Cuando el vuelo de Avianca Bogotá - La Paz se aproximaba al aeropuerto de El Alto sentí los primeros síntomas del temido soroche altiplánico y tuve que pedir una mascarilla de oxígeno. Ya en el edificio terminal me dieron el primer mate de coca y una pastilla de coramina para reforzar la función cardíaca. En la ciudad volví a tomar más mates y más pastillas pero de poco sirvieron los remedios y esa noche la viví como la última de mi vida. Durante dos semanas mejoré lentamente hasta conseguir un nivel de adaptación a la altura tan excelente que si viajaba a Los Llanos no sufría de soroche al volver, algo que pocos nativos conseguían.
La Paz, ubicada en una honda depresión altiplánica (su nombre en aymara es Chuquiago, El Hoyo) era entonces una ciudad de medio millón de habitante; su aspecto y tipo de vida eran marcadamente provincianos; había muchos aymaras, unos deambulando como zombis por las calles, otros vendiendo dos o tres montoncitos de limones, sentados en el suelo a la morisca, y todos comiendo a todas las horas en los mercados callejeros. Después de unas cuantas noches de hotel conseguí un apartamento en el traspatio de una casona de la vieja burguesía paceña cercana a la plaza Noroña, en la cual se exhibe un monumento a los héroes de la guerra del Pacífico, de la que ese año se celebrada a bombo y platillo el primer centenario. Una cholita eficiente se hacía cargo de la limpieza y en poco tiempo logré desarrollar la misión que me había llevado a aquella perdida ciudad de un país que se llamó el Kollasuyo en tiempos del Gran Imperio Inca y Alto Perú en los del Virreinato cuya capital fue la ciudad de Lima.
El Supremo Gobierno de Bolivia había contratado los servicios de una consultora norteamericana para realizar un ambicioso estudio integral del transporte a fin de romper la secular desmembración de un país de un millón de km2 que seguía sin caminos transitables en toda época en las postrimería del siglo XX. El numeroso equipo de trabajo necesitaba un economista con experiencia en agricultura y en evaluación de inversiones que hablara castellano. El puesto lo desempeñé yo. La sección que dirigí contaba con tres técnicos bolivianos, un ingeniero agrónomo jubilado, un economista senior y un economista junior. El primero cumplía el papel de ser mi contraparte y fue con él con quien más intensa y frecuentemente me relacioné. Amisté algo con el economista junior, con apellido catalán, Clará. Era animoso, sentía un amor ardiente por su país y no ocultaba su ideología militarista, claramente xenófoba y fascistoide. No ocultaba su pertenencia innata a la Rosca, nombre que en Bolivia se da a lo que en España llamamos fachas y en chile momios. Hugo Banzer convocó elecciones en julio de 1978 cuyos resultados le fueron adversos y las anuló, lo que provocó que el ejército, al mando del general Pereda diera el enésimo golpe militar y se hiciera con el poder. Solo gobernó durante cuatro meses ya que a fines de noviembre el ejército dio un nuevo golpe. A mi llegada a Bolivia el país estaba gobernado por una Junta Militar presidida por el general David Padilla Arancibia, la cual se había pronunciado partidaria de implantar la democracia parlamentaria a través de las elecciones que estaban convocadas para julio de aquel mismo año. Faltaban pues cinco meses para los comicios. Admiro la buena fe y el entusiasmo de los bolivianos. Daba la impresión de que nunca habían padecido la falta de libertades que sufrieron durante los siete años de la dictadura de Banzer. Se les veía disfrutando pacíficamente del fin de la dictadura. El país vivía una cierta etapa de bonanza económica que muchos atribuían a la política económica neoliberal de Banzer combinada con la consabida represión policial. Conocí a muchos militantes del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria) que no dudaban en reconocer méritos indudables a la época de Banzer hasta el punto de lamentar que hubiera perdido las elecciones. El economista Clará no estaba contento con la vuelta de la democracia. Más de una vez me aseguró que algún día, cuando ya estuviera yo de vuelta en España, oiría hablar de él como cabecilla del golpe de estado gracias al cual se impondría en Bolivia el sistema político que haría del Corazón de América (así llamaba a su país) la nación más poderosa de América y una de las más grandes del mundo.
Mi contraparte, el ingeniero agrónomo, era de origen polaco y había sido combatiente en la guerra del Chaco siendo muy joven. Su padre, un oficial del ejército del Imperio Austrohúngaro, se vio obligado a huir del país porque había dado muerte a otro por una mujer. Llegó a América a fines del siglo XIX y se ganaba la vida con un barco mercante por los ríos de Brasil, Bolivia y Paraguay. Eran los tiempos de otra guerra, la del Acre, que terminó, como la del Chaco, con un desgarrón territorial de la nación boliviana que ya había sufrido otro, la pérdida del Departamento Marítimo, como consecuencia de la guerra del Pacífico, también llamada del salitre, contra Chile. Después de las tres guerras citadas, Bolivia perdió la mitad del territorio que el general Bolívar le adjudicó en 1825, año de la independencia de España, en reconocimiento a los servicios prestados por el general Sucre.
Mi contraparte me hablaba a menudo de su padre, marino mercante fluvial como ya he dicho, prófugo de la justicia de su país y aficionado a la arqueología cultural. Que él hubiera nacido en Bolivia se debía a que su padre oyó hablar de las viejas y olvidadas ruinas que había cerca del lago Titicaca. La imaginación del mercante prófugo apasionado por las mujeres y las ruinas del pasado le llevó a La Paz, ciudad en la acabó estableciéndose para así estar más cerca de las ruinas y poder dedicar más tiempo a su hobby, las investigaciones arqueológicas. Como consecuencia de ellas, el viejo mercante escribió un grueso y prolijo libro, que publicó la Universidad neoyorquina de Columbia, en el que aventuró las hipótesis, hoy superadas por la investigación posterior sobre la cultura del Tahuantinsuyo, así como esquemas y dibujos sobre los elementos arquitectónicos y escultóricos de una cultura que puede tener alrededor de los diez mil años de antigüedad. La casa que se construyó en La Paz la decoró con reproducciones del Tahuantinsuyo. En esa casa vivía mi contraparte y en ella estuve en varias ocasiones. Intenté que me regalara un ejemplar de la obra de su padre pero no lo conseguí.
Mi contraparte era un acendrado y visceral anti español al que tuve que soportar sus continuas diatribas contra los españoles y sus supuestas prácticas antiecológicas. Era amigo de la naturaleza y como tal fue el fundador de la Asociación Ecologista Boliviana. Estaba convencido de que si los indios, así los llamada él, quemaban los pastos era porque lo habían aprendido de los españoles. De nada me sirvió decirle que está demostrado que la quema de rastrojos y pastos es una mala y ancestral práctica universal. No tenía por costumbre atender a razones. Fue esta mala práctica la que, según él sostenía, hizo que se descubriera la enorme riqueza argentífera del monte de Potosí. La quema, decía, derritió la plata más superficial y los españoles se la llevaron en lingotes o amonedada en la Real Ceca que fundara Felipe II. Con mi contraparte lo único que conseguí es que me acompañara en los grandes viajes de reconocimiento del extenso territorio boliviano a fin de recoger datos sobre la calidad de los terrenos y su aptitud para los cultivos. Fue imposible conseguir que se dedicara a elaborar los proyectos agronómicos imprescindibles para proceder a la estimación de los excedentes de los futuros productores gracias a los cuales evaluar empresarial y económicamente las inversiones del plan integral de transportes que el gobierno había encargado. El agrónomo llegaba diariamente al estudio con una sonrisa en su enrojecido pero afable rostro de anciano, se sentaba, suspiraba, se levantaba, se sentaba de nuevo, haraganeaba por la oficina y daba su amable aquiescencia a los proyectos agronómicos que tuve que hacer en su lugar antes de llevar a cabo la evaluación económica de los mismos. Todo parecía discurrir dentro de la mejor y más idílica de las relaciones profesionales y personales. Él no hacía nada de lo que tenía que hacer y yo hacía lo mío y lo de él. Me sentía tan bien en Bolivia que incluso una sobredosis de trabajo me parecía un lenitivo si la comparaba con los duelos vividos en Madrid, aunque bien es verdad que a la sensación de bienestar colaboraba el haber encontrado una compañera culta e inteligente con la que estaba viviendo un romance reparador.
Al finalizar mi participación en el estudio, mi complaciente contraparte me traicionó sin mover un músculo facial manifestando ante el comité director del estudio que no estaba de acuerdo con la contribución al proyecto que presenté en nombre del equipo del que él mismo formaba parte, lo que demuestra que la condescendencia con los haraganes no da buenos resultados ni para el trabajo ni para las relaciones personales. Aquella situación fue muy penosa para mí en el terreno profesional pero mi estancia había terminado y abandoné Bolivia desgarrado por la separación forzada de una compañera cuya bondad nunca sabré encomiar bastante.
Al volver al hogar mis hijos jugaban en la puerta de mi casa. Me miraron y me dio la impresión de que no me estaban reconociendo. Había pasado casi un año en Bolivia y mi aspecto era talmente el de un boliviano nativo, mal vestido y con barbas de guerrillero, lo que probaba de un modo palpable que había logrado lo que me propuse al llegar al país andino ya que o me adaptaba o tendría renunciar. Desde entonces siempre pienso en Bolivia como se piensa en un país que supe convertir en mi propio país.
Al abrirme la puerta, mi mujer leyó en mi cara síntomas de ausencia y, a bocajarro, me espetó si estaba libre. No me vi con fuerzas para mentir, con lo que el drama estaba servido. Cuando nos fuimos a la cama mi mujer temblaba y los dientes le castañeteaban. Incluso vomitó compulsivamente. Como el menos avisado de los lectores podrá imaginar, la solución del problema estaba en mis manos sólo si era capaz de poner punto final, aquella misma noche, a la relación amorosa que había mantenido en Bolivia, lo cual quiere decir también que la fórmula parecía haber dado unos resultados más favorables de lo que hubiera podido imaginar cuando me fui.
Durante dos meses experimenté en la meseta castellana (a setecientos metros sobre el nivel del mar) sensaciones físicas inversas a las del soroche que sufrí a cerca de cuatro mil de altitud en el altiplano: al sobrarme al menos dos o tres litros de sangre, tenía una oxigenación cerebral excesiva. Una sensación de modorra y laxitud extrema me impedía trabajar con normalidad.
Cuando desperté, la crisis seguía allí.
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