De entre mis ya muchos viajes (yo, que he sido un sedentario tremendo obligado al nomadismo) recuerdo con especial cariño mis estancias en Boulder. Han sido varias, tres, cuatro, ya no recuerdo, pero las resumo en una única en la que las estaciones saltan, los domicilios se confunden y los meses se suceden con la lógica del recuerdo.
De entre los recuerdos más persistentes, y más agradable, está el frontal maravilloso de Wild Oats, de un verdor inusitado, repleto de verduras y frutas de todo tipo y procedencia, no solo americanas, mejicanas, canadienses y peruanas se amontonaban en artificiales bancales sin perder nunca la lozanía. El pasillo desembocaba en la zona de los quesos, otro pequeño reducto de cosmopolitismo, pues además de los consabidos americanos, encontraba españoles, italianos, belgas e incluso ingleses. Más allá, las legumbres: desde los frijoles hasta garbanzos, soya, lentejas o dhalal; antes había pasado por la zona de las comidas liofilizadas (o sometidas a cualquier extraño proceso de conservación), en su mayoría de procedencia asiática.
Los miércoles y los sábados preferíamos acudir al mercadillo de los agricultores de la zona. Al fin y al cabo, una estancia sin que nos impregnemos un poquito del costumbrismo puede considerarse desaprovechada. La verdad es que para ser una ciudad pequeña, no faltaban celebraciones en la calle principal, Pearl Street, o en Central Park. La feria de la artesanía, tan similar a las españolas, la semana asiática, judía o latinoamericana (en la que nos pedían que participáramos) se sucedían junto con otras como los rodeos típicos que vemos en los telefilmes, el cuatro de julio o el Día de Acción de Gracias, todos ellas tan norteamericanas como una hamburguesa (ya sé que en el original es “tan americano como un pastel de manzana”, pero hago uso de alguna de las licencias del traductor.)
La vida en Boulder fue tranquila y fructífera, provechosa en su mejor sentido. A pesar del trabajo, el ritmo cotidiano era relajado, y las jornadas, tirando a largas, las sobrellevábamos con la alegría de quien sabe que siempre había una pausa para irse al Trident, o un excelente desayuno en Lucile’s donde la comida al estilo de Nueva Orleáns era siempre extraordinaria, o que el viernes a mediodía iríamos a Cafe Prassad para luego pasarnos por la tienda de libros Beat Book Shop, cuyo dueño dicharachero y poco formal me espetó el primer día que me parecía a no sé qué actor, pero nunca me vendió una biografía de William Borroughs que me interesaba y de la que me repetía sin cesar que tenía no menos de veinticinco ejemplares en su casa. (Supongo que aún debe consérvalos todos.)
La casa la habían construido en los años cincuenta (la más antigua en la que he llegado a vivir, si descuento las temporadas que pasé con mi bisabuela en la casa que había sido de su padre y ella había heredado, y que luego heredó una de sus hijas para al final sucumbir, tras haberla vendido a una tienda de muebles, en una reforma del plan general urbano que ha ido destrozando nuestras ciudades.) Los vecinos eran fantasmales por lo poco que los veíamos y sentíamos (me imagino que ellos dirían lo mismo de nosotros.) La sensación que he tenido siempre es la de una total protección de la intimidad que se ve contrarrestada con una sibilina vigilancia. No se entrometerán en tu vida, pero nunca te librarás de que te vigilen. Pero, repito, es solo una sensación que no puedo fundar en nada que no sea el espíritu puritano, ese que les llevó a vivir en pequeñas comunidades donde todos se conocían, y conocían las vidas de todos, y que les permitió no perder el contacto con la naturaleza, logrando así que la vida en las ciudades no perdiera cierta medida humana (perdida y desmentida en megalópolis como Nueva York -- ¿o habré de decir New York? -- y Chicago.)
Recuerdo también que cuando contraté la luz y el gas, me dieron la posibilidad de hablar en español o en inglés. Yo, que siempre he sido un tanto pedante y engreído, dije que en inglés, por supuesto. Quizás en mi inconsciente temía que si hablaba en español, me perdiera el espíritu y el sabor del lugar (ya saben la hipótesis Sapir-Whorf.)
A estas alturas, seguro que se estarán preguntando qué hice allí durante tanto tiempo. La foto seguro que les resuelve el enigma ya descifrado. La biblioteca Norlin, donde había una colección inmensa de literatura americana, y por tal me refiero a la del continente. Pocas universidades españolas podrán presumir de tener una colección de literatura hispanoamericana como aquella. De la estadounidense ni les hablo, al igual que de la británica. Hace pocos días Josep Bargalló se descolgó con una declaración que, estoy más que seguro, lo dejó henchido de orgullo, y de otras cosas también inflado. Vino a decir que cuando uno elegía una lengua, elegía una literatura. Me acordé de la biblioteca Norlin, y pensé qué tradición habían elegido todos los escritores que habían pasado por la Universidad de Colorado y, durante su estancia habían leído los libros de la biblioteca. Pensé también en Laurence Sterne, en Henry Fielding, en James Joyce, o en Pere Gimferrer. ¿Qué tradición habían escogido?
P.S.: Este breve escritillo responde a un subgénero muy común a partir del descubrimiento de América, la literatura de viajes, que se prolongó hasta entrado el siglo XVIII, y en el que Bernard Henry Lévy ha recaído no hace mucho. De entre toda esa literatura, siento una debilidad especial por la obra de John Hector Saint John of Crévècoeur, francés y estadounidense que escribió Letters from an American Farmer, aún sin traducir al español.
Etiquetas: Garven
1 – 200 de 609 Más reciente› El más reciente»