pueblo era antigua y puramente accidental. Mi abuelo acudió al médico y el galeno, tras auscultarle, diagnosticó un serio problema respiratorio. La receta fue la acostumbrada en aquellos tiempos: un cambio de aires, lo que en mi tierra significaba buscar una casita en la meseta donde pasar temporadas.
Pocos meses después mi abuelo murió, confirmando la gravedad del diagnóstico, pero ya se había apalabrado una casa y se había, incluso, entregado una señal. En esta situación, mi abuela dio muestras de su habitual pragmatismo y decidió que lo que ya no podía aliviar a su difunto marido si podría, quizá, ayudar a los vivos. Aquel verano fue el primero y le siguieron otros veinte.
Era un pueblo aburrido. Muy aburrido. Los días transcurrían iguales: por la mañana, después de hacer las compras, uno bajaba al río a refrescarse. La bajada era horrorosa, por un camino polvoriento y lleno de grandes piedras en el que no torcerse el tobillo o no romperse la crisma era todo un éxito. Se conoce que pueblo y camino habían conocido tiempos mejores, porque los lugareños lo llamaban el camino real, recordando aquéllos en que el monarca se acercaba hasta el castillo del que apenas quedaban cuatro piedras y trepaba por el sendero hasta la barbacana.
Abajo, en el gran río, se aprovechaba una pequeña isla en la que se formaba un pozo, no demasiado peligroso si uno conocía los remolinos, y tras dar seis o siete brazadas entre orilla y orilla ya se estaba preparado para volver.
La subida, bajo un sol de justicia, no era mejor que la bajada. Uno llegaba sudoroso y jadeante, preguntándose si no sería aquella excursión una pequeña estupidez.
A las tardes no había nada que hacer. Siesta, cartas y los domingos cine, por toda diversión.
Así transcurrían mis estancias, apenas amenizadas por alguna pelea con los chavales de la localidad, poseedores de un acusado sentido de la propiedad, normal, supongo, en gente tan apegada y tan dependiente de su tierra. Uno se subía a un carro abandonado (los había a cientos), que hacía las veces de carromato, barco o cualquier cosa que sirviera a sus juegos, y enseguida aparecía un grupito de muchachos de los cuales el más atrevido, invariablemente, decía: este carro es de mi padre. Mi respuesta era también siempre la misma: en cuanto venga, se lo dejo.
Así, hasta que crecí lo suficiente para encontrar otras diversiones o para fijarme en aquella morenita, más bien regordeta, de ojos oscuros, que, según la costumbre del lugar, me dijo: ese pajar es de mi padre, señalando una casucha donde desarrollé torpemente las maniobras que cabe imaginar.
Y hasta que llegó la bicicleta. El pueblo no daba para grandes aventuras, porque apenas había una cuesta poco empinada, que separaba lo que en un alarde de audacia se había dado en denominar el Barrio Arriba y el Barrio Abajo, pero a mí me daba igual. Yo leía todas las mañanas la crónica de la etapa del Tour del día anterior, a la espera de que el mejor ciclista español de todos los tiempos, Don Luis Ocaña, reventase por fin al belga (despreciando así sin apenas saberlo a mi bisabuelo de aquella nacionalidad), y aquella ínfima cuesta era, sucesivamente, el Tourmalet, el Aubisque, el Izoard, la Madeleine y lo que fuera menester.
Aquel pueblo tenía un médico, el médico había muerto y diez años después me tocaba volver. En el viaje recordé aquellos veranos. Recordé aquel día, en que subiendo digamos que el Telegraphe noté un pequeño chasquido al que no di la mayor importancia. A la bajada se repitió y en la siguiente subida volvió a suceder. Perspicaz como era, probé a bajar más despacio y por el lado izquierdo de la calzada, lo que me permitió descubrir al hijo de la modista agazapado tras una esquina, con un puñado de piedras en la mano. El asunto no me perturbó demasiado, yo no había tenido ningún encontronazo con aquel muchacho, probablemente porque era huérfano de padre, pero ya había oído a su madre recriminarle su costumbre de lanzar piedrecitas, así las llamó, a los viejecitos sentados en la plaza.
El pueblo no había cambiado gran cosa y los entierros tampoco. El cura lideraba el cortejo fúnebre, con un par de monaguillos a los lados. Seguía el féretro, transportado en un carro (el cementerio quedaba lejos, pasadas las eras), los deudos del finado y a una pequeña distancia el pelotón de lugareños.
Tras el último responso, hombres y mujeres se acercaban, cogían unos puñados de aquella tierra y la arrojaban encima del ataúd. Mi madre y mis tías se acercaron a la familia, para despedirse (ya habíamos dado el pésame en la iglesia), mientras me dirigía al coche para esperarlas.
Entonces los vi, unos metros a la izquierda: una pareja joven, él mucho más delgado, con la mirada baja. Ella, sujetándole con fuerza del brazo, orgullosa, el labio inferior ligeramente adelantado, pero aun así un poco ruborizada.
No estoy ahora ni estuve entonces seguro de que fueran ellos: por si acaso, esbocé lo que quise fuera una sonrisa a un tiempo comprensiva y desdeñosa, aceleré el paso y atravesé por última vez las puertas de aquel lugar.
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