-Acabas de firmar una operación cojonuda: no te arrepentirás jamás y harás ganar un pastizal a la Confederación.
-Es que habéis hecho una propuesta que no podíamos rechazar.
-Venga: todos a Barajas, que nos espera el avión. A ver si acabáis de una vez el aeropuerto en V y podemos salir desde allí…
-Está hecho. Lo del aeropuerto, digo.
Luego, más tarde, sólo la Tour d’Argent (uno de sus salons particuliers, concretamente) parecía escenario suficientemente bueno y caro para gente tan lista y aguda. Sí: lo habían hecho. Habían firmado y pagado las opciones de futuro. Después de cinco meses sin parar de subir, las acciones estaban a 12 euros, céntimo más o menos. La previsión para dentro de tres meses era llegar (¡mínimo minimórum!, había exclamado W en el primer contacto) a los catorce ochenta. ¡Y se las ofrecían a nueve euros! Veamos: simple cálculo. Las pago hoy a nueve y, en tres meses, el día de la opción, las coloco a catorce ochenta. Un modesto 64 % (¡coño con la maquinita: cuántos cuatros pinta!) de ganancia. Bien. Si meto treinta millones… hmmm… ganaré 19.3 (¡coño con la maquinita: cuántos treses pinta!) millones de euros. ¡En tres meses! No está mal…
Pero llegó el verano. Y algo en el globo empezó a hacer pzzzzzzz…. Como una pedorretilla muy suave, ¿no? Y las acciones, el día de ejecutar la opción, estaban a ochenta céntimos. ¡Ochenta céntimos por lo que pagué a nueve euros! Volatilidad, le llaman a eso. ¡Mierda de analistas de bolsa!
-Mira, seamos claros: si logras hacerte con el paquete de X, tenemos el control total. Es un nueve ocho.
-¿Un nueve ocho? ¿Y cuánto piden?
-Noventa millones. Lo podríamos conseguir por entre ochenta y tres y ochenta y cinco.
-Jooooder, es carísimo…
-Ya. Pero nos da a ti y a mí el control. Es un precio político, claro.
-Voy a hacer una llamada…
(Aquí viene un obligatorio hiato porque nuestros servicios de información no pudieron colarse en el servicio junto a Y. Pero, a su vuelta, Y prosiguió como veréis.)
-Bueno: no creo que haya problema en conseguir los noventa. Tragarán con las propias acciones como aval. Tener el control indirecto significa mucho para ellos.
-¡No jodas! El control será tuyo y mío…
-Hooooombre, ya: pero les he vendido esa burra. Sindicación y tal. Lo pueden poner en su memoria…
Y sí: dieron el préstamo. Y sí: el 9.8% de X fue a parar a manos de Y que, junto a Z, tomaron el control de la gran inmobiliaria.
Pero llegó el verano. Y algo en el globo empezó a hacer pzzzzzzz…. Como una pedorretilla muy suave, ¿no? Y el 9.8% lo fue de una empresa quebrada. Bueno: en concurso de acreedores, que es más bonito. Y tenía, exactamente, el 9.8% de una inmensa cola de proveedores, subcontratas y acreedores varios. Deseando cobrar, claro. No hay ni que decir que el crédito de noventa milloncetes, del que no se había hecho frente a un solo pago, se había ido, exactamente, a la mierda. O, por decirlo poéticamente, a fallidos. Su aval, su único aval, eran unas acciones que valían cero euros. Ni uno más, ni uno menos.
(Como es evidente, estas dos pequeñas historietas son sólo fruto de mi atrofiada imaginación y no responden, en absoluto, a situaciones reales. Pero igual que a Woody Allen le pareció oportuno acabar, de una vez por todas, con la cultura, a mí, que soy más materialista, me ha parecido divertido y actual imaginar algunas formas de acabar con una Caja.)
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