El tercer viaje de reconocimiento lo hicimos mi contraparte y yo con el Toyota todoterreno que manejaba el chofer del estudio. Y, a pesar de las penosidades pasadas en el viaje a Los Llanos por falta de herramientas, tampoco en esta ocasión las llevábamos. Las del alba serían cuando abandonamos Chuquiago, nombre que los aymaras dan a La Paz, topónimo que significa El Hoyo, un hoyo que está a tres mil setecientos metros de altitud pero hoyo al fin si se piensa que El Alto, al norte, está a cuatro mil doscientos y Miraflores, al sur, a tres mil doscientos, razón por la cual es el barrio residencial de los más pudientes. En La Paz el oxígeno se paga si se puede pagar. Enfilamos de nuevo a Cochabamba, la ciudad jardín en la que lo que se vende es la clima, la cual, comparada con la de La Paz es ciertamente harto confortable. De Cochabamba nos dirigimos a Sucre, la blanquísima, bellísima, bienconservadísima y colonial capital constitucional de la República de Bolivia, calificativos que debe a la feliz circunstancia de no ser, además, la sede del Gobierno Supremo, que es, como es sabido, La Paz. En Sucre pernoctamos en un hermoso palacio colonial acondicionado como hotel. Hoy diríamos que era un “hotelconencanto” sin que ello suponga seguir las formalidades del moderno marketing porque era sencillamente verdad y punto. Muy de mañana salimos de Sucre hacia la pequeña y pintoresca ciudad de Tarabuco, a la que llegamos a la hora del almuerzo, lo cual quiere decir que recorrimos los sesenta kilómetros que dista Tarabuco de Sucre en casi cinco horas. Tarabuco debe ser hoy lo que se conoce como un destino turístico. La artesanía de los telares estaba ya muy desarrollada y hoy me imagino que estará plagada de tiendas de souvenirs. Por supuesto que aproveché para comprar unos cuantos ponchos típicos para regalar a mi vuelta a España. Después de Tarabuco llegamos a Camiri, la capital de la Bolivia petrolera, en la que pernoctamos. Entonces Camiri era poco más que una aldea pero hoy será con seguridad una ciudad bastante grande ya que la explotación de los pozos de petróleo dispara el crecimiento de cualquier lugar. En Camiri aun era obligatorio para poder dormir en un establecimiento hotelero disponer de un permiso especial de la Comisaría de Policía y a ella nos dirigimos para solicitarlo previa presentación de la documentación en regla. La medida seguía en vigor desde hacía doce años ya que Camiri fue el lugar al que llevaron el cadáver del Che Guevara después de ser ajusticiado en la aldea de La Higuera. Quiere decirse que estábamos viajando por el escenario de la guerrilla, un territorio plagado de quebradas y cubierto de una selva muy tupida. Conviene aprovechar la ocasión para dejar constancia del craso error que cometió el Che eligiendo Bolivia como escenario de su guerrilla. Tan sólo quince años antes había tenido lugar lo que se conoce como Revolución de 1952 liderada por Víctor Paz Estensoro y Siles Suazo, del Movimiento Nacionalista Revolucionario, los cuales fueron presidentes de la República años más tarde, alguno incluso durante dos mandatos. El MNR puso en práctica una reforma agraria que entregó las tierras a los campesinos, pero los campesinos la habían perdido ya cuando el Che llegó a Bolivia cargado de violencia y buenas intenciones. La Rosca boliviana recuperó las tierras confiscadas años atrás amenazando de muerte a los campesinos que no aceptaban vender sus propiedades al precio que se les imponía. Es obvio que ante la negra experiencia vivida los campesinos estaban muy resabiados ya para apoyar una nueva revolución a cambio de que se les diera una vez más las tierras que habían recibido y perdido.
De nuevo nos pusimos en camino muy temprano, ahora hacia Monteagudo. Allí nos pertrechamos de dos o tres kilos de hojas secas de coca pues nos habían informado de que si les dábamos buenos puñados de coca a los campesinos chiriguanos conseguiríamos que nos ayudaran a pasar el río Pilcomayo por el lugar donde hubo un puente pero que fue destruido hacía poco por una de las más grandes avenidas que había sufrido este río. También nos informaron en Monteagudo de que primero teníamos que cruzar el río Parapetí y que teníamos que hacerlo por un vado tomando la precaución de dibujar en el lecho del río una imaginaria Z de la que no deberíamos salir si no queríamos hundirnos en sus aguas. Nos dijeron también en Monteagudo que don Félix y los campesinos que trabajaban en su hacienda llevaban ya una semana de chupa porque celebraban el cumpleaños del patrón, el cual había sido años atrás telegrafista de Monteagudo, puesto que abandonó para casarse con la rica heredera de la hacienda que llamaban de Entrerríos.
Fue una suerte cruzar el vado en Z del Parapetí sin contratiempos y, en efecto, al poco de cruzarlo pudimos ver la gran portalada de la hacienda Entrerríos abarrotada de chiriguanos con sus aderezos de pinturas faciales y vestidos (es un decir) con sus mejores galas festivas a pesar de que no podían participar de los agasajos del cumpleaños. Cruzamos la portalada y llegamos a un edificio rectangular de grandes dimensiones rodeado de galerías por sus cuatro costados en cuyas columnas de madera colgaban las hamacas en las que descansaban los trabajadores. Don Félix nos recibió como agua de mayo. Nuestra presencia fue considerada como un acicate para reanimar la ya decaída fiesta y a no tardar fuimos agasajados con la bebida de honor del lugar, lo que llaman por allí ambrosía. Nos condujeron a un cercano potrero con vasijas de calabaza en la que habían echado una buena dosis de singani, un aguardiente seco de alta graduación, bastante azúcar y canela en rama. Ordeñaron las vacas y la leche tibia cayó sobre esta mezcla. Una vez llenas las tres vasijas nos las ofrecieron gentilmente al tiempo que nos invitaban a participar en el almuerzo que ya estaba servido en una larga mesa para unos cincuenta comensales y para el que habían sacrificado una ternera y la habían asado en varios hornillos. Fue un almuerzo pantagruélico, no hay otro adjetivo para calificarlo correctamente. Se comió carne hasta no poder más, se bebió chicha sin medida y se cantó hasta desgañitarse. Cuando terminó la comilona tanto don Félix como los demás comensales nos dijeron que podíamos seguir participando en la fiesta y que si queríamos podíamos dormir en cualquiera de las muchas hamacas que colgaban de las columnas de la galería. Mi contraparte, con buen criterio, rehusó cortésmente tanta hospitalidad y después de despedirnos de todos, especialmente de don Félix, reanudamos nuestro viaje con intención de inspeccionar las tierras de la margen derecha del Pilcomayo una vez que lo cruzáramos.
Sobre las seis de la tarde llegamos al Pilcomayo. En sus cercanías había una vivienda, la morada de un campesino de Tarija que hacía poco había abandonado a su familia para vivir una nueva vida en el Chaco con una joven tarijeña de la que se había prendado.
La única solución para pernoctar era hacerlo en la cabaña del campesino, el cual se prestó a dejarnos dos catres hechos de palos y correas de piel de vaca. Él y su mujer durmieron el suelo y nosotros en los catres. No es necesario comentar que la noche fue lo que se dice calamocana pero de peores situaciones se sale y nosotros salimos de aquella.
Al ser de día, el campesino logró reunir seis hombres a los que encargamos, previa entrega de sendas bolsas de coca, que construyeran una balsa para cruzar el río con la movilidad. Todos nos pusimos a la obra para recolectar palos de la margen del río en la cantidad necesaria para construir una balsa que fuera sólida y que tuviera unos seis metros cuadrados de superficie. Para unir los troncos el campesino nos facilitó largas correas de piel de vaca a modo de cuerdas. Una vez terminado tan arduo trabajo echamos la balsa a la orilla del río donde había un calado de medio metro. Empujamos la movilidad y logramos ponerla sobre la balsa. Pero, ay amigos, la balsa dejó de flotar y encalló en el lecho del río. Después de maniobrar para hacerla flotar durante una hora o más nos percatamos de que no lo íbamos a conseguir. Había, pues, que sacar la movilidad de la balsa pero antes teníamos que desmontarla, una tarea que se hizo lenta y laboriosa. Cuando ya no había palos debajo de la movilidad tuvimos que empujar entre todos el Toyota pues estaba contraindicado poner el motor en marcha para que el ventilador no moviera el agua que podía entrar en los aparatos eléctricos del motor, una eventualidad que de haber ocurrido nos habría dejado allí no sabíamos por cuanto tiempo, hasta que pudiera comunicarse el problema a La Paz y enviara el correspondiente respuesto. Por fin logramos sacar la movilidad del río sin más contratiempos y después de comer el churrasco que nos ofreció nuestro providencial huésped y después de pagarle sus providenciales servicios nos pusimos en camino para deshacer el que habíamos traído desde Monteagudo. La vuelta a Monteagudo fue una odisea. El camino era una estrecha senda enmarcada por un talud a la derecha y una quebrada a la izquierda pero ahora no estaba seca como a la ida sino mojada por el surichilchi que había estado cayendo durante la noche anterior. La movilidad derrapaba continuamente amenazando con chocar con el talud pero sobre todo con despeñarse barranco abajo. Nunca ponderaré bastante la extraordinaria pericia de nuestro chofer. Manejaba el volante de un modo tan sabio que de momento seguíamos avanzando a pesar de las extremas dificultades. Con el fin de que las ruedas traseras se agarraran mejor al resbaladizo terreno me ofrecí a colocarme sobre la defensa trasera y así hice el viaje hasta Monteagudo después de cruzar de nuevo el vado en Z del río Parapeti y con la misma suerte de la primera vez. Podíamos blasonar de que ya éramos unos consumados expertos en cruzar aquella ancha manga de agua. Cuando llegamos a Monteagudo teníamos la boca llena de tierra, las ropas mojadas y el agotamiento físico y psíquico a flor de piel. Nos lavamos como pudimos en el mismo alojamiento que ya habíamos usado pero decidimos seguir viaje hacia el este para más tarde virar al sur, hacia las ciudades argentinas de Embarcación y Salta, a partir de la cual giraríamos al oeste y más adelante al sur para cruzar el puente internacional, argentinoboliviano, que hay antes de llegar a la ciudad de Tarija, ya de nuevo en Bolivia.
El camino a la salida de Monteagudo estaba embarrizado y a duras penas era transitable. Recuerdo que hubo que parar para estudiar cómo podíamos continuar. Varios camiones estaban aterrados y no eran a moverse. El chofer y mi contraparte bajaron para estudiar la forma de salir de aquel atolladero y yo me quedé en la movilidad. Las penalidades pasadas me vencieron y daba cabezadas de sueño, cansancio y agotamiento pero cuando iba a perder el estado de vigilia volvía a él con la sensación de que la movilidad se resbalaba pendiente abajo: tan indeleble se me quedó grabada la pasada experiencia durante el trayecto de la senda resbaladiza.
Finalmente logramos llegar a la Argentina, cruzamos las ciudades norteñas ya citadas y conseguimos llegar al anochecer a Tarija, ciudad hoy petrolera pero no entonces en la que pernoctamos. Cuando se hizo de día salimos de Tarija en dirección a Potosí, una ciudad negra y siniestra al pie del cerro de su nombre que tuvo una famosa ceca con el privilegio de acuñar moneda española en tiempos del Imperio.
Citar por último que durante tan largo y accidentado viaje mi contraparte nos contó las típicas batallitas de todo excombatiente ya que él fue uno de los 250.000 soldados bolivianos que participaron en la guerra del Chaco en los primeros años treinta contra Paraguay. Una guerra que de nuevo perdió Bolivia aunque en esta ocasión la consecuencia no fue una pérdida de territorio sino no conseguir anexionarse parte del Chaco Boreal de soberanía paraguaya, un territorio que sin ser suyo Brasil le cedió a Bolivia después de la guerra del Acre a principios del siglo XX a cambio de la cesión de Bolivia a Brasil de lo que hoy es el estado brasileño del Acre.
Perdido el departamento Marítimo en 1879 como consecuencia de la guerra del Pacífico perdido el Acre y no conseguido el Chaco en la guerra de su nombre, Bolivia, que recibió en 1825 un territorio de dos millones de kilómetros cuadrados se ha quedado de momento con la mitad sin perspectivas de que algún día pudiera recuperar el territorio perdido al que aspira sin descanso.
Etiquetas: Desdeluego
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Excelente entrada en la línea de las suyas.
Por cierto, Desdeluego, tengo entre manos estos días, alternando con algún otro, el infolio -que diría cierto bobo- A través de la selva amazónica, la 'increíble aventura del explorador que inspiró el personaje de Indiana Jones' [este añadido al título, como que sobra, pero no el saber que sus viajes y su personalidad también inspiraron obras tan conocidas como El mundo perdido, de Arthur Conan Doyle, o Las Minas del rey Salomón, de H. Rider Haggard, amén de eso primero, que Steven Spielberg se basó en él para crear el personaje citado]', P.H. Fawcett, relato recopilado por su hijo Brian Fawcett en base a cartas y manuscritos dejados por su padre; autor, este hijo, además, de las ilustraciones, y que lleva un mapa por extenso del inmenso territorio que exploró su padre en los primeros años del pasado siglo, de 1906 a 1925 cuando desapareció de forma misteriosa y para siempre en el Matto Grosso brasileño buscando una ciudad perdida, y donde se encuentra junto a parte de Chile, Perú y Brasil, prácticamente toda Bolivia. Algunos de los episodios de esa aventura son tan tremendos que cuesta creerlos aunque de lo narrado se desprende que Percy Harrison Fawcett fue, amén de un explorador asombroso, hombre cabal y digno de crédito en todo lo que afirma.
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