9.
En Mayo de 1988, acudí con E. al Teatro Real. Era antes de la reforma que lo convirtió de nuevo en teatro de ópera, sin embargo aquel día pudimos escuchar El Cid de Massenet, en versión de concierto. Decidimos entonces que nuestro segundo hijo, que ya sabíamos que sería niña, se llamara Jimena. Con ella ya tendríamos la parejita. Nuestro matrimonio era tan perfecto que hubiera causado rubor al mismo Walt Disney. Este asunto es serio, E. y yo no le dimos jamás un disgusto a nuestros padres, exceptuando quizás cuando el ABC desveló mi "pasado comunista". Durante el embarazo de Jimena nos fuímos unas semanas al Center of Disease Control de Atlanta, donde hicimos juntos un curso de Epidemiología, disciplina que servía a los intereses profesionales de ambos. Allí observé con interés como, una vez a la semana, los empleados se vestían como un uniforme paramilitar, no en vano el origen de este centro de salud pública fue militar. Tal respeto por sí mismos me dio que pensar al compararlo con el desprecio que mostrábamos en España por nuestras cosas. Una larva de premodernismo empezó a crecer en mi.
Siempre vamos dejando atrás deseos sin realizar, acumulando resquemores por no haber podido vivir lo que quisimos. Yo no podía ovidar tres asuntos que me hacían sentir incómodo. El primero de ellos tenía relación con la pandilla veraniega de Benidorm, cuando tenía 14 años. Entonces las chicas de mi misma edad no me consideraban, me despreciaban por pequeño, aun cuando yo estuviera enamorado de ellas. El segundo asunto era conscuencia de mi dedicación al estudio y el trabajo, había abandonado las motos para refugiarme en una triste Vespa. El tercero tenía que ver con mi adolescencia gamberra, que había impedido el aprovechamiento del estudio durante esos años.
El 13 de abril de 1987 cumplí 32 años. Me regalé una Kawasaki 600 GPZ con la que fui a recoger a mi amiga M., la mas guapa de la pandilla de Benidorm y la que menos caso me hacía. El paso de los años había conseguido que ya no me considerara "pequeño", como me demostró con gran cariño. Fuímos a cenar a un restaurante de la calle Almirante, donde me presentó a una compañera suya de colegio, que ahora respondía al nombre de Ouka Lele. Teníamos los tres poco mas de 30 años, pero el paso del tiempo nos había transformado, aquella noche hablamos mucho de ello. Ahora todo empezaba a ir mucho mas deprisa. Unos meses después, en ARCO 88, donde compré un papel de Javier de Juan, me encontré a Ouka Lele mientras esperaba precisamente a M. La fotógrafa dudó un instante sin reconocerme. En ese momento se interpuso entre nosotros el senador Antonio de Senillosa, que la acompañaba. "No moleste, por favor", me dijo.
Una noche acudí invitado a un programa de radio donde se discutía el asunto de los experimentos con "cobayas" humanos. Allí estaba el chalado de turno, denunciando a diestro y siniestro unos abusos imaginarios. También participaba un tal Diego Gracia, al que no conocía, pero cuyos argumentos me subyugaron. Me contó que era catedrático de Historia de la Medicina y que planeaba poner en marcha un Master de Bioética que se desarrollaría en dos cursos académicos. Me apunté al Master y durante el primer año recibí un curso de Ética que nunca olvidaré. Adela Cortina, Jesús Conill y el propio Gracia nos hablaron, sin prisa, de Aristóteles, de Kant, de Rawls, en un lenguaje para adultos. Era como volver al colegio siendo maduro, que era mi sueño. En la cátedra conocí a Laín Entralgo, al que martirizaba con mis preguntas sobre su libro "Descargo de conciencia". Don Pedro, aunque algo sordo, contestaba con lucidez, incluso conseguí convencerle para que en el 90 hiciéramos un curso en la Menéndez Pelayo, el como director y yo como secretario. Aquel día ingresé, imaginariamente, en la capilla de los laínes y los tovares
La medida de un hombre no la da su comportamiento ante la adversidad, sino su reacción cuando toca poder. Lo toqué muy pronto y demostré que era un enano. Mucho trabajo me cuesta desgranar mis miserias, pero aun me queda el prurito de la contricción, que quizás pueda ser lenitivo de mis pecados. Quizás el mayor de los desvaríos fue el despreciar a mis semejantes. Empecé mi infantil reto acudiendo al despacho vestido de "moderno" de la época, cuando mis iguales, o los empresarios a los que recibía, vestían impecable terno. Me creía superior y hubiera llegado al total dislate si el destino, cruel pero justo (como Franco), no me hubiera golpeado merecidamente.
Tener una jefa, mujer y taimada, fue la prueba que me mandó Dios (y que no pasé) para medirme. Y no digo que ella estuviera predispuesta en mi contra, ya me encargué yo de encabronarla. Ni siquiera lo hice adrede, tal era mi torpeza e inconsciencia. Tampoco ella era impaciente, pues tardó casi cuatro años en descabellarme. Me lo ponía fácil, era coqueta y autoritaria, hubiera bastado con mostrarme galante y sumiso. Pero no, siendo ella mayor que yo, le hacía ver claramente que no me interesaba como mujer. Cuando íbamos de viaje me negaba a llevarle la maleta, cada uno la suya, decía yo, que estaba muy puesto en los temas de igualdad de sexos. Un día que estábamos cerca de Oxford cayó una gran lluvia y se inundó el camino que llevaba a su habitación en el cottage donde nos alojábamos. La cogí en brazos, era mujer liviana, y noté que aquello la llenaba de gozo. Estaba entregado como hombre y como subordinado. Durante unos breves instantes, mientras la depositaba en la moqueta de su habitación, dudé. Allí cavé mi tumba, me mostré cortés pero frio, enterrando definitivamente mi futuro a corto plazo.
Cuando cesé en mi puesto, por petición suya a la ministra, se brindó a darme todo tipo de explicaciones. Me recibió en su despacho, se quitó los zapatos, los puso sobre el tresillo y se removió en él de placer. Sonrió con pérfida dulzura y me dijo: "he sentido mucho lo de tu cese, no he podido hacer nada para evitarlo, ya sabes lo mucho que me gustas como hombre y me hubiera encantado poder ayudarte". Hoy le doy las gracias por aquella magnífica lección.
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