Va para quince años mi obsesión por lo grotesco. No puedo ya ni recordar cómo empezó todo (y sé que esa es siempre la parte menos importante, la de la persona que se queda maravillado u horrorizado por algún tema, o por una imagen, o quién sabe por qué otra nimiedad y hace de ello parte de su vida).
De las muchas definiciones y explicaciones que abunda, me interesa la idea de que lo grotesco parte de una percepción distorsionada de la realidad que el espectador da por válida, que es lo mismo que veraz o verosímil, aunque no sea nada de eso y sí una reducción a sus rasgos más absurdos o caricaturizables. Los Desastres de Goya o las caricaturas de Caillot señalan dos de los posibles extremos, aunque tampoco deberíamos olvidar a David Lynch y su desagradable Cabeza borradora. Lo grotesco, como no podía ser de otro modo en este siglo incierto y demasiado reciente pero ya envejecido, se muestra en el cuerpo.
Quizás por ello me haya resultado siempre tan extraño que pueda provenir de lo pintoresco, tal y como a este último definieron en el siglo XVIII algunos ensayistas ingleses, William Gilpin y Uvedale Price entre otros tantos. Lo pintoresco, por decirlo en pocas palabras (y sabiendo que sobre el tema hay definiciones que divergen en aspectos a veces fundamentales), se define por mostrar formas complejas que proporcionen variedad de efectos visuales a menudo contrapuestos. Todo aquello que no es clásico, en un sentido muy concreto, aquello deforme o irregular, y que comunican una impresión de energía, de cambio o movimiento puede ser incluido dentro de lo pintoresco.
Ni sublime ni bello hablando en puridad, lo pintoresco puede participar de sendas categorías sin perder su esencia (aunque los rasgos supuestamente esenciales difieran). En Estados Unidos, sin embargo, como suele ser común en los fenómenos culturales al trasplantarlos de su suelo originario a otro ajeno, lo pintoresco, y con ello lo bello y lo sublime, cambió para mostrar posibilidades ignoradas o apenas atendidas hasta el momento. No es de extrañar si pensamos que lo sublime y lo pintoresco iban asociados a la literatura gótica, con sus castillos, fantasmas de antepasados que penan alguna culpa mientras les llega la redención, los monjes cuyas manos están manchadas de sangre o pierden su alma por los laberintos de su conciencia. Nada de eso aparecía en los Estados Unidos. Tuvieron que sustituirlos por Indios y pumas, por fenómenos que creían sobrenaturales como el ventriloquismo, los fuegos repentinos o algunas epidemias como la fiebre amarilla. El puritanismo, sin embargo, vino a socorrerlos, pues nada mejor que la conciencia atormentada del pecador que se sabe condenado para que Edgar Allan Poe o Nathaniel Hawthorne vayan trazando los meandros de sus obsesiones. Thomas Cole, por un lado, con sus paisajes del río Hudson y los mencionados escritores, por otro, van delimitando lo pintoresco americano, tan cerca y tan lejos de los conceptos originales. Logran llegar así a lo pintoresco moral que se refleja, como no podía ser de otro modo, en las personas. La faz de las personas refleja el fondo de su alma, y ahí lo pintoresco, con sus circunvoluciones, sus líneas quebradas y sus umbrías, permite dar expresión de la bondad o maldad de las personas con la fijación de rasgos deformes, cicatrices o la serenidad tranquila de algunos personajes femeninos de los cuentos del mismo Hawthorne.
Lo sospechaba oscuramente, la sabía agazapada, al acecho de la ocasión más propicia. Así ha ocurrido, como tantas otras veces. Recuerda una conversación. Le contaba que los neurólogos habían descubierto una configuración neuronal que era la que permitía el aprendizaje del lenguaje. Le respondí que eso ya lo había dicho Noam Chomsky en sus libros de gramática generativa allá por los años sesenta. Me miró extrañado y no supo cómo seguir si no balbuceando una sorpresa superlativa. Más adelante fueron otros descubrimientos que ya Freud había anticipado. Y la misma sorpresa afásica. El domingo pasado se acercó, una vez más, quizás la última, y me habló de la Red. Le pedí que se leyera aquel cuento, que lo releyera si no me había mentido. Le presté mi ejemplar, viejo, grasiento, esguardamillado y le ofrecí mi butaca. Cuando llegó a la frase, subrayada, “la obligación de coexistir tantas horas por semana fabrica telarañas de amistad”, volvió a ponerse rígido, al igual que en veces anteriores, me miró y buscó el otro relato. Escrito en 1980, ya hablaba de aquel grupo de personas que se atrevían a proponer por escrito mejoras, cambios, enmiendas, opiniones, y a corregir, enmendar, criticar o, simplemente, ignorar, las de los otros. La película, contaba el narrador, incluyó muchas de las sugerencias (por darles un nombre que unifique todas aquellas ocurrencias).
(Escrito por Garven)
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