El 16 de marzo de 1978, a primera hora de la mañana, en la via Fani de Roma, el entonces presidente de la Democracia Cristiana italiana (DC) (1), Aldo Moro, fue secuestrado por la columna romana de las Brigadas Rojas (BBRR) (2), que en el mismo acto asesinó a los cinco miembros de su escolta. El 9 de mayo posterior, el secuestrado fue encontrado muerto -asesinado- en el maletero de un Renault 4, aparcado en via Caetani, también de Roma, como había indicado por teléfono al hijo del secretario de Moro un brigadista. Esto es todo. Un magnicidio como tantos otros por parte de unos locos asesinos. ¿Cuántos han matado ya las BBRR? Muchos. Pues otro más, ya está.
Así quisieran muchos que se hubiera contado la historia, sobre todo los dirigentes de la DC y del Partido Comunista Italiano (PCI) (3). Sin embargo, entre el secuestro y el asesinato de Moro -quizá el menos culpable, pero también culpable- se pudo ver hasta qué punto la miseria moral, la deshonestidad y el cálculo se escondían detrás de grandes actos y palabras. La supuesta tenacidad del Estado italiano al negarse a negociar nada con terroristas escondía la sórdida intención de los más de no exponer sus cargos, de quitar de la circulación a alguien con arrebatos de honestidad y hasta sentido del deber o de tomarse la venganza pasiva por bendita mano ajena caída del cielo, o del Kremlin, según el clan que amamantase al miserable.
Entre la primera y la segunda frases del primer párrafo falta todo el relato que muta el sentido de lo dicho. En todo ello, la perversión del lenguaje, los sobreentendidos, la mueca sintáctica o semántica son el fundamento de la verdad de lo sucedido. La simple lectura literal de las cartas de Moro desde su cautiverio y de las respuestas y comunicados de los representantes del Gobierno italiano no explican la realidad, sino una realidad para ser contada, una mentira. Como las propias actuaciones de la Policía y los Carabineros que son mostradas esos días, lo son para redondear la realidad necesaria, a la par que se impide la verdadera actuación de los investigadores. Se quiere hacer ver, y lo consiguen, que se lucha denodadamente por salvar la vida de Moro a la vez que no ceder ante los terroristas. Sólo se oculta el dato vital para comprenderlo todo. Moro está condenado a muerte por todos desde antes de ser secuestrado. Lo sorprendente es que el lenguaje de las BBRR es plano y nada hay que no sea literal en sus comunicados. Y son los únicos que no han condenado a muerte a Moro de antemano. Evidentemente, unos cretinos que se han creído su propio delirio. Al menos, son honestos en su estupidez y salvajismo.
Moro, ya secuestrado, pide a sus captores que le permitan dirigir alguna carta secreta a ciertas personalidades amigas, intentando que se aplique con él la doctrina defendida para estos casos por la mayor parte de la DC: que el trato con terroristas detenidos sí deja un resquicio para, si deponen la actitud, ser condenados al exilio. Las BBRR solicitan un intercambio con el Estado italiano: Moro por trece activistas de sus columnas ya condenados o por condenar, entre ellos el famoso Renato Curcio. En esas primeras cartas, que evidentemente sus captores leen, intenta explicar el punto de vista de sus carceleros sin legitimarlo, lo que realmente consigue, gracias a su enorme inteligencia y a su conocimiento del lenguaje. Se dirige a varios ministros, entre ellos a Cossiga, entonces ministro del Interior y posteriormente, a cadáver servido hacía tiempo, presidente de la República Italiana. También el sempiterno Andreotti forma parte del gobierno. Además, con el envío de cartas y sus respectivas respuestas, gana tiempo para ser liberado y, si puede, desliza de rondón indicaciones acerca de su cautiverio. También consigue esto último, pero nadie hace caso, a pesar de que, de la lectura de sus cartas, realizada por Leonardo Sciascia años después, se desprende, sin recurrir a demasiadas sutilezas, hasta el lugar donde estaba encerrado.
Las BBRR, no queriendo ocultar al pueblo nada [sic], difunden las cartas secretas de Moro en toda la prensa, casi siempre acompañadas de algún comunicado retórico, que a veces incluye condiciones para el caso concreto de D. Aldo. El cautivo recibe de sus captores la prensa, donde lee sus propias cartas y las contestaciones de los miembros del Gobierno o de la DC. Ahora sabe que las BBRR le traicionan y no respetan el secreto, que lo que ha desvelado ya es público y que también sus amigos y colaboradores se desentienden de él. Ya no son sus amigos o colaboradores, lo fueron. Llegan a afirmar que Moro, que es sincero en lo que escribe, pues cree haberlo hecho para destinatarios secretos y no en público, está sometido a presión y que no lo reconocen en sus palabras. Moro se da cuenta de que está solo. Además, el PCI calla oportunamente o sólo dice, como la DC, que el Estado no puede doblegarse ante las BBRR, tantas veces consideradas por ellos simples compañeros descarriados, ahora sí terroristas. El cinismo y el cálculo de todos forman un universo de asco y miseria que empuja a Moro a la desesperada. Cree que, ahora que sabe que lo que escribe es público, una mezcla de arrebato de honestidad con coacción emocional a los italianos, vencerá el fiel de la balanza de su lado. No soporta, sobre todo, la repugnancia de ver las fotografías de la manifestación convocada al unísono por la DC y el PCI por su nunca deseada liberación.
Así, al principal Pilatos de su condena, Taviani, le escribe una carta directa acusándole de estar mintiendo con respecto a cuál es el criterio que defendían ambos en la DC acerca de los secuestros de las BBRR, aportando datos y fechas concretos de reuniones en que se discutió el asunto. Se mezclan también en la trifulca presiones del gobierno alemán, por entonces muy atareado en resolver el caso Baader-Meinhoff. La DC vuelve a apelar a la presión sobre Moro para descalificarlo. El PCI calla casi totalmente y sólo habla con la boca pequeña a través de una pequeña revista de extrema izquierda, en que en un melífluo comunicado firmado por “intelectuales” católicos y laicos [sic], pide vagamente la liberación de Moro, pero afirmando la necesidad de que el Estado -nada de burgués y capitalista, sólo el Estado- no se doblegue ante la coacción de los terroristas. Dejo que maten, culpo a otros, lavo mi conciencia y puedo exhibir en público brutales golpes de pecho, todo compungido y lleno de lágrimas.
El golpe definitivo a Aldo Moro viene directamente del Vaticano, en una nota que pide su liberación pero que, asumiendo las tesis de la DC, ¡se pone de parte del Estado! Moro se derrumba y no cree que Pablo VI haya escrito lo que lee. Pero sí, el Papa también le condena.
Moro se ve ya muerto, por mano de las BBRR, pero sentenciado por otros. Aunque desde el principio ha hablado algo en sus cartas de su familia, ahora lo hace con profusión. Por un lado expresa sincero amor por ella y en especial por su mujer, Noretta, pero a la par quiere enternecer a sus captores, a los italianos -tan dados a la familia en todos sus sentidos-, para que presionen a sus gobernantes, y directamente a éstos, sin duda. Pero a los últimos no los quiere enternecer con la mentira de que su familia le necesita. Las necesidades de su familia apelan al sentimentalismo del pueblo, pero es una añagaza. Moro goza de muy buena posición, de gran patrimonio, y su familia no tiene las necesidades que deja entrever. La presión a los gobernantes, a los que fueron sus colaboradores y sus amigos, se entiende leyendo el texto de la carta tomando por familia la DC. Entonces sí toma todo el sentido la necesidad de la familia. Viene a decir, en realidad, que sin él la DC no estaría donde está ni podrá -como de hecho acabó por suceder- culminar el camino que ha emprendido. Recordaba, en sus primeras cartas, cuando empieza a ver que lo están dejando matar, cómo, dos meses antes, con todo el sentido de familia, de lo que era la DC, en un todos para uno y uno para todos de omertà absoluta, había defendido en el Parlamento a un diputado de su grupo de una acusación de corrupción, porque una acusación a uno era una acusación a todos, al grupo, a la familia. Eso mismo pide él ahora que se haga en su beneficio, pues considera, y así es, que su secuestro no es por ser él como individuo, sino como exponente máximo de la DC, por encarnar la DC en su persona. Por un lado clama, por otro amenaza y, en un rapto de catolicismo sincero, los planta ante la eventualidad de que su sangre haya de caer sobre ellos. Yerra, porque se olvida de que el pacto de honor de la familia no es sino para el beneficio común. En caso contrario, el pacto no existe. ¿Cómo pudo Moro no darse cuenta de que el beneficio era precisamente su muerte y no su salvación? Todavía no se había dado cuenta, pero llegó a ser consciente en los últimos días. Por tanto, la familia era congruente, se salvaba a sí misma dejándolo morir, que lo matasen otros, que es distinto que asesinarlo directamente, aunque el beneficio nos recaiga igualmente. La misma vieja fórmula de los dos brazos de la Inquisición, tan magistralmente empleada en España por el nacionalismo.
La familia, la real, también sale a la palestra ante la desesperación de ver que nada se hace para salvar la vida de Moro. Lleva cuarenta días secuestrado y aún no ha habido una sola reunión de ningún tipo para salvarlo, canjearlo o rescatarlo. Además, las BBRR ya han emitido el comunicado en que Moro es condenado a muerte por el tribunal popular. Será ejecutado el 22 de abril, anuncian, aunque el final se retrase por el vaivén de cartas y las razones de oportunidad estratégica, que las BBRR utilizan magistralmente para su propaganda. La familia ruega, apela a la dignidad, a la honestidad, a los servicios prestados por Moro, para que el Estado se avenga a un canje en que los trece brigadistas sean condenados al exilio -Panamá está dispuesto a acogerlos- y Moro recupere la libertad. En realidad, dirigen la carta a la familia verdadera de Moro, a la DC. A su vez, la DC aprovecha la situación y pide al Gobierno que haga todo lo posible para salvar a Moro de este modo. Otros que se quitan el fardo de la espalda y pueden decir que quisieron salvarlo. Pero se aseguran de que el fardo no caiga en manos de quien puede cargarlo, sino de quien lo dejará caer sin duda alguna: el Gobierno formado por la misma DC, pero que es el Gobierno, no la DC. Andreotti, encargado de redactar la nota de respuesta del Gobierno, deja en el texto toda la carga de miseria y de doblez de que es capaz alguien como él, y nadie tanto como él:
“La invitación dirigida al gobierno por la DC para profundizar en el contenido de la solución humanitaria propuesta por el Partido Socialista Italiano (PSI), será tratada en una reunión de la Comisión interministerial para la Seguridad que tendrá lugar en los próximos días. Debe observarse, sin embargo, a partir de este momento, que es conocida la línea del Gobierno de no hacer hipótesis acerca de la más mínima derogación de las leyes del Estado y de no olvidar el deber moral de respetar el dolor de las familias que lloran las trágicas consecuencias del acto criminal de los secuestradores.”
La referencia al PSI se debe a que es el único partido, con Craxi ya entonces a la cabeza, que intenta salvar la vida de Moro. No por humanidad o por sentido de Estado, sino como forma perfecta de ganar pujanza y socavar en lo posible las bases, sobre todo, del PCI. Éste, por un lado, se está comportando del modo más ignominioso posible dejando que maten a Moro, matándolo en realidad. Por otro, su sector más radical no acepta esa supeditación al Estado burgués y capitalista y a la DC. Así, el PSI puede atraer a muchos, si consigue salvar a Moro y, de paso, dejar al descubierto la jugada en que todos quieren su muerte, cubriéndolos de oprobio, para desdoro y aminoración de la DC también. Pero no sucedió.
La nota de Andreotti es magistral y una demostración de la más aviesa maldad, del más refinado cálculo y de la más infame alma que haya pisado la tierra jamás. Remata la jugada de la DC quitándose -nunca mejor dicho- el muerto de encima, alaba al PSI diciendo que considera su propuesta, desactivándolo como enemigo y acusador -han aceptado formalmente su propuesta-, es velador de la potencia del Estado y de lo incólume de sus leyes y, tan católico, no puede olvidar el sufrimiento de las familias de los cinco escoltas muertos durante el secuestro. Así, arroja a la cara de la familia Moro, y a la del propio Moro, que lo habrá de leer, el peso de los cinco asesinados por él. Si ellos murieron por ti y sus asesinos no pueden ser perdonados, ¿cómo en justicia vamos a perdonar a los que han de matarte o a sus compañeros? Lastran así a todos los Moro, la familia real, con el cargo de la culpa del sufrimiento de las otras familias reales, para provecho de la familia de verdad. El PCI calla en todo esto: estamos con el Estado. Nuestra familia está con la familia.
Finalmente, el 9 de mayo, como estaba previsto desde el principio, Moro es asesinado por la columna romana de las BBRR y aparece en el maletero del coche de Via Caetani, que está a medio camino entre la Via delle Botteghe Oscure y la muy cercana Piazza del Gesù, donde está la iglesia homónima de que toma el nombre, madre de todas las iglesias jesuíticas. En la Via delle Botteghe Oscure estaba la sede del PCI y en la Piazza del Gesù, la de la DC. Las BBRR sabían dónde dejaban el muerto.
El 16 de marzo de 1978, a primera hora de la mañana, Aldo Moro se dirigía a la Cámara de los Diputados para asistir a la formación del primer gobierno, y único, de la DC que contaría con el apoyo del PCI. Se había tomado mucho esfuerzo y mucho tiempo para una jugada política genial. La DC, al integrar formalmente al PCI en el reparto del poder estatal, finalizaba una guerra civil soterrada entre la izquierda y la derecha desde el final de la Primera Guerra Mundial, reforzaba el estado, ahorrándole un enemigo y ganándole un garante, mayor que cualquier otro, tan ayuno como estaba de prebendas durante más de treinta años. La familia italiana se reunía en una sola, a pesar de tener ramas distintas. La DC también evitaba así el sorpasso, el casi ineludible momento en que el PCI superaría en voto a la DC, conservando por tanto el poder y dejando al PCI sentarse a la mesa, pero nunca como anfitrión. Además, participando ya del poder, tal como sus propios textos delataron en el transcurso de aquellos días, el Estado dejaba de ser para el PCI burgués y enemigo, para ser plenamente democrático a sus ojos, deslegitimando así la lucha armada contra él por la izquierda revolucionaria (4). Hecho esto, para nada servía Moro, que había rechazado ser Presidente del Gobierno o ministro en tal ocasión. Más aún, estorbaba quien conocía mejor que nadie cómo se había llevado a efecto la operación, qué intereses tenía cada familia en el asunto, quién era quién y quién había dicho qué o a qué se había comprometido. Llegado el caso, como demostró en sus sinceras cartas desde el cautiverio, era peligroso que hablase, siendo libre como era al no formar parte del Gobierno y tener intención de apartarse de la vida pública tras consumar la operación. El éxito de ésta fue su condena a muerte.
Pero Moro no era una mano inocente, porque fraguó el pacto para salvar a la familia y, como en la Mafia, para que no llegue el momento en que otra familia acabe por quitarnos de la circulación, pactemos con ella el reparto del territorio. Las pequeñas familias cercanas (republicanos, liberales y socialistas) saben que no pueden rechistar. Esa fue la gran labor de Moro que, desde un punto de vista lampedusiano, llevó a efecto una gran razón de Estado. Puede ser que Moro se creyera su razón, pero no se dio cuenta de que la real, la de fondo, era la mezquindad de todos los que se arremolinan cerca del poder para su provecho, desde un sueldecito hasta un gran negocio, pasando por algún que otro funcionario de alto grado. Entre la angustia por la muerte rondante y su ficción histérica de gran hombre para poder salvarse, se debió olvidar de que rezaban por su muerte desde algún ujier de algún ministerio hasta el Papa, si no es que Dios mismo también lo hacía al Diablo. Porque él era un gran hombre subido en esa montaña de mezquindades, prebendas y arribismos, pequeños o grandes. Parece imposible que no supiera que las mayores fuerzas del hombre ante el poder son la laxitud y la cobardía. Había juntado durante años cúmulos de cobardes interesados que, protegidos en la familia, esperaban la prebenda. Ahora él no podía dársela, sino sólo malograrla y los cobardes encontraron mejor mentor, que ahora tenía a su favor el inmenso poder de toda la cobardía de los miserables.
El Aldo Moro que está angustiado en la “prisión del pueblo”, donde el Calvario hacia la cruz se puebla de azotes y espinas en forma de palabras que van y vienen, no es ése. De creer a su mujer, Moro es un hombre bueno y honesto de todo punto, que entró en la política por afán de bien y por principios, pero al que la realidad arrastró a las componendas, y ahora, que cree haber prestado su contribución, quiere recuperar su honestidad. Es entonces, ya prisionero a punto de muerte, sin duda alguna, un hombre honesto que habla con el alma descerrajada, que ha recuperado su dignidad, la que acaba por sentenciarlo a muerte. Tenía en ese momento además las virtud de la palabra dada, que nadie niega admirar o poseer pero que, llegado el momento propio interés, pocos la asumen -como tampoco la honestidad- y por casi todos se ve como redil de los imbéciles.
Sólo en estado de honestidad sincera, como era el caso de Moro prisionero, se siente el dolor de la falta de respeto, el de la ausencia de respuesta ante un acto generoso, el de la palabra hueca, el de la mentira, el de la infidelidad, el de la traición, el de la promesa olvidada, el de todo lo que sucedió durante varias semanas hasta que llegó la rendición ante la incontestable evidencia de que lo querían apartado del todo sin siquiera decirlo, colmando toda la anterior lluvia de miserias con una de las mayores: la cobardía de no querer mirar de frente a quien se ha dado una palabra -porque era desde el principio toda interesada y falsa- y ahora sólo se desea correr a buen recaudo con el beneficio debajo del brazo, o huir porque el beneficio no es el esperado o, lo más vil, porque otro u otros mentores, nuevos o anteriores, resultan de más provecho. Y si alguien tiene algún reproche, basta con asistir muy compungido al funeral. Moro cometió otro error, que fue creer que los que le estaban traicionando, dejándolo morir, matándolo, sufrirían remordimientos al verse retratados como miserables y, avergonzados, reaccionarían. Era también una ilusión. Para ellos, dar una palabra hoy, olvidarla mañana, volverla a retomar cuando conviene y volverla a olvidar -un día para siempre y sin decir nada-, no era sino un arma más de que valerse.
Era demasiado tarde para Moro desde que entró en el juego, y no por una cuestión de tiempo. Para formar parte de la familia hay que matar la honestidad, aunque se crea que nos acompaña, y sólo así es posible asesinar a Aldo Moro sin haberlo matado y sin siquiera decirle adiós de frente, para que la mirada honesta del traicionado no pueda acusarnos en ese instante, y no sólo en ése sino -mucho más terrible- durante toda la vida.
Al fin y al cabo, se dirán, no soy inocente pero, como no vi la mirada que me acusase, no soy culpable. Descanse, yo, en paz.
Perdonen que les haya importunado de nuevo, pero me olvidé de algo importante al marcharme, hecho lo cual, retomo el camino de salida de Nickjournal de las Arcadias -siga usté hasta la Plaza la Virgen Encinta, donde vea el niño atropellao, a la derecha hasta bajo del to y en la sombra del quinto ciprés de la segunda fila del cementerio, tire to tieso hacia p'alante, que por allí se sale como cura del burdel, y déjeme ya en paz la mañanica tempranera, que tengo más sueño que una cesta de gaticos al lao'una estufa- para no volver, no sin antes repetir los agradecimientos y saludarles vivamente. ¡¿Cómo me iba a ir sin despedirme de él?!
Hasta siempre. Adiós.
Notas:
(2) Las Brigadas Rojas, al modo de lo habitual en estos grupos, estaban articuladas en torno a jóvenes bienestantes de la burguesía industrial del norte de Italia, y formadas básicamente por otros de extracción obrera cualificada. Los padres de los primeros, y sus abuelos, fueron grandes privilegiados de la política de la época liberal de Giolitti, amasaron fortunas con la Gran Guerra, tuvieron el fruto de la relación antipática pero simbiótica con el fascismo y fueron la base del desarrollo de la posguerra italiana, conjuntados de buen grado con los aliados anglosajones. De formación elitista y tradicional, católica, el sesentayochismo aderezado con catocomunismo -esa magistral maniobra ideológica de los jesuitas- les impulsó a émulos de Jesucristo y, llenos de sentido de culpa por su buena fortuna y posición a costa de otros, decidieron liberar al pueblo de su propio yugo, del de ellos mismos. Una forma psicosociológica de matar al padre. Eso sí, como buenos revolucionarios, siendo ellos los que sabían cómo y de qué se liberaba al pueblo y sacrificando a los propios a los que tenían que liberar.
(3) El PCI fue fundado por Gramsci en 1921, mediante la habitual escisión a partir de un Partido Socialista, el italiano. Grandes estalinistas, el que un día fuera su líder, Togliatti, fue uno de los agentes del Komintern en la Guerra Civil española, y consiguieron copar ante la opinión pública la condición de casi únicos resistentes al fascismo, lo que es absolutamente falso. Es más, los socialistas y hasta la DC fueron mayores opositores al fascismo que el PCI. El caso es que en la posguerra fueron el partido mayoritario de la oposición, muy por delante de los socialistas. Y así fue durante casi cuarenta años, en los que vieron que su soporte no estaba en un discurso radical y maximalista sino en un posibilismo decorado con estética revolucionaria. De ahí las trazas del llamado Eurocomunismo de Berlinguer, flor de una semana que nada ha dejado.
(4) Léase, como bien dijo Martin Amis, contrarrevolucionaria.
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