He pasado dos semanas de vacaciones a la orilla del Estrecho de Gibraltar, en una casa rural (punto A de la foto satélite) dentro del Parque Natural del Estrecho, entre Tarifa y Algeciras. De difícil acceso, está en lo que fue la zona fortificada que Franco creó en la II Guerra Mundial para defender a España de una posible invasión aliada apoyada en Gibraltar. Hoy todavía se tropieza uno allí con grandes cañones de artillería de costa oxidados y numerosos búnkeres de hormigón armado semidesechos, que le dan al paisaje una nota de ominoso encanto. El acceso a la casa es muy difícil, una carretera de montaña en vías de disolución que remata en un carril imposible para todo coche que no tenga la altura de un todoterreno. La costa es acantilada y rocosa, catalogada por los geólogos como un flysch de extraño aspecto, capaz de destrozar a cualquier desgraciada patera que intente desembarcar allí de noche. La casa en sí misma es bonita y confortable, totalmente sostenible en cuanto a que obtiene la mayor parte de su energía de un generador eólico y algunas placas fotovoltaicas. De manera que aquello resulta ser un paraíso bastante singular, adecuado para recargar las baterías del ánimo después de muchos meses de vida urbana y para disfrutar de una soledad meditativa y contemplativa, ese bien hoy tan escaso.
La panorámica del Estrecho desde esta casa es grandiosa, no solo muy hermosa sino también muy sugerente, y ello en una doble dimensión, espacial y temporal.
El paisaje espacial tiene muchísimas facetas, que se estructuran sobre tres componentes principales:
• La masa imponente de agua, a la que se ve fluir hacia el Este para alimentar al cálido y evaporante Mediterráneo, y que tanto por su color como por su temperatura y profundidad es decididamente oceánica.
• La vida que puebla estas aguas, primero en los múltiples animales marinos, entre los que destacan los cetáceos y las aves migratorias, pero después en los humanos palpitantes, en su mayoría marroquíes, que cruzan en los ferries.
• Las montañas que le dan forma, tanto en la orilla europea como en la africana, destacando en esta última el Monte o Djebel Sidi Musa (punto C de la foto satélite).
Es el propio Djebel Musa, protagonista destacado de este paisaje, quien nos introduce en su dimensión temporal. Porque empezó su historia siendo, muy probablemente, la columna africana de Hércules, que junto con la columna europea, Gibraltar, marcaba para los romanos el límite occidental del mundo. Se llama Musa este monte en honor del general que invadió y tomó España para el Islam, Musa ben Nusair, como Gibraltar (Djebel Tarik) se llama así en honor del lugarteniente de Musa, Tarik ben Malik.
Contemplando al Musa, uno adivina enseguida los desgarrones de la historia bajo esta gran cicatriz que es el Estrecho. Lo mismo que las orcas acechan allí a los grandes atunes rojos, los piratas berberiscos acecharon durante siglos el paso obligado de sus posibles presas, convirtiendo la costa española en un desierto jalonado por una sucesión de torres almenaras, consecutivamente a la vista unas de otras. Una muestra ilustrativa es la torre Guadalmesí (punto B de la foto satélite), muy cercana a la casa que alquilamos. Construida en 1577, resulta impresionante su sencilla estructura militar, con un pescante superior para transportar hasta lo alto la leña empleada en hacer señales y una cámara de vivienda y defensa sin otro orificio que una estrecha puerta levantada del suelo cuatro metros.
Además, la casa en la que hemos vivido es un observatorio ideal porque por el Estrecho al que se asoma está obligado a pasar una buena parte de lo que entra y sale por mar del Mediterráneo. También de lo que se puentea entre Africa y Europa. Analizaré separadamente estas dos transferencias.
Entre el Mediterráneo y el Atlántico.
Ese Estrecho que une el Mediterráneo con el Atlántico es un pedazo más del océano, cruzado por toda clase de barcos y animales marinos.
La contemplación del paso incansable de los barcos innumerables lleva a una doble reflexión. En primer lugar, uno constata que el comercio mundial, como en los tiempos antiguos, sigue siendo en buena parte marítimo; elementos tan fundamentales para nuestra civilización como las fuentes de energía, los minerales, los automóviles y muchas de las manufacturas, siguen transportándose por barco. En segundo lugar, te entra por los ojos la profunda especialización que caracteriza a nuestras sociedades avanzadas, reflejada aquí en la amplia gama de tipos de barcos.
Los reyes de este tránsito E/W son los portacontenedores, casi tan masivos como los superpetroleros. Junto a ellos están los portautomóviles, sin lugar a dudas los barcos más feos jamás concebidos. Predominan luego los transportadores de energía, grandes bulkcarriers que entran en el Mediterráneo llenos de carbón y salen en lastre, mostrando impúdicamente sus vientres rojos, grandes gaseros que reparten por el mundo el gas natural argelino y grandes petroleros que entran y salen con petróleo de todos los orígenes. Destacan también en esta época del año los cruceros de turismo, esos de vacaciones en el mar. Finalmente llaman la atención los buques de guerra; en el tiempo que estuvimos en la casa pasaron dos cruceros lanzamisiles y un gran portaviones, todos americanos, navegando sobrevolados por sus propios helicópteros, que exploraban vigilantes la costa africana en busca de posibles amenazas.
Todo esto nos habla a gritos de un concepto fundamental en nuestro mundo hipertecnificado, el de la segmentación funcional, la especialización. En conjunto formamos una civilización muy poderosa, capaz de muchas hazañas complicadas, pero cada uno de nosotros es un especialista que sabe hacer poco más que su o particular con un canuto. Con la vejez a la que hemos vencido ha desaparecido de nuestro entorno la sabiduría, lograda por los antiguos a base de mucho esfuerzo y experiencia. Un ejemplo llamativo de todo lo que quiero decir es el barco especializado en transporte de yates que pasó ante mis narices y que reproduzco en la foto, una especie de dique flotante que se semisumerge para acoger y liberar al sinfín de yates al que transporta desde unas zonas de navegación de placer a otras, a lo largo del ancho mundo. Un barco éste que contrasta dramáticamente con las pateras que alguna vez se habrán cruzado con él en mitad de la noche, marcando ambos los dos extremos de posesión y desposesión de la sociedad global en que vivimos. Por cierto que detrás de este barco puede verse en la foto el enorme puerto de contenedores que la compañía Maersk, líder mundial de este negocio, acaba de construir en la orilla marroquí del Estrecho.
Un Estrecho en el que también hay una gran concentración de vida marina, porque es un paso obligado para todas las muchas especies migratorias y porque la mezcla de las aguas mediterráneas con las atlánticas genera afloramientos ricos en nutrientes. Se avistan delfines y calderones con facilidad. Empeñándose, pueden verse de cerca las orcas impresionantes que compiten durante el verano con los pescadores españoles y moros en la captura de los grandes atunes rojos, que están saliendo en esta época del Mediterráneo para invernar en las costas norteamericanas. Y con suerte pueden verse hasta cachalotes y grandes ballenas. Nosotros pudimos ver pasar a pocos metros por delante de nuestra casa dos rorcuales que navegaban hacia el Atlántico. En la composición fotográfica adjunta se ven con claridad dos movimientos de uno de ellos: a la izquierda, el comienzo de su soplido respiratorio; a la derecha, el dorso desde la cabeza hasta la aleta dorsal, claramente distinguible esta última.
Entre Africa y Europa.
Van y vienen continuamente ante nuestros ojos, como insectos laboriosos, esos ferries de todos los pelajes que transportan marroquíes y turistas entre las orillas de los dos continentes. En ellos navega la sangre que da vida a Marruecos, en forma de las divisas indispensables para sobrevivir, mucho más importantes las que proceden de la emigración que las del turismo, representando las primeras más del 5% del PNB marroquí. Y no solo cruzan los ferries, también las pateras vienen aunque muchas veces no vuelven. No las vemos porque suelen navegar de noche y no desembarcan por lo peligroso en la zona del Estrecho en la que estamos, sino algo más al Norte, en las playas de Tarifa y Bolonia. Pero la presencia permanente de las patrulleras de la Guardia Civil, insólita en otras aguas, atestigua aquí su existencia subyacente. Unas pateras en las que nos llega no solo la emigración clandestina marroquí, sino buena parte de la argelina y mucha de la subsahariana.
Esta emigración que es sangre para Marruecos es también una fuente indispensable de vitalidad para nuestra Europa envejecida demográficamente. Solamente un cambio violento en la política europea podría ralentizar la inmigración marroquí, pero es prácticamente imposible que ese cambio llegue.
Para el marroquí, que agobiado ya por una explosión demográfica largamente anunciada, emigra ahora a todo el mundo, Europa sigue siendo el destino más conveniente, que le permite mantenerse próximo a sus raíces. Puede que en España, cuando comparada con Francia, Italia y Holanda, esta influencia marroquí se vea atenuada por la inmigración procedente de Hispanoamérica, pero seguirá siendo muy importante y tendremos que contar con ella en el diseño de nuestro futuro.
La foto que he tomado de Flickr, en la que un grupo de hombres jóvenes marroquíes se proyecta desde un balcón ruinoso de la Kasbah hacia el puerto de Tanger, es decir, hacia el Estrecho y España y Europa, mientras que dos hombres mayores los respaldan, viene a resumir todo lo que quiero decir. La inmigración africana está cambiando Europa, convirtiéndola en una sociedad multirracial y multicultural. No solo está echando abajo las fronteras, sino diluyendo y mezclando a los pueblos.
En este proceso, la influencia de lo femenino es creciente. La inmigración en general, la marroquí en especial gracias a su cercanía, tiene un carácter cada vez menos masculino. De manera creciente, la mujer marroquí emigra acompañando al hombre, no solo como esposa o miembro de la familia, sino también como trabajadora.
El efecto cultural de una inmigración que lo sea mayoritariamente de varones es relativamente pequeño. Pero la mujer inmigrante sí que termina aportando un bagaje cultural de calado. Es ella mucho más que el hombre un referente cultural, porque la mujer, que termina siendo la madre, es la guardiana de los orígenes y las tradiciones. La mujer marroquí es muy diferente de la mujer europea actual. Y no va a cambiar con facilidad, porque la mujer marroquí inmigrante tendrá que ser el centro de esa familia que aportará a sus hombres la fuerza necesaria para asentarse a este lado del Estrecho.
La foto de las dos mujeres moras frente al mar, en la escollera de Tanger, es muy sugestiva. También la he tomado de Flickr
Se las ve tímidas, como si se resistieran a aceptar nuestros abiertos hábitos culturales, en este caso mediados por el fotógrafo impertinente que quiere inmortalizarlas digitalmente. Una de ellas le da claramente la espalda a la cámara, protegiendo con un puño cerrado su rostro. La otra, que por cierto es bastante guapa, no puede resistir la tentación de mirar tímidamente hacia el objetivo. De alguna manera está empezando a tender un puente. Eso es lo que sin duda seguirá pasando. Pero todo puente que se precie de tal tiene siempre dos direcciones. No solo los inmigrantes cambiarán al asentarse en España, también nos irán cambiando a nosotros. Y no solo España cambiará, también lo hará Marruecos.
Al mismo compás, el Estrecho jugará un papel creciente de enlace, de unión y conexión. Seguirá siendo una interfase geográfica decisiva. A pesar de lo escondido que está para nuestros ojos deslumbrados por tantas otras cosas, a pesar de lo al Sur que queda.
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