Resulta muy conocida la leyenda del "eppure si muove" que Galileo lanzó (inverosímilmente) a los miembros del tribunal de la Inquisición poco después de que éstos le obligaran (por segunda vez) a abandonar su defensa del heliocentrismo. Pero lo que no suele contarse es que su famosa defensa del sistema de Copérnico no fue más que el caballo de batalla para abordar una lucha de mayor calado: una lucha de carácter metodológico, que pretendía acabar con muchos de los obstáculos intelectuales que impedían el progreso del conocimiento en su tiempo. Así, defendiendo el heliocentrismo, Galileo combatía la tendencia de muchos de los académicos de su época a refugiarse en los dogmas de la Física aristotélica, a desdeñar una evidencia si contradecía lo que la tradición académica afirmaba, a fiarse sólo del “sentido común”, a creer sólo en lo que nos muestran nuestros limitados sentidos: gran parte del mérito de Galileo estuvo en defender que lo que vio a través de su telescopio era real y debía ser tenido en cuenta.
Su lucha intelectual -claro- tenía una dimensión política y religiosa, dado que gran parte de los obstáculos que atenazaban el progreso científico se relacionaban con los recelos de la Iglesia ante cualquier idea que amenazase su posición dominante. Sin embargo, Galileo creía que era necesario vencer esta batalla, pues lo contrario podría debilitar a la propia Iglesia y a las naciones católicas. Por eso, de un modo que hace entrever la plena conciencia que tenía del momento histórico que vivía y del papel que podría jugar (que personalmente encuentro admirable) dejó su cómoda posición en la Universidad de Pádova, donde pasó los años más felices de su vida haciendo ciencia en libertad, y decidió volver a Florencia, al servicio de los Medici, que podrían prestarle un valioso apoyo. Su postura intelectual necesariamente imponía lo que en otras latitudes europeas defenderían Locke o Spinoza: allá donde las Escrituras contradigan los dictados de la razón, las primeras han de ser reinterpretadas. La Iglesia del tiempo de Galileo no estaba preparada para tan osado paso y sus intentos, como sabemos, fracasaron.
Nuestro querido Ernst Jünger decía, reflexionando sobre un científico conocido suyo, una de esas cosas que duelen en un corazoncito neopositivista, porque pone (como buen hijoputa) el dedo en la llaga: En este visitante se me ha mostrado con mucha claridad la situación del científico especializado (...) se ha vuelto similar a la del obrero que está detrás de una máquina. El ser humano se ha colocado fuera de la obra, se ha salido de ella; ésta se vuelve autónoma y ahora aquél deviene cada vez más sustituible y prescindible. Pensaba quizás Jünger en Galileo, un gigante con una visión global sobre los grandes problemas intelectuales de su tiempo, a diferencia de los científicos actuales. De hacerlo, olvidaba que Galileo precisamente luchó para que la ciencia fuese una obra colectiva a la que contribuyesen el mayor número posible de personas de talento, con honestidad y libres de prejuicios. Contribuyó Galileo así a crear una obra, sí, más grande que los que la integran, pero donde cada pequeño paso es al final un paso a escala humana, pues la satisfacción de darlo está al alcance de todos (con más o menos esfuerzo, claro). Quizás por eso no faltan personas que quiera ser una pieza más de este fabuloso engranaje.
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(Le faltaron los cojones de Giordano Bruno)