Tengo cuarenta y un años y siempre me he abstenido de pensar en el porvenir. Si he elaborado proyectos ha sido por pura concesión a determinados seres, y sólo yo sabía con cuántas reservas en mi fuero interno. De todas formas, estoy muy lejos de la indiferencia y no admito que puede hallarse descanso en el sentimiento de la vanidad de todas las cosas. Absolutamente incapaz de resignarme a la suerte que me toca, herido en mi más alta conciencia por la denegación de justicia, que en modo alguno queda excusada, a mis ojos, por el pecado original, me guardo bien de adaptarme a las condiciones irrisorias (¡aquí abajo!) de toda existencia. En este sentido, comulgo absolutamente con hombres como Benjamin Constant (¡hasta su regreso de Italia!) o como Tolstoi, cuando afirma: "Si un hombre ha aprendido a pensar, poco importa en lo que piense: en el fondo piensa siempre en la muerte". Todos los filósofos han coincidido. ¿Y qué verdad es posible si existe la muerte?
No quiero sacrificar nada a la felicidad: el pragmatismo no está a mi alcance. Buscar consuelo en una fe (como hacen el Marqués o Edgardín) me parece lacayo. Es innoble suponer que existe un remedio para el sufrimiento moral. Suicidarme no lo encontraría legítimo más que en un caso: si algún día no me queda otro desafío que lanzar al mundo que el deseo, si algún día no recibo otro desafío que la muerte, podría entonces llegar a desear la muerte. Pero lo que no cabe bajo ningún concepto es embrutecerme, cosa que sucedería si me entregara a los remordimientos. Me he prestado a ello en una o dos ocasiones: no me sale.
El deseo... en verdad, no se ha equivocado quien ha dicho: "AS: convencido de no acabar nunca con ese corazón, pomo de su puerta". Se me reprocha mi entusiasmo, y es cierto que yo paso con facilidad del interés más vivo a la indiferencia, lo que entre los nickjournalianos es acogido de muy diversas formas. En literatura me he apasionado sucesivamente por Baudelaire, Pessoa, Octavio Paz, Borges, Jünger, pero a quien más debo es a Thomas Bernhard. El tiempo que he pasado inmerso en sus libros me parece poco menos que encantado. No lo olvidaré jamás y, aunque haya de trabar nuevas fidelidades conforme se vayan sucediendo mis lecturas, sé que ya no me entregaré a ningún otro autor con igual abandono. Sin Bernhard quizá hubiera sido un literato: pero él desbarató en mí ese complot de fuerzas oscuras que conduce a creer en algo tan absurdo como una vocación.
Mi curiosidad, que se vierte apasionadamente sobre todos los seres, es en otros aspectos muy difícil de excitar. No tengo en gran estima a la erudición, ni tampoco (¡aunque esta confesión me exponga a alguna burla!) por la cultura. Recibí una instrucción de tipo medio, casi inútilmente. Conservo, a lo sumo, una noción bastante acertada de algunas cosas (se ha llegado incluso a pretender que yo era el que mejor escribía en el Nickjournal, lo que no ha dejado de irritarme). Simplemente, sé lo suficiente para mis necesidades particulares de conocimientos humanos.
No estoy lejos de pensar, con Marcel Duchamp, que "el gran desafío para las generaciones precedentes fue el paso de lo absoluto a lo relativo" y que "se trata hoy en día de pasar de la duda a la negación sin perder en ello todo valor moral". La cuestión moral me preocupa. El espíritu naturalmente díscolo que aporto me inclinaría a hacerla depender de factores neurobiológicos, si en verdad no la juzgase superior a todo debate. Tiene para mí el prestigio de mantener a raya a la razón. Por otro lado, permite las mayores digresiones de pensamiento. Me gustan todos los moralistas, particularmente Spinoza y Nietzsche. La moral es la gran conciliadora. Atacarla es también rendirle homenaje. Es en ella donde he encontrado siempre mis principales motivos de exaltación.
Por el contrario, en lo que llamamos lógica sólo veo (¡pese a Bil!) el culpable ejercicio de una debilidad. Puedo afirmar, sin ninguna afectación, que lo que menos me preocupa es sentirme consecuente conmigo mismo. No por ello hago profesión de inteligencia. Me debato de manera instintiva en el interior de tal o cual razonamiento o de cualquier otro círculo vicioso. ("Adrede no es necesariamente mortal". Bajo la aparente deducción que permite establecer lo contrario, se revela una muy mediocre superchería. Es evidente que la proposición previa, "todos los nickjournalianos son mortales", pertenece al orden de los sofismas). Pero nada me resulta más ajeno que ese cuidado que se toman ciertos tipos (tales Mercucho, Bremaburreur o Pulgoso) por salvar lo que puede ser salvado. A este respecto, la desesperación es un talismán maravilloso. Me permito remitir a mis contradictores, si los hay, a la lúgubre advertencia de las primeras páginas del Adolphe: "Pensaba que ningún fin merecía esfuerzo alguno. Resulta significativo que esta impresión se haya ido debilitando con los años. ¿No será que hay algo de equívoco en la esperanza y que cuando se retira del camino del hombre, éste adquiere un carácter más severo, más positivo?".
Lo cierto es que me he jurado impedir que nada se amortigüe en mí, siempre y cuando pueda yo conseguirlo. Y no dejo de observar con qué habilidad la Naturaleza intenta obtener de mí toda suerte de renuncias. Bajo la máscara del tedio, la duda o la necesidad, intenta arrancarme una abdicación a cambio de la cual no hay favor que no me ofrezca. Hace años, no salía de mi apartamento sin haberle dado un adiós definitivo a todos los recuerdos entrañables que se habían acumulado y a todo lo que de mí mismo sentía dispuesto a perpetuarse. La calle, a la que creía capaz de comunicar a mi vida sus sorprendentes recodos, la calle con sus inquietudes y sus miradas, era mi auténtico elemento: tomaba en ella, como en ningún otro sitio, el aire de lo eventual. Y cuando salía de viaje, dejaba abierta de par en par la puerta de mi habitación del hotel, con la esperanza de despertarme al día siguiente con una compañera que yo no hubiese escogido. Sólo después he temido que, a su vez, la calle y esta desconocida me retuvieran. Pero esa ya es otra historia.
A decir verdad, en esta lucha de cada instante, donde el resultado más corriente es que se petrifique todo lo que de más espontáneo y valioso hay en el mundo, no estoy seguro de que podamos ganar. No hay semana en la que no nos enteremos de que una inteligencia estimable se ha "formalizado". Parece ser que hay un modo más o menos digno de conducirse, y punto. En cuanto a mí: aún no me preocupa saber qué carreta me llevará al cadalso, ni hasta dónde aguantaré. Hasta nueva orden, todo lo que contribuya a retrasar la clasificación de los seres, de las ideas y, en una palabra, a mantener el equívoco, cuenta con mi aprobación. Mi mayor deseo es poder hacer mía, durante el mayor tiempo posible, la admirable frase de Lautréamont: "Desde el impronunciable día de mi nacimiento he profesado por los somníferos un odio irreconciliable".
Yo, que me no me permito teclear una sola línea que no vaya impregnada de lejanía, tengo en nada a la Posteridad. Un desamor creciente amenaza, sin duda, a los hombres después de la muerte. En nuestro tiempo ya hay quienes no saben qué huellas seguir. Ya no se cuida la leyenda de uno mismo: casi todas las vidas se abstienen de conclusión moral. Nos vamos dando cuenta de que toda reconstrucción es imposible. No soy de los que añoran los tiempos de Nickjournal primigenio, pero afirmo que cada nick tiene la obligación de engañar a los otros: de lo contrario, todo se vuelve Pandi. Copio a André Breton: "Hay que huir, en la medida de lo posible, de ese tipo humano al que todos nos parecemos". Y eso es algo que sólo pude hacer en tanto me mantuve distante y desconocido. Largarme equivale a intentar nuevas maneras de vivir. A estas alturas, todo lo que AS pudiera seguir realizando en el Nickjournal sería testimonio del peor servilismo o de las más completa mala fe. No me gustan, queda claro, más que las cosas no consumadas: sólo me propongo abarcar demasiado. Y aquí termino: mi sombra deja ya de bailar en esta ventana desde la que nunca he cesado de arrojarme.
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