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07 octubre 2009
¿Seguirá la Neogenesia del XXI los pasos de la Eugenesia del XX?

En la imagen, un Gran Danés examina a un minúsculo Chihuahua. Lo hace con la vista y el olfato. Esa cosa blanca y pequeña le huele a perro, reconociéndola sin duda como perteneciente a su misma especie, pero su aspecto le sorprende. Está seguro el enorme dogo de que si se tratara de una perrita caliente lo pondría a ochenta, también de que le sería físicamente imposible aparearse con ella. No sabe qué postura adoptar.

Este es un ejemplo extremo de la diversidad de razas perrunas, que pone de manifiesto la plasticidad del genoma de Canis lupus familiaris. Se cuentan entre 300 y 400 razas de perro, todas ellas producto de la manipulación genética a la que los humanos hemos sometido a nuestro más fiel compañero, casi siempre sin saber nada de genética ni de darwinismo, sino apareando simplemente aquellos individuos que manifestaban de forma más destacada el carácter que queríamos seleccionar: velocidad en un galgo, fiereza en un Doberman, imponencia en un Gran Danés, fidelidad tranquila en un Labrador Retriever, coqueto enanismo en un Chihuahua. Todo esto a lo largo de muchos siglos, cada vez con más eficacia, con una culminación técnica en la hazaña del capitán
Max von Stephanitz que creó el Pastor Alemán, en cierto modo el Mercedes Benz de los perros. Lo hizo en menos de 20 años, a caballo entre los siglos XIX y XX, mediante un programa sistemático de cruzamientos y con el apoyo explícito del Reichsheer.

Nuestro genoma no es menos plástico que el de nuestros perros. Sin embargo no existen tantas razas humanas como caninas. Las menos de diez razas humanas que pueden describirse son diferentes pero no desiguales, todas resultantes de la combinación del par más poderoso de fuerzas evolutivas, la adaptación a ecosistemas particulares y el aislamiento geográfico. Desde los pigmeos capaces de corretear por los sotobosques tropicales más espesos hasta los larguiruchos pastores nubios de las estepas sahelianas, que se alimentan de la sangre de sus vacas; desde los casi transparentes, rubicundos lapones del Norte, hasta los negros negrísimos de las sabanas africanas hipersoleadas; desde los hieráticos indios del Altiplano andino hasta los sudorosos mulatos caribeños; todo es diversidad pero también profunda semejanza. De ninguna manera se ha producido entre nosotros la segregación fenotípica que hemos inducido en nuestros perros. No hay razas humanas con grandes mandíbulas masticadoras, enormes piernas saltadoras, olfatos finísimos, vistas agudísimas, incapacidad congénita de perder la paciencia, cerebros geniales, etc. No, salvo en las películas de ciencia ficción, ya que afortunadamente no ha habido nunca déspotas capaces de mantenerse en el poder durante el tiempo suficiente para que la mejora genética de sus esclavos pudiera llegar a resultados prácticos, quizá con la excepción de los espartanos, practicantes de un despotismo democrático que se aplicaban a ellos mismos.


Sin embargo, la mejora genética humana se ha intentado a través de lo que
Sir Francis Galton, primo lejano de Darwin y promotor inicial de estas actividades, llamó Eugenesia. Consistía ésta en promover el cruzamiento entre humanos dotados de cualidades consideradas óptimas, e impedir el cruzamiento entre los portadores de defectos críticos. El movimiento eugenésico se inició a finales del S. XIX y se mantuvo muy activo en los países más avanzados de Occidente durante toda la primera mitad del XX. Pero se vino abajo por dos importantes razones: las locuras hitlerianas, que en su afán de regenerar la raza aria llevaron a monstruosidades inimaginables hasta entonces, y el hecho de que la Eugenesia no resultó ser un movimiento con bases científicas consistentes: los objetivos de selección eran demasiado idealistas y sesgados; el arquetipo de selección lo determinaba el perfil cultural y psicológico de las clases dominantes, que no tenía por qué tener una base genética; así, se llegó a postular que la propensión a ser oficial de la Armada Británica era un carácter heredable, por el hecho, comprobado experimentalmente, de que los hijos de oficiales navales eran a su vez oficiales navales con más frecuencia que la media de la población. Una prueba de que las estadísticas, cuando mienten, lo hacen sin misericordia alguna. Por cierto, es interesante constatar que la Eugenesia y su ideología subyacente no han existido prácticamente en países católicos. Un ejemplo destacado de esta ausencia es el mestizaje promovido por españoles y portugueses en América, que llevó a la creación de la que Vasconcelos llamó raza cósmica, la latinoamericana.

Ya en las puertas del S. XXI, los espectaculares avances de la biotecnología y la genómica abrieron a la Eugenesia una oportunidad de rebrotar. Lo primero que ha parecido necesario es cambiarle el nombre, y algunos que no quieren olvidarse de los objetivos de aquélla adoptan el de Neogenesia (Newgenics), que mantiene la misma música de fondo. Técnicamente, ahora empiezan a ser posibles transformaciones biológicas radicales en especímenes humanos, y la Neogenesia pretende que estas posibilidades se apliquen a mejoras de la especie, en beneficio a largo plazo de ésta. Las oportunidades abiertas son amplísimas: transgenia, terapia génica, manipulación de embriones, regeneración de tejidos a partir de células madre, clonación de individuos completos, etc. La revolución es profunda, poco a poco se van rompiendo todas las barreras, es posible no solo recombinar el DNA humano de mil maneras nuevas, sino introducir DNA de otros organismos en genomas humanos, o viceversa, haciendo factible, por ejemplo, la humanización inmunológica de animales como el cerdo, que facilite el trasplante de sus órganos a los humanos. Cierto que la inmensa mayoría de estas posibilidades revolucionarias son todavía nada más que eso, posibilidades, pero los aspectos técnicos y conceptuales básicos están resueltos, de modo que la fiesta no ha hecho más que empezar.

Pero ¿qué fiesta? Aunque algunos griten entusiasmados, la mayoría no hemos tomado todavía ni siquiera la primera copa. Tantas y tan prometedoras innovaciones empiezan induciendo en los muchos todavía sobrios escándalo y alarma. Eso obliga a las autoridades de todo tipo a tomar postura. Y lo propio de ellas, cuando se encuentran en estas circunstancias, es prohibir más que permitir. Por si acaso.

Desde un punto de vista ético, parece claro que toda acción neogenésica que reduzca el sufrimiento humano es, en ausencia de otros efectos nocivos, moralmente aceptable. Este es el caso de los múltiples avances que empiezan a producirse en medicina. He podido conocer de cerca lo espantoso del síndrome de Duchenne, capaz de destruir físicamente a los hijos varones y moralmente al resto de los miembros de una familia, y que podría ser curado fácilmente con técnicas de terapia génica cuando éstas sean puestas finalmente a punto, que lo serán. También sé lo que es un trasplante de médula ósea, que convierte al individuo trasplantado en una quimera biológica y tiene muchos efectos secundarios, pero salva su vida y le restaura toda su calidad. De manera que soy consciente de la invencible aceptación social que generan intervenciones de la medicina radicales pero eficaces.


El problema está en que puede haber otros aspectos más escandalosos. Me referiré solamente a la clonación humana, ya factible pero todavía prohibida por las autoridades con poder normativo sobre ella, empezando por la Unesco en su
Declaración Universal de Derechos del Genoma Humano. Para mí está claro que esa clonación efectuada por un déspota maléfico para generar clones zómbicos y espantosos, que hemos leído en algunas novelas, es inaceptable. Pero no lo está tanto que la clonación de uno mismo aceptada libremente por un individuo humano (eso sí, inevitablemente rico o poderoso), también lo sea. De hecho, este tipo de clonación aparece como una herramienta potente para acercar al individuo a esa inmortalización a la que todos, lo reconozcamos o no, aspiramos. Por citar otro ejemplo, también la clonación de varias docenas de humanos idénticos podría suministrar un material formidable para la investigación científica. Concretando más, permitiría preguntarse con total rigor científico acerca de la heredabilidad de asuntos tan etéreos y mal vistos por la gente de orden como la telepatía y otros fenómenos paranormales, que no consiguen ser sometibles a estudio científico por lo débiles y poco reproductibles de sus señales, cuya emisión y recepción podrían potenciarse mediante la acción sincronizada de muchos clones procedentes de un mismo medium. Y si se demostrara la heredabilidad de las capacidades telepáticas, se abriría una base firme para suponer que éstas tienen un fundamento físico, lo que sería un formidable avance científico. Etcétera.

Los conflictos se están planteando porque nos encontramos ante formulaciones de usos de nuestros genomas totalmente nuevas, que ni siquiera habíamos sido capaces de imaginar hasta ahora. Nos tropezamos así con el viejo tema kantiano de la diferencia entre lo legal y lo moral. Los criterios legales suelen ser cautos y suspicaces ante las innovaciones radicales, pero lo legal termina siempre acomodándose, con inevitable oportunismo, a las nuevas circunstancias. Lo decisivo es resolver los problemas morales que se nos van a plantear, prepararnos moralmente para convivir con las innovaciones técnicas revolucionarias, porque llegar llegarán, de eso no me cabe duda, pues no ha habido innovación tecnológica que no haya terminado implantándose. Es decir, de lo que se trata es de construir, o imaginar, o invocar, los nuevos imperativos categóricos que nos van a hacer falta. Esto, como pregona Sloterdijck, quizá el primer filósofo que se enfrenta a los nuevos problemas biológicos, hay que hacerlo entre todos: los científicos cogidos de la mano con los humanistas con los moralistas con los artistas con las madres con los ciudadanos con los enfermos con los necesitados de toda índole y condición. Una tarea, sin duda, apasionante.

Como el resto de los grandes debates por venir, el neogenésico tendrá lugar en el marco de las ideologías que terminarán siendo dominantes en el S. XXI, y que al menos en el entorno de los países occidentales avanzados serán quizá dos, el conservacionismo, que quiere ponerle un freno al crecimiento humano, y el consumismo, que es consustancial a este crecimiento, lo necesita. En lo mejor de ellos mismos, el conservacionismo implica fraternidad con el resto del planeta, el consumismo libertad individual. En lo peor, el conservacionismo deriva hacia una nueva utopía, negadora de la libertad individual, el consumismo hacia una manipulación de esta libertad a través del mercado. Curioso por cierto, aunque irrelevante, que consumismo tenga casi las mismas letras que comunismo, a sobra de una s. Es oportuno que estas dos ideologías coexistan y luchen dialécticamente, el mejor camino de ir alcanzando esa verdad operativa que siempre nos va precediendo. Lo malo es que la discusión termine a bofetadas, es decir, en la gran guerra del siglo, esa que según pronostican futuristas como James Martin , de producirse lo hará en el cuello de botella de los 2050. Si esto sucede, elucubraciones neogenésicas como las que considero en esta entrada habrán perdido su sentido. Clones inimaginables, peores que los salidos del más fantasioso comic de ciencia ficción, se estarán apoderando del mundo empuñando armas biológicas nuevas y terribles. Ya han pasado cosas parecidas.

(Escrito por Olo)

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