Un mito extendido internacionalmente es que fue el benedictino Dom Pérignon quien, a principios del siglo XVIII, inventó el champagne. Mentira podrida. Es históricamente claro que el buen fraile trabajó lo suyo precisamente para todo lo contrario: pretendía acabar con la explosión de botellas producida por el carbónico generado en la segunda (¡y para él indeseable!) fermentación. La región de Champagne es fría y no demasiado iluminada. Las uvas que produce no tienen un grado excesivo por lo que, en ausencia de levaduras añadidas, fermentan mal. Y dejan una buena cantidad de azúcar residual que no se ha transformado en alcohol. Una vez embotellado el vino, cuando con la primavera sube la temperatura ambiente, se desata la segunda fermentación. Y, con élla, la explosión de botellas y el disparo de corchos.
La primera condición para obtener un buen champagne es partir de vinos-base de calidad. Normalmente, aunque esto depende fuertemente de cada fabricante y hasta de cada añada, los vinos-base proceden de Pinot Noir, Chardonnay y, en menor medida, Pinot Meunier. En todo caso, la vendimia debe hacerse muy pronto, antes de la madurez tecnológica, para que la acidez de los mostos sea muy alta y asegure larga vida al champagne al que darán lugar. Las uvas han de prensarse muy ligeramente e, inmediatamente, separar al mosto de los hollejos. Salvo, claro está, que queramos obtener champagne rosado, en cuyo caso los mostos de varietales tintos (ambos Pinot) deberán estar un día o dos en contacto con los hollejos. Se elaboran los vinos por separado, dejando que fermenten de modo natural, es decir, sin añadir levadura alguna. Clásicamente, esta primera fermentación se ha producido en barrica de roble. Y así se sigue haciendo, a despecho del acero inoxidable, en las buenas bodegas de Champagne. Producidos estos vinos, aún con escaso grado alcohólico y bastante azúcar residual, los enólogos proceden al assemblage, al importantísimo proceso de mezclar los vinos procedentes de los diversos varietales en las proporciones que exija el futuro champagne. Este es el primer punto crítico del proceso. Hay que buscar el equilibrio entre acidez (ahí está el futuro) y azúcar (ahí estarán las estrellas). Se dice que en Moët&Chandon se parte de hasta trescientos vinos-base. A esta complicación hay que añadirle otra no menos importante: catar vinos recién fermentados no tiene nada que ver con hacerlo una vez embotellados y asentados. Una cosa es describir el presente, lo cual es más o menos sencillo, y otra ser capaz de prever el futuro. Tras la mezcla, se obtiene la cuvée que es el vino que va a sufrir la segunda fermentación, ésta ya en la botella. Ahora ya saben por qué puede leerse, en muchas etiquetas de champagne, expresiones como Cuvée Pierre Moncuit-Delos , Cuvée Louis XV o Cuvée Laetitia: hacen referencia a una particular manera de combinar los vinos-base, más o menos propia de la bodega en cuestión.
Si fuese menester añadir azúcar a la cuvée, éste se añade mediante el liqueur de tirage, un blanco de reserva fortificado con sacarosa. Este es también el momento de añadir las levaduras que disparen la segunda fermentación. Convenientemente mezclados todos los materiales de partida, se introducen en la botella definitiva que se cierra con un tapón de chapa, cual si de una cerveza se tratase. Así debe de permanecer el vino un mínimo de seis meses, aunque lo habitual es que esté entre uno y dos años. En algunos casos, más. Es fundamental en este estado girar cuidadosamente las botellas, que permanecen horizontales, cada poco tiempo para evitar que las levaduras se adhieran al cristal y una parte importante de éllas deje de trabajar. Aparte de la fermentación, esta estancia en la noche de la cueva es esencial para la calidad del champagne. Las células de la levadura, como todo ser vivo, crecen, se reproducen y mueren. Y sus restos se suspenden en el vino que fermenta. Aminoácidos, lípidos, hidratos de carbono… pasan así a formar parte de la matriz vínica, metabolizándose luego en complejas vías. Y aportan sus propios aromas. Y acomplejan a otros propios del vino. Y dan untuosidad, cuerpo, gusto largo al producto final. Eso contribuye a que los aromas que el champagne, generosamente, nos regala sean únicos. Ningún otro vino los tiene. Y, desde luego, ninguno será tan complejo, tan profundo, tan vital.
Así pues, el champagne es una especie de doble vino: dos veces fermentado. Sus aromas no deben recordar a las uvas de que se hizo: esos aromas primarios se han visto tan modificados por la segunda fermentación, tan arrinconados por los aromas procedentes de ésta que, en un buen champagne, no busquen rastros de flores o, incluso, de frutas. Sólo aromas secundarios: secos, melancólicamente recios, incluso lejanamente lácticos. Pero limpios y claros. Como las escasas estrellas del atardecer.
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