El reflejo de los anuncios de neón en el aire sulfurado disolvía la avenida en una nebulosa de gas y ruido. Apenas se divisaba el cielo tras los carteles y las animaciones de plasma: la ciudad se reescribía una y otra vez en los más diversos alfabetos sin que nadie prestase atención. Una algarabía distorsionada de cláxones, motores, mensajes publicitarios y de bienvenida, sutras desafinados, sintonías telefónicas, alarmas, guitarras eléctricas, cajas de ritmo, martillos hidráulicos y otra maquinaria arropaba a una turbamulta que se dispersaba y concentraba al compás de los semáforos. En una esquina salmodiaban unos monjes postulantes, como si con ellos no fuera nada de lo que estaba sucediendo. Tenderetes de tofu fermentado y panecillos rellenos se alternaban con bazares de componentes electrónicos, mesas de adivinación, viejos mendigos que vendían chicles, puestos de fideos, cafeterías que estuvieron de moda, concesionarios de automóviles o mantas sobre las que se ofrecían copias de relojes de lujo y pequeños ordenadores de última generación. A lo lejos, tal vez en algún parque perdido entre tanto edificio, alguien entonaba una canción que apenas se entendía, borrada por el griterío de los vendedores ambulantes y los anuncios grabados que, sin saber por qué, parecían dirigirse a uno como si lo conociesen desde hacía mucho tiempo.
Por todas partes aquel vaho espeso, saturado de aceites, hollín, azufre, incienso, el aliento de las gentes que se cruzan, perfumes densos con trazas indefinidas de sudor que se infiltraban por cada poro de la piel hasta dejar una sensación de derrota y la certeza de que no valía la pena resistirse. Cada bocanada, cada paso recordaban que uno mismo no era otra cosa que la ciudad, aquel espolón clavado en la herrumbre del río.
Por todas partes aquel vaho espeso, saturado de aceites, hollín, azufre, incienso, el aliento de las gentes que se cruzan, perfumes densos con trazas indefinidas de sudor que se infiltraban por cada poro de la piel hasta dejar una sensación de derrota y la certeza de que no valía la pena resistirse. Cada bocanada, cada paso recordaban que uno mismo no era otra cosa que la ciudad, aquel espolón clavado en la herrumbre del río.
(Escrito por Javier L.)
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