Un libro rescatado del polvo y las mudanzas aunque no del olvido, Diálogo en el Infierno, de Maurice Joly, sitúa como antagonistas en tan incómodo lugar a Maquiavelo y Montesquieu, enzarzándose en el viejo combate entre tiranía, despotismo y su sustituto, la democracia. Un duelo figurado entre quién tiene el poder y quién lo quiere, con quienes aparentan elegir a ambos como espectadores de primera fila que gritan sobre el arte de gobernar.
Joly, abogado ante los tribunales de París, llevó una vida azarosa empujado siempre por su espíritu de contradicción. Fuguista de colegios cuando niño y de la justicia de mayor por su crítica mordaz y permanente tanto a Napoleón III y los defensores del Imperio como a Víctor Hugo y los republicanos, terminó pegándose un tiro como inútil pero rotundo broche de su frenética disidencia. Su Diálogo en el Infierno fue introducido en Francia clandestinamente pero como varios de los contrabandistas pertenecían a la policía fue arrestado, condenado y recluido en prisión durante dos años. La edición fue incautada y sus obras hubieran caído en el olvido de no ser porque un ejemplar del Diálogo cayó en manos del falsario redactor de los Protocolos de los Sabios de Sion. Devoto de la libertad coincidirá con Maquiavelo en que la supuesta democracia es un refinamiento del despotismo y con Marx en que oculta en realidad explotación y dominio.
El juramento del Juego de pelota, Jacques-Louis David, 1791:
Lectura de la Declaración constituyente de la Asamblea Nacional por Bailly.El tránsito de la tiranía a la democracia comprende estaciones de paso en las que se presentan a la vez y como pasajeros aparentemente contradictorios el estado-nación y la monarquía absoluta. Hasta el reinado de Luis XIV las leyes francesas se sancionaban con la frase “en presencia y con el consentimiento de prelados y barones”; desde el Rey Sol ese cierre se cambiaría por “el rey ha resuelto por deliberación de su consejo”. La secularización del poder había empezado antes con Tomás de Aquino pero no la de su origen: éste admitía las autoridades seculares sólo si formaban parte del designio divino para organizar a los hombres en comunidad política. La teoría política moderna llega con Maquiavelo, quien vive la democracia de Florencia y conoce al mismo tiempo la oligarquía de Venecia y la monarquía de Nápoles. Formas políticas contrarias de organizarse la sociedad que suceden al margen de sus pensadores. Maquiavelo responde a la concepción divina del poder vigente hasta ese momento no con una norma moral de la conducta del príncipe, de la política, sino con una guía empírica de cómo debe actuar éste para prevalecer. La materia de que está hecha su teoría es la naturaleza humana, igual en todo tiempo y lugar, y dos de sus rasgos más tercos: la aspiración al dominio que tienen todos los hombres y su atracción por el mal. El miedo y la fuerza se imponen siempre a la razón.
Este horizonte inmutable es impugnado por Montesquieu con el martillo de los derechos políticos golpeando la campana que anuncia el fin del primer asalto y la derrota de la tiranía a los puntos. El francés representa la fe en el progreso y en una tendencia social por la igualdad que acabará con el absolutismo. En el fondo cree en una pasión colectiva reparadora de la opresión que, más allá de la razón y del progreso material, comparte naturaleza con la pasión de mando que define al hombre y determina sus formas de poder. A su pesar, coincide con Maquiavelo en pasiones fatales contra las que la razón poco más puede hacer que acusar con el dedo.
John Trumbull, Declaración de la Independencia.
Pero mientras los boxeadores componen figuras el combate no ha terminado porque las evidencias se desmontan a golpes dialécticos. Un Montesquieu retador emplaza a Maquiavelo a explicar con qué medios puede el príncipe mantener el poder absoluto en sociedades políticas que descansan sobre instituciones liberales y representativas de la voluntad del pueblo. Maquiavelo acepta el desafío respondiendo: “El despotismo aparece siempre a vuestros ojos con el ropaje caduco del monarquismo oriental; yo no lo entiendo así; con sociedades nuevas es preciso emplear procedimientos nuevos. No se trata, hoy en día, para gobernar, de cometer violentas iniquidades, de decapitar a los enemigos, de despojar de sus bienes a nuestros súbditos, de prodigar los suplicios; no, la muerte, los saqueos y los tormentos físicos sólo pueden desempeñar un papel bastante secundario en la política interior de los Estados modernos.”
Continúa con su crítica contra el progreso técnico: “Os confieso que muy poca admiración me inspiran vuestras civilizaciones de cilindros y tuberías” y político: “En nuestros tiempos se trata no tanto de violentar a los hombres como de desarmarlos, menos de combatir sus pasiones políticas que de borrarlas, menos de combatir sus instintos que de burlarlos, no simplemente de proscribir sus ideas sino de trastocarlas, apropiándose de ellas.”
Es un Maquiavelo que parece diagnosticar con precisión a nuestros gobiernos contemporáneos y encuentra en la disolución del espacio público el resorte del poder: ”El secreto principal del gobierno consiste en debilitar el espíritu público, hasta el punto de desinteresarlo por completo de las ideas y los principios con los que hoy se hacen las revoluciones. En todos los tiempos, los pueblos al igual que los hombres se han contentado con palabras. Casi invariablemente les basta con las apariencias; no piden más, es posible entonces crear instituciones ficticias que responden a un lenguaje y a ideas igualmente ficticios.”
Sin embargo, Montesquieu cree en el progreso que revoluciona el modo de organizarse la sociedad convirtiendo al súbdito en ciudadano por arte de su capacidad para elegir, al individuo objeto pasivo del poder en sujeto de derecho. Sociedades a las que llama “los pueblos nuevos que tienen la debilidad de darse constituciones que son la garantía de sus derechos”. Para él la comunidad se ha transformado en nación y el príncipe en gobernante al alcanzar la cima de su civilización, fundando el derecho público y dotándose de instituciones estables y democráticas (representativas). No es ilusorio el cambio de la forma del poder sino que son nuevas fundaciones de la sociedad que se constituyen sucesivamente mediante la discusión, la deliberación y el voto de los representantes de la nación. Los Estados Unidos serían un paradigma de ese amanecer del pueblo como nación democrática.
Muerte de Marat, Jacques-Louis David, 1793.
Frente a tan arcádica visión Maquiavelo replica con un concepto pragmático de la voluntad política del ciudadano y una autocita de El Príncipe: “Los gobernados siempre están contentos con el príncipe cuando éste no toca ni sus bienes ni su honor, y por lo tanto sólo tiene que combatir las pretensiones de un pequeño número de descontentos, que le será fácil poner en vereda.” Objeción salvada por el optimista Montesquieu con el sentido moderno de los derechos políticos como bienes públicos apreciados como privados por el ciudadano: “... que también incumbe al honor de los pueblos el mantenerlos [los derechos políticos], y que al atentar contra ellos atentáis en realidad contra sus bienes y contra su honor. (...) ¿Qué garantizará a los ciudadanos, si hoy los despojáis de la libertad política, que no los despojaréis mañana de la libertad individual? ¿Que si atentáis hoy contra su libertad no atentaréis mañana contra su fortuna?”
Este empate incierto sobre formas de organización política procura deshacerlo Cioran con una evidencia en su Ensayo sobre el pensamiento reaccionario, dedicado a Joseph de Maistre: “Lo trágico del universo político reside en esa fuerza oculta que lleva todo movimiento a negarse a sí mismo, a traicionar su inspiración original y a corromperse a medida que se afirma y avanza. Es que en política, como en todo, uno no se realiza más que sobre su propia ruina.”
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