La cueca es una melodía argentina y chilena, como se expresa en la famosa “Dos puntas”, de Osvaldo Rocha que tan bien cantaban Los Chalchaleros: “Cuando pa Chile me voy/cruzando la cordillera/late el corazón contento:/una chilena me espera./Y cuando vuelvo pa Cuyo/entre cerros y quebradas/late el corazón alegre/pues me espera una cuyana.” En Argentina, a veces, la cueca se atempera, se melancoliza haciéndose zamba. Pero da casi igual. Lo mismo pasa con las empanadillas que hoy presento ante su severo juicio: que son argentinas o chilenas. Depende. A mí me las enseñó a hacer un chileno. Fíjense qué curioso: es el ex de mi ex. Es decir, que mi ex tiene dos exs: Waldo Salazar y yo. Pero seguimos siendo amigos, aunque él ahora haya vuelto a Chile y viva –al fín– feliz. Sin embargo, otro amigo las aprendió a hacer en el restaurante argentino donde trabajaba en Alemania para redondear su magra beca post-doctoral. Y éstas, son argentinas. Las diferencia la presencia de la aceituna y algún aliño no indumentario. Pero resultan casi iguales. Dos puntas.
Es importante en estas empanadillas hacerse uno mismo la masa. También las podemos comer con masa de empanadillas ya cortada en redondeles, de la que venden lista para recibir su relleno: no quedan mal, pero aguantan menos el trasnoche. Bien es verdad que, para comérselas frías (la empanadilla es comida muy viajera, como el pisto, la pipirrana, el bacalao rebozado o los filetes empanados), resultan algo más digestivas. Sin embargo, en caliente, son preferibles, a mi entender, las elaboradas con masa de harina hecha en casa. La preparación de la masa es muy simple: calentaremos ligeramente un vaso de agua a la que habremos añadido una cucharada de manteca de cerdo. En un bol generoso, pondremos seis cucharadas soperas de harina de trigo, medio sobre de levadura y una cucharadita de sal. Mezclaremos bien los ingredientes sólidos y añadiremos poco a poco el agua templada, amasando hasta obtener una textura adecuada. En este punto, donde la masa no debe pegarse a las manos ni al bol, la dejaremos reposar una media hora o algo más cubierta con un paño húmedo para evitar que se seque y cocinaremos el relleno. En el ínterin, cuece también un par de huevos que trocearás luego que estén duros en pedazos a tu gusto: ni grandes, ni chicos.
Las empanadillas chilenas son de carne vacuna: de roja carne hecha menudos pedazitos, como el enemigo de Les Luthiers. Vale también picada, aunque la textura final es menos interesante. Troceamos finamente cebolla (la misma cantidad volumétrica que tengamos de carne) y la sofreímos lentamente con un poco de sal, a efectos de que su punto esté a medias entre la fritura y la cocción. Cuando esté en semejante dubitativa tesitura, añadimos la troceada carne y buenas, casi enormes cantidades de comino recién molido en el mortero. Las empanadillas chilenas deben saber a comino. No penséis, por lo tanto, que os estáis quedando cortos. Para medio kilo de carne, emplead una generosa cucharada sopera de especia. Y, si no oliese lo suficiente durante la fritura, añadid aún más. Poned también pimienta negra molida, según vuestro gusto. Cuando la carne esté hecha y haya purgado el guiso parte de su propia agua, parad y dejad que se enfríe. Esto es un punto crucial: si intentáis rellenar las obleas de harina con el guiso caliente, la ruina caerá sobre vosotros y la cereal destrucción sobre vuestra descendencia. Así de bíblico.
Ahora viene la parte correspondiente a los trabajos manuales, que es muy interesante si se dispone de una compañera copa de vino y, mejor aún, si amén de la copa se dispone de una compañera. Puede valer también cerveza, mas cereal y cereal es como comer migas con pan: que no se le ocurre ni al que asó la manteca. Tomaremos una porción de masa que tenga el tamaño de una pelota de tenis. En una mesa o un mármol (para los afortunados que posean cocinas de las de toda la vida) esparciremos un poco de harina y, rodillo en mano, procederemos a extender nuestra pelota. Es conveniente y hasta imprescindible que enharinemos el rodillo: así evitaremos deletéreos pegamientos. Extendemos la masa hasta el tamaño aproximado de un DIN-A4 o algo más y, con un pequeño cuenco de unos 16-18 centímetros de diámetro haremos el círculo, bien presionando sin más, bien repasando con un cuchillito. De esta primera hoja, saldrán dos obleas. El material sobrante lo volvemos a extender. Otra oblea. Y, de lo que sobra, una última. Es decir, de un puñado pelotero de masa salen cuatro redondas obleas o delicados discos de masa que tu acompañante rellenará. Este es otro aspecto crucial: uno hace los redondeles y otro (¡u otra!) rellena la empanadilla. No olvidemos que la cocina es preludio adecuado para más carnales empresas y que si quien hace un cesto, hace ciento, pues quienes hacen empanadillas pueden, aluego, entregarse al amor relleno. Para cada empanadilla, usa una generosa cucharada de carne guisada y añade unas porcioncillas de huevo duro. Con primor, coloca el relleno de la mitad hacia un lado; cubre con la otra mitad, y dobla artísticamente los bordes para que el conjunto quede bien sellado. Moja tu dedo en agua, aplícala con suavidad a lo largo del perímetro y verás cómo la masa se pega como si le echaras liga. Unas veinte empanadillas conseguirás de haber seguido las cantidades aquí relatadas. ¿Muchas? Depende de tu hambre, de los invitados que tengas y de otros menesteres en los que no entraré y que son propios de la compañía y de su actitud hacia los pecados de la carne (empanadillas incluídas). Puedes, en todo caso, congelar las que no vayas a emplear. Aguantan perfectamente. Fríe las empanadillas en buen aceite, dóralas a fuego medio-lento y a comer.
Sugerencia vínica. Pues que de empanadillas chilenas se trata, un vinito de allí. No son difíciles de encontrar, por ejemplo, en Lavinia. Y a precio razonable. Por ejemplo, Valdivieso Chardonnay 2005 o Vega Eliane 2003, con cabernet-sauvignon y carmenere, el varietal chileno más conocido. Riquísimos ambos (el tinto es particularmente sabroso, cárnico y redondo), pueden valen para acompañar el plato. Y a escuchar cuecas...
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