Los colores de las líneas de enlace representan: negro, asfalto;
rojo, pista; azul, navegación fluvial; blanco, vuelo.
Empezaré con unas consideraciones sobre la necesidad de ponerse en viaje. En el curso de la larguísima formación de un jesuita, más de trece años desde que ingresa como novicio hasta que es ordenado sacerdote, hay algunas etapas en las que, tras meses de haber vivido encerrado bajo una disciplina rigurosa, se le deja suelto en el sentido más literal del término. Sus superiores lo sitúan, por ejemplo, en Badajoz con ropa de viaje, una mochila y algo de calderilla, para que recorra a pie un largo itinerario y esté, por ejemplo, en Barcelona no antes de un mes. Durante este tiempo el novicio debe buscarse la vida pidiendo limosna o haciendo trabajos fugaces. Nadie de la Compañía de Jesús va a apoyarlo, pues ha dejado temporalmente de existir para ella. Así va aprendiendo lo que es ser pobre, viviendo como tal, en necesidad y soledad, atreviéndose a pedir ayuda a los que se cruzan en su camino, experimentando la presencia, frecuente entre la gente sencilla, de la solidaridad humana. Sucede casi siempre que el jesuita en ciernes termina, en el curso de estos viajes iniciáticos, encontrándose consigo mismo, es decir, con lo esencial de su persona, eso que está por debajo de todos los dimes y diretes, disgustos y alegrías, que constituyen lo anecdótico de su vida.
Lo que el joven jesuita practica no es sino ese afán de peregrinar que ha estado presente desde siempre en todas las culturas, como si fuera una necesidad vital. Los peregrinos que todavía siguen haciendo el camino de Santiago, muchos de los cuales no son creyentes, se encuentran en las curvas que ciñen y las cuestas que trepan, desde el cansancio y las insuficiencias que los cercan, con pedazos de lo más auténtico de ellos mismos, a la vez que van dejando atrás todas las superficialidades intrascendentes que los cubren como segundas pieles, de manera que cuando llegan por fin a la plaza del Obradoiro son muy distintos a cómo eran cuando iniciaron el viaje. Lo mismo les sucede a los peregrinos tibetanos que recorren larguísimas distancias postrándose en el suelo a cada paso, al ritmo del “Om mani padme hum”. O a los musulmanes que siendo pobres emprenden la larga peregrinación a la Meca, musitando incansables el “No hay más Dios que Alá y Mahoma es su mensajero”. Incluso a aquella generación beatnik que en los años sesenta del siglo pasado recorría los USA buscándose alocadamente a sí misma, con el “On the road” de Jack Kerouac en el morral, seguida luego por la infinitud de hippies postmodernos que inundaron hasta los últimos rincones del mundo. También a tantos jóvenes inquietos que se están lanzando ahora mismo a recorrer los caminos más remotos, a lomos de innumerables ONGs o por su cuenta. En contraposición, otros muchos humanos emprenden desde África, Sudamérica, Europa del Este o Asia, viajes a lo pobre hasta nuestro Occidente todavía opulento porque se ven forzados a hacerlo, ya que pobres son. Unos y otros, los que peregrinan por voluntad propia y los que lo hacen huyendo de la miseria, nunca volverán a ser los mismos. El peregrinaje los cambia, enriqueciéndolos, ayudándolos a encontrarle un sentido a su vida, haciéndolos en definitiva más libres. Nada menos que eso.
Pues algo así emprendimos en el año 1980 tres buenos amigos. Desde mucho tiempo antes dos de nosotros habíamos venido viajando por el sur de Marruecos, a través del Atlas, los oasis del Tafilete, el río Draa, el predesértico Antiatlas, Gulimín e Ifni. Encontramos por allí la belleza de unos paisajes que estaban intocados, la hospitalidad de la buena gente de las aldeas bereberes y, para nuestra sorpresa, hasta nos encontramos a veces a nosotros mismos. Volvíamos a España, después de estas cortas escapadas, con mucha más serenidad que cuando salimos, viendo la mayoría de las cosas que estresaban nuestras vidas ciudadanas y nuestros patéticos esfuerzos por abrirnos paso, como auténticas pequeñeces. Estas conquistas espirituales, por desgracia, no duraban para siempre. Así que decidimos emprender la gran aventura, el cruce del Sáhara, no porque creyéramos poder alcanzar así un estado permanente de beatitud, sino con el deseo sencillo de subir otro escalón en la experiencia aventurera y el conocimiento de nosotros mismos. El proyecto era viajar con la mochila a cuestas y utilizando los medios de transporte locales, no como turistas, sino mezclándonos con los africanos. Estudiamos minuciosamente la factibilidad de este viaje durante un año, porque aunque aventureros también éramos prudentes y prácticos. Por fin, el 1 de noviembre de 1980 aterrizamos en Argel en un vuelo desde Madrid, iniciando así nuestra aventura.
Lo que voy a describir en esta entrada son los rasgos generales del viaje que hicimos. Expresando las distancias en líneas rectas sobre el mapa, es decir, ignorando el trabajoso culebreo de las rutas reales, recorrimos un total de 5.570 km, de ellos 1.080 por carreteras asfaltadas, 2.390 por pistas, 1.070 navegando por el río Níger y 1.050 en avión, como puede verse en el mapa que abre estas líneas.
La primera etapa asfaltada del viaje transcurrió entre Argel e In Salah, con una parada intermedia en Ghardaia, la capital del Mzab. Aquella bendita Argelia de 1980 vivía todavía en la ilusión de la revolución socialista que nació de la independencia. La gente era digna con el extranjero y a la vez hospitalaria, lo que contrastaba mucho con el ambiente entre servil y corrompido que habíamos conocido en las ciudades marroquíes, que no en el campo.
El pequeño autobús es un Mercedes 4x4 que se atreve con cualquier dificultad de la pista transahariana.
A partir del oasis de In Salah cesó el asfalto y nos adentramos en el Gran Sáhara. Hasta Tamanrasset viajamos en un pequeño autobús Mercedes de tracción a las cuatro ruedas (foto nº 1), en el que conseguimos instalarnos después de una lucha épica durante el embarque en In Salah, hecha de empujones duros y sonrisas, sin rencores, con la deportividad de un partido de rugby, como suelen ser las peleas en los viajes africanos. En ese primer contacto, el gran desierto nos estremeció por su majestad.
Llegados a Tam, tuvimos que esperar varios días hasta encontrar un camión que cruzara hacia el Sahel. Aquellos eran años en que los hippies empezaban a recorrer las sendas africanas, con su yerba y sus guitarras. En Tam había un hotel caro para extranjeros. Si lo eras, o te alojabas en él o tenías que salir de la ciudad antes de la puesta del sol, pues los argelinos no querían que los hippies se instalaran en una ciudad tan emblemática como Tam, ni que lo hicieran los jóvenes subsaharianos que ya subían hacia el Norte buscando al futuro. Esta situación nos obligaba a salir corriendo de Tam en los fugaces crepúsculos del trópico para encontrar un sitio donde acampar entre los pedruscos antes de que oscureciera totalmente. Huíamos de sentirnos turistas europeos, pero tampoco éramos hippies, ni subsaharianos. Fue entonces cuando más desamparados nos sentimos en todo el viaje. Pero como la luna era nueva, fue también cuando pudimos darnos cuenta de hasta dónde es capaz de llegar la belleza de un cielo estrellado, sin humedades ni luces que lo empañen.
Encontramos por fin el camión de Abdullah, un chaamba del oasis de El Golea, heredero directo de los organizadores de las caravanas camelleras que hicieron el tráfico entre el Mediterráneo y el Africa negra durante siglos. En él atravesamos el desierto por la transahariana hasta el puesto militar de Assamaka, ya en Níger, y luego los comienzos de la sabana saheliana por senderos sinuosos hasta Agadez. Viajábamos más a bordo de un barco sobre un mar de arena que en un camión. Abdullah era el capitán de aquella nave, su cuñado Saad el contramestre, y Mahmud el maliano hacía de marinero, aunque en rigor era el esclavo de a bordo. Los pasajeros formábamos un grupo pintoresco: nosotros los tres amigos, un asturiano con el que habíamos topado en Tam y Julius, joven nigeriano que había estudiado agronomía en la universidad de Zagreb y volvía a casa. Los tres días que empleamos en llegar a Agadez fueron una experiencia inolvidable, primero a través del desierto más puro y duro que podíamos imaginar, un desierto sin concesiones, y luego, a partir de las salinas de Teguidan Tessun, a través de una estepa rala, sembrada de pozos lejanos en los que se agrupaban los rebaños de vacas cornilargas de los peules y de camellos y cabras de los tuareg, unos y otros pastores con grandes espadones al cinto.
Agadez representó para nosotros la recuperación de la ciudad, es decir, de lo civilizado, aunque sin electricidad ni agua corriente ni alcantarillado. En circunstancias así, comprende uno que la mayoría de las cosas de que disponemos en nuestro ámbito opulento no son esenciales. Nos detuvimos allí lo indispensable para encontrar un camión que nos llevara hasta Niamey, la capital de Níger. Y lo encontramos pronto, una máquina enorme que hacía el transporte de mineral de uranio desde las minas de Arlit hasta Cotonou, en Benin, para ser exportado a Francia. Iba de vacío hacia el sur, quien sabe por qué. En su enorme caja de hierro hicimos la parte físicamente más dura de nuestro viaje africano. La pista era mala, el camión potente, el chófer un animal, y nosotros rebotábamos contra las paredes de aquel instrumento de tortura. Lo peor fue la noche, con el inmenso camión a toda velocidad por aquella pista endiablada y el frío del Sahel metiéndosete entre los huesos minuto a minuto, como el agua que gota a gota iba ahogando a los interrogados por la Santa Inquisición, a través del trapo que llenaba sus fauces. Juro que no he sentido más frío en mi vida, un frío desesperante, tanto más cuanto que nunca llegaba a resultar absolutamente intolerable. Comprendí entonces que la desesperación es sobre todo una sensación de condenación.
Llegamos a Niamey exhaustos, y en aquella cosmópolis africana nos recuperamos durante un par de días. Pero teníamos prisa. No pudiendo encontrar un autobús que nos llevara hasta la frontera de Mali, alquilamos un taxi, entero para nosotros tres, un lujo impensable para los africanos. El chófer parecía confidente de la policía, por la soltura con que dejaba atrás esos numerosos puestos de control que en los caminos africanos le demuestran a la gente común quién tiene el mando. Una cassette a todo volumen emitía música africana y los bajos del coche, que circulaba veloz, rozaban de vez en cuando los bordes de los numerosos baches del camino. Estaba claro que el chófer no era su dueño.
Todavía en el lado nigerino de la frontera conseguimos sitio en un Toyota Land Cruiser consignado hacia Gao, en Mali. Era lo que allí llaman un taxi-brousse. Aunque parezca increíble, viajamos dieciséis pasajeros y el chófer dentro de él, hacinados como personas hacinadas, que no como animales o fardos. Lo que quiero decir es que allí experimenté, más que en ninguna otra parte del viaje, lo que es la solidaridad de los pobres que no han perdido su dignidad, el delicado respeto con que nos aplastábamos unos contra otros, un algo imposible de comprender por el que no lo ha vivido.
En Gao nos encontramos con el inmenso río Niger, que aunque allí discurre en una loca aventura hacia el Norte por mitad de una estepa desértica, nos trajo la misma claridad y fresca brisa que empapan Cádiz. Esperamos durante un par de días al “General Soumaré”, el barco que recorre el río entre Gao y Bamako durante la temporada de aguas altas, en el que teníamos previsto viajar. Ya en el muelle, a pie de la plancha de embarque, le pedimos a un taquillero que parecía salido de una narración de Jack London tres billetes de tercera clase, es decir, de cubierta, pero después de mirarnos seriamente durante unos segundos nos los dio de primera. No podíamos imaginar entonces cuánto íbamos a agradecérselo, porque el viaje de una semana que hicimos en aquella primera clase netamente africana, es decir, sin más blancos que nosotros, estuvo lleno de placeres elementales y descubrimientos portentosos. No tengo aquí ni espacio ni tiempo para narrarlos.
Llegados a Bamako, otra cosmópolis africana que viniendo de donde veníamos nos parecía el colmo de lo civilizado, aunque no lo era, sentimos que nuestro viaje por África había terminado. Volamos en cuanto pudimos hasta Dakar, una ciudad francesa con el frescor marino de Rabat y poblada por esos senegaleses grandes y bellos que hacen hoy de buhoneros en nuestras playas. Las tarjetas Visa que teníamos no servían allí para nada, como no lo hicieron en todo el viaje anterior. Así pudimos disfrutar durante un par de días de las bellezas de Dakar, mientras que llegaba a las oficinas de Iberia una validación de nuestro crédito. Allí me compré en el mercado Kermel una inteligente cotorrita que vivió algunos años en mi casa española. El 28 de Noviembre volamos por fin hasta las Canarias. África se nos quedó en el recuerdo y en el centro de nuestros afectos.
Quizá porque soy viejo y quiero ir cerrando mis cuentas pendientes, pretendo escribir el detalle de este viaje maravilloso en mi blog, lo que iré anunciando en el Nickjournal. También proyecto repetir pronto este viaje, para reencontrar a los amigos que hice y estimar en qué y cómo ha cambiado el África que conocí entonces. Tendré que hacerlo de otra forma, porque el Sáhara que crucé está ahora cerrado por conflictos y guerras.
Quiero terminar mi entrada con una afirmación que, no habiendo podido sustentarla en este corto espacio, estoy seguro escandalizará a la mayoría: en el África negra se esconde una parte importante del futuro de nuestra puñetera y querida humanidad. Creedme. Conviene que no lo olvidemos.
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