Quizás sea ahora difícil decirlo, pero hubo un tiempo en que la mejor prosa en España era la prosa de Francisco Umbral. Fue una prosa incluso superior a la de Cela en momentos álgidos (porque a mí Cela, aun cargado con los prejuicios de su blanda ideología y lo esponjoso de sus escrúpulos, pese a lo repugnante del personaje y a la dolida carta que el presidente de su Fundación, Tomás Cavanna, me envió por un artículo firmado hace ya dos años, me parece la gran prosa de la posguerra española, por encima de Ferlosio y por encima de los otros, incluso de los muertos). Uno de esos momentos en los que Umbral relampaguea con más lustre es en un libro que había leído con desinterés a saltos hace años, y que ahora, más sensibilizado con la cosa del estilo (con la literatura, al cabo) he redescubierto con un gozo cercano al pasmo. En La noche que llegué al Café Gijón Umbral presenta con violencia una prosa sin rémora y sin el martirio de la creatividad lastrándola: una prosa de párrafos, de frases, y es una prosa que raya dulcemente la perfección. Yo cuando me hablan de Umbral / Pérez Reverte me aguanto la risa. Ha sido un descubrimiento feroz que me ha traído leyendo y releyendo esas páginas manchadas de las memorias de los sesenta, parapetadas en anécdotas magníficas o inventadas y atravesadas por el calor del legendario café. Es un libro que no he parado de recomendar en las últimas cien horas porque habla del Umbral de provincias que se asoma a Madrid y cuenta sus penalidades y sus triunfos locales, sus chicas progres (“Hay que robar, macho. Eso de comprar es un rito burgués”), sus amistades (el gallego Carlos Oroza le decía, cuando había obras en las calles de Madrid: “Mira, Umbral, ya están buscando otra vez los huesos de Machado”) y sus particulares fobias, repasando con su brutalidad de terciopelo a Baroja (“La mala escritura de Baroja llega a ser intolerable. Una señorita le dice a su cortejador: ‘Saldrían ustedes ganando dejando dirigirse por nosotras’. Esos dos gerundios seguidos y toda la estructura de la frase son como anteriores a la creación del castellano. Baroja no había accedido aún a la sintaxis cuando murió”) y Azorín (“Inventó el párrafo corto porque tenía las ideas cortas. Cómo lucha porque se le ocurran cosas. No se le ocurre nunca nada”). De Umbral, que ha escrito mucho muchísimo, y no todo bien y casi nada perfecto, como corresponde a un gran autor, siempre se ha señalado a Mortal y rosa como su gran obra, su límite definitivo. En Mortal y rosa escribe Umbral como sangra aquella muerte de su hijo (Umbral no tuvo más), y toda esa prosa deslizante y húmeda mancha a quien la toca. Nos cuenta dolores y metáforas, todo brillante y luminoso y digan ustedes que genial, pero en su crónica sentimental del Café Gijón se limita a escribir como quien tiene prisa, como un torrente de minutos, y le sale de repente un castellano gordo de comas y metáforas y ritmo, que atiza al lector con lecciones de literatura, juicios personales, mujeres y en definitiva un fresco delicioso y bello sobre aquel Madrid de los Pepe Hierro, Celaya, González Ruano, de los Eusebio García Luengo, de los Buero Vallejo, la tertulia de los gallegos (Adolfo Prego, Baldomero Isorna, Otero Besteiro y Luis Trabazo, que harto del respeto sagrado al filósofo dijo en mitad de la tertulia: “Un día voy a escribir yo un artículo que se va a acabar esa coña de Ortega”), Torrente Malvido, Cela y cientos de nombres repartidos por la atmósfera que crea Umbral, de los que sólo espigaré uno muy familiar: “Uxío Novoneira era un gallego grande y lento, un sancristobalón de los bosques celtas, un hombre de mirada llorosa, bigote empastado y conversación melancólica (...) Estuvo como enamorado, o encaprichado de Terele Pávez, la pequeña de las Penella (...) Le hizo un poema donde le decía: ‘Eres tan sábado...’ .
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