El odio a Franco
26 de Marzo de 2009 - 07:57:50 - Pío Moa
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No todo el mundo detestaba o detesta a Franco, claro está, pero quienes lo han detestado lo han hecho con una intensidad nada común, y en ese sentido puede considerársele uno de los personajes más odiados del siglo XX.
Cuando murió, el 20 de noviembre de 1975, el Partido Comunista de España (reconstituido), que pronto crearía el GRAPO, difundió por todas las ciudades donde tenía militantes (Madrid, Barcelona, Cádiz, Sevilla, Vigo, Córdoba, Bilbao y algunas otras), muchas decenas de miles de hojas con el célebre poema de Pablo Neruda El general Franco en los infiernos. Recuerdo haberlo tirado en el metro de Madrid, regando los andenes desde la última puerta del convoy en marcha, mantenida entreabierta. Uno o dos camaradas se situaban de modo que la gente dentro del vagón no se percatara de la maniobra, y quienes volvían a llenar los andenes recogían los papeles. Los dirigentes no debíamos hacer aquellas cosas, pero a algunos nos proporcionaba una peculiar satisfacción, también por su cuota de riesgo.
Las maldiciones de Neruda a Franco eran tan retumbantes que causaban perplejidad, y mucha gente se llevaba la hoja, seguramente para enseñarla a otros. Ningún panfleto agitativo de los muchísimos que tiramos a lo largo de años tuvo tanta difusión, si bien, sospecho, más por curiosidad que por aquiescencia de la mayoría de sus lectores. Empieza así:
Desventurado, ni el fuego ni el vinagre caliente
en un nido de brujas volcánicas, ni el hielo devorante,
ni la tortuga pútrida que ladrando y llorando con voz de mujer muerta
te escarbe la barriga...
Le llama "estiércol de siniestras gallinas de sepulcro, pesado esputo, cifra de traición que la sangre no borra"; evoca "la santa leche de las madres de España" pisoteada, con sus senos, por los aullantes legionarios; alude a "los niños descuartizados", a la salud, la "paz de herrerías", la vida destrozada por el general; y tras una larga serie de improperios y consideraciones sobre su infernal destino, concluye el vate:
Solo y maldito seas,
solo y despierto seas entre todos los muertos,
y que la sangre caiga en ti como la lluvia,
y que un agonizante río de ojos cortados
te resbale y recorra mirándote sin término.
Los versos de Neruda respiran y quieren desperatar en el lector un odio absoluto, telúrico, por así llamarlo, que da sentido a las figuras empleadas, a veces extravagantes. Odio cultivado también por muchos intelectuales durante decenios, tano en expresiones literarias como políticas. Muy conocido y recitado ha sido también el poema de León Felipe sobre las dos Españas, que empieza:
Franco, tuya es la hacienda,
la casa,
el caballo
y la pistola...
El general había dejado a su adversario, dice Felipe, "desnudo y errante por el mundo". Pero la España derrotada se llevaba consigo la canción, "la voz antigua de la tierra", y dejaba a Franco, por ello, incapaz para "recoger el trigo o alimentar el fuego". Describe el poeta un poder tiránico impuesto por la pura violencia, productor de tristeza y miseria, en versos de belleza y vigor poético no muy frecuentes en la poesía política. Su veracidad histórica ya es harina de otro costal.
Mencionaré, entre otros muchos ejemplos, el soneto de Antonio Machado donde, sin nombrarlo, pide para él la horca, quizá por suicidio:
Que trepe a un pino en la alta cima
y en él, ahorcado, que su crimen vea
y el horror de su crimen le redima.
En su misma muerte le acompañaron tales denuestos. Creo que los resumen perfectamente los versos que su óbito inspiró al conocido psiquiatra comunista o ex comunista Castilla del Pino, según anota en sus memorias:
Pene no tuvo, ¿te cabe alguna duda?
Pellejo vano entre sus ingles cuelga
Que usó para mear certeramente
Encima de sus muertos y sus tumbas
Millonario en muertes...
Y termina:
Nunca fue muerte por tantos tan deseada.
Nunca fue muerte por tantos bendecida.
Castilla del Pino hizo pocos años ha unas declaraciones interesantes: "Gracias al odio, la humanidad ha progresado"; "Yo odio a Pinochet, y a Franco lo he odiado durante cuarenta años". Significativamente, no mencionó entre sus odiados a Stalin, Pol Pot o Fidel Castro.
En fin, las imprecaciones más hirientes y cargadas de aborrecimiento han acompañado toda la carrera del Caudillo desde la guerra civil. Y le siguen acompañando, con sorprendente vitalidad, treinta años después de su muerte, en forma de biografías, ensayos o alusiones de intención ultrajante; o de numerosos libros sobre la represión franquista, represión de crueldad sólo comparable con el terror nazi, si hemos de dar crédito a esos escritos: se le aplica incluso el término Holocausto.
Su victoria militar está en el origen de todo ello, y las diatribas contra él transmiten la impresión de que esa victoria constituye un crimen gigantesco, inexpiable, contra el pueblo español, contra la libertad, la paz y el progreso, contra la Historia. Ahora bien, ¿a quién venció Franco, realmente? ¿a la democracia o a una revolución multiforme, aunque principalmente comunista? De esto trataremos más adelante, pero evidentemente fue, en parte muy importante al menos, una victoria sobre los comunistas, defendieran éstos la democracia o su revolución peculiar, como muchos discuten. Por ello no extraña que entre los imprecadores contra Franco destaquen especialmente las izquierdas marxistas y los políticos o intelectuales próximos a ellas. A este respecto los versos de Neruda impresionan sobre los de cualquier otro, pero entenderlos bien exige leerlos al lado de otro poema suyo no menos célebre, la Oda a Stalin, donde declara:
Stalinianos. Llevamos este nombre con orgullo.
Stalinianos. Es esta la jerarquía de nuestro tiempo.
Stalin, predicaba Neruda, encarnaba los ideales de paz y progreso humanos, la esperanza de los oprimidos del mundo. Y por ello, al leer los dos poemas juntos, salta a la vista la perfecta insensibilidad de poeta con respecto a las víctimas, especialmente los niños, cuyas imágenes usa para elevar al paroxismo la indignación moral contra la figura del general. Pues si realmente le indignaran a él tanto como sugiere, mucho más le habrían indignado las víctimas de todas las edades causadas por el stalinismo, en cantidad incomparablemente superior a las atribuibles a Franco. Pero las de Stalin no merecían a Neruda una simple alusión compasiva. Y no porque ignorase su existencia, pues sólo la ignoraba quien cerrase deliberadamente los ojos. Cuando, tres años después de la oda, Jrúschof, sucesor de Stalin, admitió en su célebre informe una parte de los crímenes del déspota, no pillaba a nadie de nuevas, y menos todavía a los comunistas, que tanto habían imitado, donde habían podido, los métodos del "padre de los pueblos". Jrúschof reconocía simplemente algo de lo archisabido, y la trascendencia de su informe radica sólo en el carácter oficial del reconocimiento.
No. Para Neruda las muertes hechas por los franquistas constituían asesinatos imperdonables porque afectaban a personas de ideas "avanzadas", comunistas muchas de ellas, aspirantes a una sociedad perfecta, sin explotación, sin injusticia social, sin opresión. Por el contrario Stalin mataba precisamente al tipo de criminales representados en el mismo Franco, escoria irrecuperable de la humanidad, defensores de los horrores del capitalismo tanto en su forma de democracias burguesas como de regímenes autoritarios o bien fascistas, destinados todos ellos al "basurero de la historia". Stalin hizo fusilar, entre otros, a más comunistas que nadie, muchos más que el Caudillo; pero cualquier orgulloso staliniano como Neruda sabía que se trataba de falsos comunistas, agentes del imperialismo, fascistas disfrazados.
De ahí el valor simbólico, al margen de su relación con los hechos, de la recurrente imagen de los niños destrozados. No sólo busca exaltar la indignación, sino también identificar a los comunistas y progresistas en general, sobre todo a los primeros, personas de ideales puros, luchadores por un porvenir resplandeciente para la humanidad bajo regímenes como el del preclaro Stalin: a ellos, como a los niños, estaba reservado el futuro. Franco asesinaba a los niños y pisoteaba a las parturientas, es decir, intentaba asesinar el porvenir en un intento criminalmente enloquecido y vano –apenas precisa decirlo–, de frenar la marcha ineluctable de la historia. Neruda, el "staliniano que lleva este nombre con orgullo", lo expresaba con destreza poética.
La historia ha circulado por otras vías y quienes se atribuían la posesión del futuro han fracasado desastrosamente, pero nadie debería caer en una euforia precipitada y forzosamente banal. Poco adelantaríamos sin una comprensión de los esquemas mentales que llevan al stalinismo o al nazismo, y ya saldrán otros poseedores del futuro, porque está en la naturaleza humana la tentación de pensar y actuar de ese modo.
En todo caso encontramos una primera evidencia: Stalin y Franco representaban formas mentales, morales y políticas opuestas: el primero el porvenir radiante, el segundo el pasado oprobioso. Mirándola en su conjunto, Stalin tuvo una carrera verdaderamente triunfal. A la hora de su muerte dirigía un inmenso imperio extendido por más de media Europa y cerca de la mitad de Asia, y era el venerado líder moral de al menos un tercio de la humanidad donde existían regímenes socialistas, así como de millones de otras personas que luchaban por ese ideal en el seno de sociedades todavía burguesas. Y de tantos otros que sin luchar lo apoyaban o respetaban, aun si en su fuero interno sintieran poco entusiasmo por vivir en un sistema soviético, y prefirieran desarrollar sus carreras en las atroces sociedades capitalistas.
Pero no todo habían sido éxitos y Franco encarnaba, precisamente, uno de los pocos fracasos graves de Stalin. Fracaso en un país quizá poco importante en los órdenes demográfico o económico, aunque bastante más en el orden estratégico, en el cultural e histórico; y, sobre todo en el simbólico. Por algo la bibliografía de la guerra civil española –una derrota de Stalin, entre otras cosas– ha sido tan enorme y sigue hoy en pleno auge. Reflejo a su vez de las pasiones que la acompañaron, más fuertes que las asociadas a otros sucesos del siglo XX de mayores consecuencias materiales.
Evidentemente Stalin no tomó a la ligera la guerra de España, pese a las difíciles condiciones materiales para su intervención en ella. Mandó bastantes de sus mejores armas, y él en persona se ocupó de orientar políticamente a las izquierdas españolas; e hizo cumplir sus instrucciones a través del Partido Comunista español, cuyos jefes ponían a la URSS –patria del proletariado– por encima de la propia España, y sentían orgullo en obrar como agentes del Kremlin. Stalin no debió de encajar con buen ánimo su fracaso después de tanto esfuerzo, y muchos de los asesores enviados por él a España sirvieron de chivo expiatorio, fusilados o desaparecidos oscuramente en el terror de la época. Los supervivientes (Malinofski, Vóronof, etc.), demostrarían pocos años después, luchando contra la Alemania nazi, que Stalin no había mandado a España personal de segunda categoría, sino a muchos de sus mejores elementos militares y policíacos. Inútil decir que los fusilados, en su mayoría, no lo fueron por baja calidad profesional, sino por "desviaciones" ideológicas" más o menos inventadas.
Sería exagerado imaginar un Stalin obsesionado por la victoria de Franco, pues los inmensos triunfos de su carrera le compensaban ampliamente de aquel revés. Con todo, seguía siendo una mancha negra en su expediente, y el aplastamiento final de Alemania le ofreció una segunda oportunidad para destruir a un adversario detestado, a quien su propaganda había logrado identificar con Hitler y Mussolini. Fuera de España muy pocos, si alguno, dudó entonces de la pronta liquidación de Franco y no pocos aspiraban a verle seguir la suerte de Mussolini; dentro del país, la perspectiva agrietó considerablemente al régimen. Aunque España no entraba en la esfera de influencia soviética aceptada por Churchill y Roosevelt, seguía teniendo un gran interés para Stalin, y éste hizo cuanto pudo por aislar al franquismo, declarándolo apestado internacionalmente, como primer paso para su derrocamiento. El segundo paso consistió en el maquis, la guerrilla organizada por los comunistas a fin de reanudar la guerra civil, provocar una intervención de las democracias e implantar un régimen, si no socialista, por lo menos muy avanzado. Y sin embargo, asombrosamente, también fracasó en esta intentona, segunda humillación que no pudo hacerle una gracia excesiva, aun contando con sus éxitos arrolladores en otros ámbitos.
Pasada la dura prueba, Franco, dictador a quien habían auxiliado Hitler y Mussolini, iba a mantenerse en el poder, a contracorriente no sólo de los comunistas sino de los regímenes democráticos anglosajones y europeos, los cuales, si bien renuentes a intervenir en España, casi nunca le obsequiaron con sentimientos mínimamente cordiales y ampararon diversas oposiciones a él. Y así continuaría hasta 1975, año de su muerte por causas naturales tras una penosa agonía muy celebrada por muchos de sus enemigos, y bastante similar a la de otro dictador característico de la época, Tito, el comunista yugoslavo disidente de Moscú.
Las mencionadas expresiones de odio tienen un toque peculiar viniendo, por lo común, de personas ateas. El tema rebasa los límites de este ensayo, pero vale la pena reparar en cómo Neruda sitúa a Franco en un infierno de eternos e indecibles tormentos en el cual, como buen stalinano, no podía creer. Según su doctrina, Franco, hiciera lo que hiciese, como el propio Stalin, como Hitler o él mismo, estaban destinados a convertirse en carroña exactamente igual que todo el mundo, sin ninguna reparación o justicia ulteriores, y por tanto sin ningún significado. Aun si cabía esperar que las generaciones venideras compartieran el odio de Neruda, nada de ese odio podría afectar ya al Caudillo, vencedor hasta el fin, por mucho que le deseasen el imposible infierno.
Por el contrario, Franco era creyente católico, al parecer bastante fervoroso y convencido de la existencia de un cielo y un infierno. En alguna ocasión señaló que la vida sería absurda sin la consideración de un más allá. Pero en general no cultivó ni alentó expresiones de odio tan furiosas como las despertadas por él en sus contrarios, y su testamento político se expresa en términos ponderados, acaso por encontrarse ya a las puertas de la muerte.
Estaría muy lejos de la realidad pretender que toda la literatura antifranquista viene del marxismo. La hay del más variado carácter y de enorme dureza, desde la socialdemócrata a alguna democristiana o monárquica. Pero sí cabe señalar que la más persistente, apasionada y dura ha sido la procedente del comunismo y sus aledaños. Como fue comunista la oposición realmente sostenida y seria contra el régimen de Franco.
La atención despertada por el personaje se revela en la ya abultada colección de biografías y ensayos de diverso tipo, sin excluir los psicoanalíticos, a él dedicada. Bastantes aparecieron ya en tiempos de Franco, como las biografías escritas por J. Arrarás, M. Aznar, C. Martín, B. Crozier, L. Ramírez, G. Hills, de J.W.D. Trythall, H. G. Dahms o R. de la Cierva, en general favorables y algunas laudatorias, exceptuando la de L. Ramírez. Pero puede decirse que todas ellas han quedado poco menos que eclipsadas por el impacto de la publicada en 1994 por P. Preston. La biografía escrita por este autor inglés marcó época, tanto por su extrema hostilidad al biografiado como por haberla promovido en España poderosos medios de comunicación de la derecha, en especial monárquicos, por razones fáciles de entender. El libro no dejó de suscitar réplicas. R. de la Cierva lo criticó duramente y publicó a su vez una nueva y amplia biografía en 2000. El general R. Casas de la Vega y el coronel C. Blanco Escolá han escrito sendos libros sobre la capacidad militar de Franco, con enfoques opuestos, y C. de Meer ha escrito un ensayo laudatorio. En línea similar a la de Preston se encuentran diversos estudios de J. Tusell, S. Juliá o el libro de E. Moradiellos subtitulado Crónica de un caudillo casi olvidado, idea extraña, pues todo indica lo contrario: no cesa de crecer la bibliografía sobre él. Siguieron ensayos biográficos más ponderados, como los de B. Bennasar, S. Payne, A. Bachoud, F. Torres, A. Vaca de Osma o J. P. Fusi, éste anterior al de Preston. En los últimos años vienen apareciendo los gruesos tomos de L. Suárez, refundición ampliada y corregida de otra biografía anterior en ocho volúmenes. Por su abundante documentación de primera mano constituye actualmente la obra fundamental al respecto, de obligada consulta para quien desee aproximarse al tema.
En general, hoy la actitud académica prevalente hacia el viejo Caudillo oscila entre la tradicional aversión, muy reavivada en los últimos años, y la consideración del personaje como un dictador de segundo orden, cruel, vulgar y mediocre. A mi juicio, lo último no puede sostenerse. La profundidad del odio que le ha sido tributado, merecido o no, indica algo muy distinto de la mediocridad, y lo mismo el hecho de que a lo largo de cuarenta años derrotara, militar y políticamente, a todos sus enemigos, nada desdeñables muchos de ellos, sorteando peligros realmente letales. Esto no hace su trayectoria histórica positiva, pero excluye para ella el calificativo de mediocre. Dejo aparte la manía actual de retratarlo como un imbécil o poco menos. Azaña solía quejarse de la poca afición de su gente a usar el cerebro, y quizá repetiría hoy la crítica a quienes así "razonan".
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