Etiquetas: El Richal
[208] Escrito por: J. A. Montano —— 14 de diciembre de 2007 23:56:00 CET
¿Frío en Murcia?
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Sííí, en mi pueblo (bien es verdad que lindante con la Mancha) había esta mañana cuatro bajo cero. Aquí en la capital hace muucho frío esta noche, brbrbr, pero hay también corazones encendidos y rico mazapán de Moratalla para ir abriendo boca.
Jamón Tano, amigo, no seas tan celoso, tío. Nuestra amistad está por encima de todo, tron. Va, tío, no seas neuras, aparca el mal rollo, no merece la pena. Nosotros a lo nuestro, a nuestras pibitas, a nuestras birritas, a nuestro furbito..., ¿eh, tío? Oye, que Alcincomelamueven me envía un sms. Que está con Altoser en un bareto chachi, que si vamos, que hay happy hour de kalimotxos.
[227] Escrito por: J. A. Montano —— 15 de diciembre de 2007 0:22:00 CET
Lo siento, Roxana, pero eso cierra toda posibilidad de entendimiento entre nosotros. Si le parece *gracioso* Brema, es que su sentido de la graciosidad está gravemente tocado... ¡Murcia no es infalible! ¡Me voy p'Albacete!
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No, por favor, a Albacete no. Albacete es como Atenas, pero sin Partenón.
[233] Escrito por: Bremaneur — 15 de diciembre de 2007 0:31:00 CET
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Jajaja, eso me recuerda a un amigo mío que, en nuestra (patética) adolescencia, siempre decía lo mismo a las cinco de la mañana, cuando estábamos ya derrengados en el infecto garito, borrachos y aniquilados: "Mú mal se tiene que dar la cosa, hip, para que esta noche no follemos".
(Lo del "hip" ha sido una concesión al gusto onomatopéyico, hip, de Brema.)
235] Escrito por: J. A. Montano —— 15 de diciembre de 2007 0:32:00 CET
Eso es cierto, Roxana. El principal obstáculo que se interpone entre nosotros es que creo que yo sería incapaz de estar con una murciana que no fuera Rosa Belmonte ni Celia Montalbán... Es crudo, pero es así. Estando contigo, tendría permanentemente la impresión de estar con la murciana equivocada.
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Al final todos acabamos con la persona equivocada. Ya sabe, eso de que el amor siempre se basa en un malentendido... Lo raro es estar con la persona absolutamente indicada para cada uno de nosotros.
Principié, ja, ja cof, cof, a visitar este blog tras una lectura diferida del extinto blog de Don Fernando García Alonso. En aquel weblog, como decían los antaño palanganeros del mipope Espada,un tal Montano alardeba del tamaño cipote que gastaba. Bien, todavía, años después, no hemos visto ninguna prueba de tamaño artilugio. Queremos ver, coño, queremos ver, cipote, joder. Venga, Montano, que ya has osado mostrar tu imagen poco gallarda; saca el rabo, joder.
Me las piro, Ramiro. Roxana, como siempre, a sus pies. Jamó Tano, en cuanto te rascan un poco siempre saltas, tío. Luego te quejas. Ya sabes que esto te lo digo porque soy tu colega, tron. Págate la última, tío, que siempre sales por la filomatic. Pareces de la cofradía del puño prieto, hostia. Venga...
Este no
Como acojonar al pasajero que está sentado al lado tuyo en el avión o en el
tren :
1. saca tu ordenador portatil de la bolsa
2. abrelo muy despacio
3. enciendelo
4. asegurate que el capullo de al lado está mirando la pantalla
5. después arranca tu navegador preferido
6. cierra los ojos y levanta la cabeza hacia el cielo...
7. respira profundamente...y haz click sobre el link que tienes abajo :
http://www.thecleverest.com/countdown.swf
8. mira la cara de tu vecino
Al Atleta, que lo inspiró
Probablemente no haya en España un lugar en el que se refleje tan bien el espíritu cainita de las amas de casa como los supermercados. Ya se dijo en alguna parte que las amas de casa de los ochenta fueron las primeras friquis, y que fue Almodóvar el visionario encargado de recoger esa impresión, alimentar la hilarante fatuidad de su desdicha y elevar todo ello al cine a través de un par de grandes películas. El encasillamiento no ha sido rentable: se lo han creído. Y como al pez hay que observarlo en la pecera, a la ama de casa hay que someterla a estudio en el supermercado. El otro día, por fin, escruté a una muy representativa: desde su triunfal entrada saludando a cuanta cajera había, hasta su pesado arrastar de carrito por los pasillos con una sonrisita de engreimiento. Varias de su especie llevan meses amargando mis visitas al supermercado: no toleran la juventud, el descaro de las nuevas generaciones, y se preguntan qué clase de oficio tiene la mujer de un desgraciado como yo para no poder venir a la compra y adiestrarse en este pulido arte. Daba el perfil la señora, así que impulsé un análisis sociológico: cincuenta y tantos, bajita, cabreada y con prisas. Me la crucé varias veces y me miró por encima del hombro, como preguntándome: “¿es que me has visto tú alguna vez a mí en un afterjaus?”. Íntimamente nos despreciábamos, pero nuestra primera disputa seria no fue hasta la charcutería. Ella pedía lo suyo enla carnicera, y yo me dirigí a la encargada de los embutidos: terrible error. Antes de que abriese la boca, me fulminó con la mirada. “Mira, estoy yo”. “Pero usted está pidiendo ahí”. “Bueno, pero ya estoy acabando y llegué antes”. Y señaló el carro: su digno representante en los embutidos, con el tirador apuntando inmisericorde al choped. Mientra masticaba un severo “zorra” para mis adentros, me entretuve con los arroces y hasta allí fue a buscarme. Noté su respiración agitada a mi espalda: se dirigía como una exhalación a la caja. ¡La caja!: su disciplina olímpica, sus cuatrocientos mariposa. Pese al calentón de lo que di en llamar ‘la gran batalla de la charcutería’ y posterior derrota con la ‘dama del choped’, pensé con frialdad y elegí el pasillo interior para trazar mejor la curva: aparecí en la cola delante de ella con una fastuosa sonrisa. Por el camino me dejé la barra de pan, pero ya pesaba más mi orgullo. La tuve pegadita a la espalda, marcándome ceñuda. Insistía desde la lejanía en entablar conversación con sus amigas las cajeras, como si le fueran a cobrar por el aire. De vez en cuando, de forma imprevista, asomaba el morro con la misma destreza que Raikonnen: ahora por la izquierda, ahora por la derecha, ante mis intentos desesperantes por frenarla en su delirio. Y se hizo la luz: “Señorita Mari Carmen acuda a caja”. Fue abrirse el micrófono y estallar la locura: la señora se salió del rebufo y cogió la pole de una nueva fila, llevándose en su estela a otras marujas. Visto y no visto: una maravilla. Cuando quise entrar en el partido, ya salía ella por la puerta con el oro. Ni Federer.
NÁUFRAGOS
"Me interesa mucho el concepto de fracaso: tiene que ver con aproximarse a algo”. La frase es de Paul Holdengräber, director de la Biblioteca de Nueva York, en una entrevista de Ignacio Vidal-Folch en El País. La sugerente idea del fracaso como impulso narrativo es una de las constantes más lúcidas y descaradas que he tenido en esta tierna juventud, y probablemente la única: escribir para caer, y levantarse de nuevo sin perder de vista el destino. Ya he escrito sobre el objetivo inútil de discutir la identidad última del fracaso, su persistente y poético esplendor: el resultado, fascinante, de observar la vida desde el subsuelo, sumido a los ojos de los otros en un barrizal de intentos frustrados por asomar la cabeza a la luz de una solitaria bombilla. He repetido también la frase de Scott Fiztgerald, al respecto de aquel Hemingway: “Ernest habla con la autoridad que da el éxito: yo lo hago con la que da el fracaso”. No es agradable, pero uno se refugia en Sísifo, su mito, y alcanza el breve placer de conseguir subir la roca a lo alto de la montaña para ser devorado por ella en un rápido descenso y volver a intentarlo: el héroe absurdo del que habló Camus. “Todo pasa / y todo queda / pero lo nuestro es pasar”, repite Machado: pero yo siempre imaginé recitándolo a un camello (a mi camello, concretamente) y nunca evito una leve sonrisa al pagarle, demasiado para mi salud. Cuando era muy joven, y escribía a mano, supuse esto: “Somos desconocidos. O a eso aspiramos todos: a desconocernos”. Una ingenuidad con cierta base, pero ficción en cualquier caso. Lo he recordado al escribir sobre Saint-Beuve y Proust la semana pasada, y sus postulados sobre la identidad. Porque cuanto más me inclino sobre el teclado, con esa postura de viejo acechante y arisco (ese viejo que le mira las faldas a las niñas y rehuye el contacto social, más aún el físico), menos me reconozco, y menos me salvo. Uno escribe una línea mientras baila entre un ramillete de pálidas ideas, un mensaje cercano y digerible, pero a medida que avanza el párrafo se disuelve la identidad, naufraga la idea, y sólo sobrevive la escritura, sin puntos y aparte, sin la piedad que exigía Apollinaire para los que reclamaban el tiempo de la razón ardiente. La escritura es hoy por hoy la única idea consistente: origen y destino, y el fracaso su tembloroso estertor, despojado ya de aquella ternura infantil, por más que todavía afloren los vicios: al fin y al cabo todavía no he roto con mi camello, y sigo bebiendo demasiado. Pero cada vez tengo menos que ver conmigo, y sin embargo me acerco más a lo que yo mismo espero de mí: no un fracaso, sino un ideal de fracaso, más bien. Un ejercicio solitario: otros hacen abdominales. Lo que pasa es que me he ido fabricando una escritura dura y cínica de la que el noventa por ciento es grasa y sólo el cinco músculo: tampoco me interesa el regate. Hay un cinco por ciento reservado al amor, pero no he llegado a esa cima estética, a esa rimbombancia moral del amor como pulmón de la vida, aunque lo sea: quizás con los años, cuando me ablande y empiece a cambiar pañales: los míos. Y una mañana piensas en el dinero, que es una forma muy depurada de fracaso, y en su justicia poética, que te hace ganar escribiendo diariamente el doble de lo que otros ganan escribiendo a la semana, o viceversa. Claro, no es lo mismo escribir las cosas que uno quiere que las cosas que uno debe. Y en este oficio se entretiene con artículos bien apañados, a menudo sobre la actualidad: una tarde alguien te para por la calle y te dice que has estado bien, y saltas a por el cacahuete. La cuestión, pese a todo, es fascinante, y su imagen poderosa: el fracaso tiene que ver con aproximarse a algo. Todos dicen escribir para que les quieran o para que les pongan un Nobel: yo escribo para que el fracaso aplaste mi inmensa vanidad. Henry Ford decía que perder es más fructífero que ganar. Pero prefiero a Jacinto Benavente: “Los náufragos no eligen puerto”.
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