El primero del que tengo noticia que hiciera algo así es Francesco Petrarca, con su subida al Monte Ventoux (tan conocido por estos lugares gracias a quien ya sabemos) y su posterior narración de la aventura. Yo no les contaré mis caminatas, aunque sí les diré que cuando estoy en una ciudad y no puedo dejarme llevar por la pasión de la montaña, me busco algún campanario, o algún castillo, que hagan de sustituto.
Con la subida Petrarca inicia, o al menos eso se tiene por moneda corriente, el Humanismo y retoma la costumbre de mover las piernas para eso del meditar, actividad que será luego culminada por Nietzsche (o al menos, también es eso lo que nos cuentan, y en Humanidades tan importante es la realidad como lo que nos cuentan que es la realidad).
También podríamos llevar esto a un nivel metafórico y pensar en cuáles han sido nuestros ascensos al Monte Ventoux en el plano de la lectura. (Digo lectura pero podría referirme a la pintura, al cine, o a cualquier actividad, aunque es cierto que la lectura requiere de un esfuerzo, una concentración y en tiempo mayores que otras actividades, y de ahí que permita la comparación con la ascensión).
En mi caso he de reconocer que ha habido algunas lecturas lo han sido, no solo por el tiempo y el esfuerzo, también por lo que me han revelado. Entre las novelas he de mencionar Volverás a Región o Absalom, Abasalom! Y en poesía la de Paul Celan, aunque también la de Garcilaso o la de Juan de la Cruz, pero también la de John Keats y la de Valente. Otro libro que me abrió un mundo nuevo fue Paradiso de José Lezama Lima, lectura de un verano prodigioso en que se reunieron también alguna novela de Juan Carlos Onetti, Henry James y Julio Cortázar. Y digo que fueron mis ascensos porque antes de leerlas yo tenía una idea de lo que podía ser la literatura, sus ámbitos, sus alcances, sus objetivos, etc., etc., pero al finalizarlas, aquellas ideas habían cambiado, y algunas las había desterrado para siempre. A pesar de llevar ya leídos por entonces un buen puñado de libros, estos me hicieron replantearme lo que podía ser la literatura.
Otras novelas ha habido que, a pesar de ser muy alabadas por la crítica, y llevar ya varias décadas en primera fila, más que una subida al Monte Ventoux me han parecido un ascenso al Himalaya sin equipo de oxígeno. Entre ellas recuerdo Saúl ante Samuel de Juan Benet (qué diferencia entre Volverás a Región y esta otra). Llegué al final sin aliento, sin ganas de coronar la cima de una novela tan ingrata que parecía rechazar sus posibles lectores. Otras novelas que también me han parecido Everests (escalados por la cara agreste) han sido Israel Potter y The Confidence Man, las dos de Herman Melville, escritas cuando ya había perdido la confianza en encontrar un lector que las comprendiera (no hace mucho Harold Bloom las calificó de ilegibles), el Ulises de James Joyce, tan famosa, tan fecunda, tan llena de recovecos, minucias, alusiones privadas y recuerdos de un Dublín pacato, reprimido, y que goza con una carnalidad abyecta, guarrilla (el ejemplo que siempre me viene a la cabeza es el episodio de los riñones fritos). Qué diferencia con Dublineses y con El retrato del artista adolescente. Juntacadaveres tampoco se queda atrás en esos esfuerzos a veces ímprobos para coronar cimas agrestes, solitarias, retadoras. En el caso de esta última el esfuerzo mereció la pena, pero en otros más me valdría haberme dedicado las ganas a otras lecturas.
Por el contrario, algunas son un paseo, o un sprint. Es lo que he sentido con las novelas de don Pío. Son novelas interesantísimas, que piden una lectura veloz y apasionada, que la permiten por ser tan antirretórico, y no bien has acabado una, ya te está pidiendo el cuerpo otra, sentimiento que además se refuerza por su costumbre de escribir trilogías. Baroja es una incitación a la lectura; lo que R.L. Stevenson logró con sus novelas, años después lo volvería a lograr don Pío el misántropo.
Podría continuar indefinidamente, reteniéndoles ante la pantalla. (Los que a estas alturas continúen debe de ser porque les debe de parecer un poco interesante). Aunque antes de acabar les confesaré que la novela británica de la segunda mitad del XIX me recuerda a los paseos que daba en bicicleta por los caminos suavemente ondulados entre los pueblos del sur.
Esto que he referido a la lectura, repito, puede hacerse con la pintura: cuántos pintores no logran conmovernos o nos producen rechazo, con el cine: piensen en A. Tarkovsky, o con cualquier otra actividad.
Esto solo se pretende una pequeña distracción veraniega, entre vermú y vermú, o entre chapuzones en la piscina o en el mar. De todas formas, para que la lectura no resulte totalmente vana, les dejo una cita de J. Lezama Lima: “Analizo una vez más esta conclusión de raíz pascaliana: la verdadera creencia está entre la superstición y el libertinaje”.
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