4.
Quise abandonar para siempre esta vida inane y decidí concentrarme en el estudio. Tenía los mimbres para ello, una maravillosa novia que era compañera de clase, el apoyo de su padre que era un conocido cirujano y un excelente elenco de profesores en el Hospital que elegí para cursar la carrera: la Ciudad Sanitaria Provincial Francisco Franco, hoy actual Hospital Gregorio Marañón. Pero, ay, como siempre, tuve que dar rienda suelta a mis pulsiones. Éramos un grupo reducido, unos 40 estudiantes, con nuestros correspondientes infiltrados del PCE, a los que se hacía poco caso de sus patéticas soflamas. El cadáver del Dictador estaba todavía caliente y los ánimos caldeados. Nos daba clase el Profesor Hidalgo Huerta, el que había operado a Franco en una camilla en El Pardo, iluminando el campo operatorio gracias a un generador. Hoy sabemos que su falta de arrestos para hacer una gastrectomía fue lo que desencadenó la agonía del ilustre enfermo (como sabemos que si a Castro le hubieran realizado un ano contranatura se hubieran evitado todos los problemas), pero en aquel momento se encontraba inflamado de orgullo patriótico. Recuerdo que en las prácticas no me dejo pasar al quirófano por llevar barba, pero no argumentó razones higiénicas sino ideológicas. "No me gustan los rojos", dijo simplemente. Aunque para rojos ya tenía a su lado al Profesor Barros, amigo de Alberti, de flamencos y de taurinos. Era además, amigo del padre de mi novia, por lo que nos trataba con deferencia. En aquel momento mi héroe era Barros y mi contra héroe, Hidalgo Huertas. Conocimos allí a un joven cirujano llamado García Sabrido, gallego como Barros y protegido de éste, que luego ganó notoriedad cuando fue requerido por el castrismo para revisar el intestino del dictador cubano. Poco pudo hacer, sino constatar que los cirujanos cubanos, como había pasado con Franco, no se atrevieron a practicar una cirujía radical, pero curativa, por temor a ser acusados de magnicidio.
Lo cierto es que la mayoría de profesores eran ultras, alguno había que llevaba pistola y correaje falangista, o que había ganado notoriedad como vicepresidente del Atlético de Madrid en la época de Calderón. Me estoy refiriendo al Profesor Muñoz Calero, aquel que cuando vencimos a Inglaterra en el Mundial de Brasil, acuñó la frase de "hemos vencido a la pérfida Albión". Su hija, que estaba como un queso, era compañera nuestra de curso. En realidad había dos mujeres que destacaban por su belleza y clase, mi novia y P., la hija del citado Profesor. El caso es que, no sé cómo, me lié con P. Aquello generaba la ira contenida de mis compañeros, pues íbamos los tres juntos a todas partes, en plan pijo y mirando a los demás por encima del hombro. Pero eso no era lo peor, sino que encima sacábamos las mejores notas, cuando sabían todos, que si bien estudiosos, éramos unos "putos enchufados".
Mas complejo era mantener al mismo tiempo mi relación con P. y con mi novia, sobre todo cuando hicimos el viaje de Paso del Ecuador o el de Fin de Curso. Ambas se dedicaban a hacerme un interminable jersey, en realidad tejían y destejían, como una metáfora de lo que estaba ocurriendo. Mi novia, para compensar, se lió con mi amigo J., aquel que venía en el 600 cuando volcamos o que me rescató cuando tuve el accidente con la Pursang. Conseguimos un equilibrio estable, todo el mundo ganaba. Cierto que entre mi amigo J, y yo nunca hubo el mas mínimo percance, mientras que ellas, intermitentemente, se enzarzaban en arduas querellas. Aquello me enseñó mucho sobre el mundo de las mujeres.
Educado férreamente en el ultraliberalismo paterno, había pasado una tenebrosa adolescencia que había desembocado en un izquierdismo mas estético que ideológico. Pero las circunstancias sociales me empezaban a empujar subrepticiamente hacia un conservadurismo que desembocaría, muchos años después, en una actitud reaccionaria. Cuando el padre de mi novia, que se convertiría en mi suegro, tenía mi edad actual, era para mi un contraejemplo. Hoy observo con perplejidad como soy un exacto retrato de él, entonces.
Mi novia vivía en la calle Ayala, muy cerca de Embassy, en un piso de 500 metros cuadrados amueblado en los años 20 y que hoy, aún, permanece tal cual. Allí disponía, para mi uso personal, de una gran sala con pizarra donde estudiábamos. También una bibiloteca sobre Medicina que actualizábamos a nuestro gusto en Marbán, a cuenta de mi futuro suegro, y quizás lo que mas me entusiasmaba, una soberbia biblioteca sobre la Guera Civil. Cuando los padres de mi novia se iban de fin de semana a su finca manchega, tomábamos posesión de la casa, incluido el servicio, y organizábamos fiestas y francachelas. Supongo que ya han adivinado quién heredó los libros de la Guerra Civil y la finca manchega.
Mi suegro era un auténtico "facha", cierto que guardaba las formas, pero estuvo en la cola de la Plaza de Oriente, fue militante de AP de primera hora y tenía depositadas esperanzas en Milans del Bosch. Su historia gueracivilesca, de la que ahorro detalles por pudor, era terrible y justificaba desde luego su posición al lado de Franco. Baste decir que su padre, capitan del Ejército, había sido asesinado por unos milicianos y que él, adolescente, se pasó toda la Guerra escondido temiendo correr la misma suerte. Era gran aficionado a los toros y compartía tertulia con Gregorio Sánchez y Juanito Bienvenida. Recorrimos a su lado múltiples plazas manchegas, en las que vimos muchos toros siempre desde una cómoda barrera. Me enseñó muchas cosas de Medicina, de toros y de Guera Civil, y es justo homenajear en este punto su memoria. Todo ello no obsta para que existiera entre nosotros una gran tensión, él consideraba, justamente, que no me merecía a su hija y percibía en mi un tufo izquierdista que le repelía. Pese a ello me enseñó a operar siendo estudiante, y nos pagaba generosamente por hacer de ayudantes. Mucho antes de terminar la carrera éramos capaces de realizar apendicectomías o herniorrafias, y algún lector pudiera haber que haya pasado por mis manos sin saberlo.
Tuve que interrumpir mis estudios en tres ocasiones, para cumplir con las exigencias de la milicia: campamento en Cáceres, curso de sargento en Valladolid y prácticas en el mismo lugar, pero a los 24 años conseguí acabar los seis años de carrera y el interminable servicio militar. E. y yo decidimos casarnos, pletóricos de salud y felicidad, sin problemas económicos. Pero ocurrió lo inesperado, mi madre habló con E. y le desveló un secreto largamente guardado. "No te puedes casar con Fernando", le advirtió, "está loco, como su padre". Que mi propia madre opinara esto de mi, sin faltarle parte de razón, me hizo un inmenso daño del que aún no me he recuperado.
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