Heredé de mi abuelo materno una colección incompleta (sólo veintiséis de los casi cincuenta tomos) de la Historia Natural de Buffon incluyendo los Complementos de Mr. P. Lesson. Se trata de la edición de 1847-1850 impresa por Mellado, calle de Santa Teresa, num. 8, en Madrid, un coleccionable a razón de dos pliegos diarios que se vendía al precio de dos cuartos en Madrid y diez maravedises en provincias. Esta obra colosal, culmen de la ciencia descriptiva del XVIII, obedece al afán clasificatorio, taxonómico, hijo de un siglo cuyo arquetipo es Linneo, nacido, como Bufón, en 1707 y fallecido en 1778, diez años antes que el longevo francés.
La Historia Natural está plagada de errores y argumentos que hoy nos parecen perfectamente pueriles. Sin embargo, en su día la obra resultó revolucionaria; tanto es así que los sabios oficiales de la Sorbonne pidieron su inclusión en el Indice eclesiástico de libros prohibidos porque sus afirmaciones contradecían al Génesis. Por suerte, Buffon contó con el inestimable apoyo de Mme. de Pompadour y pudo proseguir la edición de su opus magnum sin mayores inconvenientes ni, suponemos, más peaje que enrojecer, de vez en cuando, aún más las ya sonrosadas mejillas de la señora. En su enciclopédico tratado, el autor se declara, por ejemplo, ferviente partidario de la generación espontánea: la vida apareció sobre la tierra, nemine operante, una vez que parte del agua que, inicialmente, la cubría por completo, se hubiese secado dejando emerger los primeros continentes.
No deja de resultar curioso y hasta sorprendente que su sistemática del mundo animal esté basada en las relaciones de los animales con el hombre: relaciones de tamaño e inteligencia; relaciones de proximidad; relaciones de uso. Imaginarios o no, la Historia Natural está llena de exóticos animales con nombres increíbles: el marmosa, el cayopolín, el filandro de Surinam, el cangrejero (“que tiene muy poca semejanza con el perro y con la zorra”), la fosana, el vansiro… Incluye, igualmente, largas digresiones comparativas sobre etología; las diferencias caracteriales entre el elefante, el perro, el castor y el mono (“los seres animados más admirados por su instinto”) quedan minuciosamente reflejadas a lo largo de varias páginas, para llevarnos a la conclusión de que el elefante es el rey del ingenio y de la inteligencia animales, amén de un milagro de sensatez y sensibilidad: “que a esta fuerza prodigiosa junta el valor, la prudencia, la serenidad y la obediencia exacta; que es moderado aún en sus pasiones más vivas, y más constante que impetuoso en el amor; que en medio de la cólera, no desconoce a sus amigos, no acometiendo nunca sino a los que le han ofendido; que conserva una larga memoria…” Un prodigio, el elefante.
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